Golpe de timón

Share

Todo ciclo político y toda coyuntura están siempre atravesados por contradicciones y diversos conflictos de índole económico y social que determinan las vías de acción y las alternativas electivas. Si algo define el actual momento histórico que vivimos es el ser un tiempo-encrucijada, un momento que, para bien o para mal, definirá la salida de la crisis institucional y de acumulación en España y el seno de la UE, bien reforzando los derechos y libertades públicas o, como se observa tras las elecciones europeas, con el retorno de formas de gobierno reaccionarias y autoritarias.

El punto de partida o el estado de la cuestión en el que debería acometerse desde la izquierda un golpe de timón tomando la iniciativa política es notoriamente adverso. Esta pérdida de peso político y electoral se da, además, en un contexto de repliegue de la izquierda y de avance de la extrema derecha en Alemania, Polonia y Países Bajos, conformando en el Parlamento Europeo una correlación de fuerzas favorable a las tesis ultraliberales y reaccionarias, lo que, a medio plazo, se traducirá en una política económica en materia monetaria y fiscal, como en temas sensibles como la migración o las políticas de transición ecológica, claramente desfavorables a la agenda social europea contemplada en la anterior legislatura por la Comisión. Lo estamos viendo ya con la escalada militar a cuenta de Ucrania.

Pero no todos han sido retrocesos políticos en la era Meloni/Orban/Macron. La victoria en Francia del Frente Popular y el repunte de Die Linke en Alemania abren una veta de exploración que interpela a las fuerzas de izquierda europeas y dibuja un escenario complejo de contradicciones y también de apertura de campo de posibilidades que conviene tomar en consideración en la evaluación del estado de la cuestión política y social en Europa, si bien es preciso reconocer que aun siendo España la referencia, la llamada «excepción ibérica», la coalición progresista está siendo minada por la acción destituyente de la derecha ultramontana y la oligarquía económica tanto como por la deriva –por activa u omisión– del PSOE en la estrategia de vuelta al bipartidismo, sea en materias estratégicas como la renovación del Poder Judicial o las políticas de vivienda o en la propia negociación de los proyectos de ley con las distintas fuerzas parlamentarias, y la penetración del discurso autoritario en amplias capas de la población civil.

Los poderes hegemónicos en España hace tiempo que están explorando la salida reaccionaria, de corte autoritario, ante la crisis de régimen que se vive. El éxito electoral de Alvise fue un anticipo y la consolidación del principal aliado de Trump –Vox, con el PP a la cabeza– y un elevado número de abstencionistas entre las clases populares, al tiempo que, elección a elección, el PSOE se conforma como fuerza de captura del voto progresista, perfila un guion nada halagüeño.

En este contexto, el espacio político de la izquierda no ha articulado una alternativa creíble, sólida y consistente, con capacidad de movilización para garantizar, cuando menos, un Gobierno de progreso en coalición. Los más de 25.000 voluntarios movilizados el 23J por Sumar y las 90.000 personas inscritas están desconectándose de un proyecto que, lejos de desplegar una escucha activa, ha buscado su colaboración casi exclusivamente para la donación o para la movilización electoral, sin diálogo, ni participación en la elaboración programática ni base de referencia en territorio con los que poder establecer nodos incipientes de organización con capacidad, cuando menos, de desplegar la pedagogía democrática consustancial a todo proyecto que se pretenda hegemónico.

En otras palabras, Sumar convertido en su congreso de este mes no ya en frente amplio sino minipartido, no ha sido hasta ahora el movimiento progresista de referencia que, más allá del Gobierno y el grupo parlamentario, establezca una agenda propia en materia de libertades públicas, derechos fundamentales o política de Estado, al tiempo que organiza y participa de las luchas en materia de sanidad, empleo, vivienda, o educación. Tampoco lo ha hecho en otros ejes identitarios que han marcado su política de comunicación como el movimiento feminista, los derechos del colectivo LGTBI, el ecologismo o la protección animal.

Antes bien, su capital político y el de Yolanda Díaz se han ido perdiendo por el camino, pedregoso ciertamente, pero no solo debido al intensivo ciclo de elecciones, sino fundamentalmente por la acción parlamentaria y de gestión de gobierno sin vislumbrar las potencialidades de construir organización con la gente que apoyó el 23J a partir de una propuesta de cambio.

Y se ha proyectado mientras tanto una imagen de desunión, de falta de horizonte orgánico, de debilidad e inconsistencia y de confusión de siglas, no ya entre las fuerzas de la coalición, sino entre lo que se supone es Sumar, como movimiento político social, y lo que Movimiento Sumar ha sido en la práctica: una parte pretendiendo ser todo, operando como partido sin estructura, ni representación, pese a los documentos aprobados en su asamblea de Villaverde.

Lejos, pues, de ensanchar el espacio, este año de vida del grupo de Yolanda ha sido una continua sangría de votos, voluntarios, militantes, organizaciones políticas comprometidas en la coalición, y aliados tanto sindicales como de movimientos sociales necesarios para avanzar un proyecto para la mayoría social.

Sería complejo definir las causas y los factores más determinantes de esta inercia en apenas un artículo. Sin duda, hay elementos objetivos que han marcado tal dinámica, pero también otros, debidos fundamentalmente a decisiones erradas, en tiempo y forma, que han vaciado de contenido la propuesta y disgregado los esfuerzos de integración, unidad y transformación política.

Podríamos hablar de cierta tendencia a la fragmentación y división de la izquierda, al centralismo, a la cultura política del individualismo posesivo que ha permeado las fuerzas emancipadoras, la ley de hierro de Robert Michels o, incluso, la propia influencia de los medios en la conformación de un clima de opinión siempre desfavorable a las fuerzas de impugnación del status quo, sea Podemos y Unidas Podemos, antes, o actualmente Sumar.

Pero también cabe pensar en el propio proceso de desgaste de ser fuerza de gobierno en un contexto difícil para los sectores populares, que han sufrido una tendencial pérdida relativa de poder adquisitivo por la revolución pasiva de los poderes económicos sin que se haya logrado revertir este proceso en la acción de gobierno.

Y ya sabemos por experiencia, como dejara sentenciado en sus escritos el filósofo sardo, que cuando se da una suerte de disyunción entre el Estado (la legalidad institucional) y la sociedad civil (la realidad de la economía política dominante), “uno no puede esperar entusiasmo, espíritu de sacrificio a partir de un programa abstracto y una confianza genérica en un gobierno distante”.

El caso Errejón es prototípico de una política de la impostura en la que lo que se dice no se hace y lo que se hace no se dice. Parafraseando a Marx, en el espacio político de Movimiento Sumar muchas compañeras y compañeros parecen el funcionario chileno que se empeñaba en fijar, con ayuda de la medición catastral, los límites de la propiedad territorial en el preciso momento en que los ruidos subterráneos habían anunciado la erupción volcánica que había de hacer saltar el suelo bajo los mismos pies. Mientras avanza la lava de la historia, es hora, pues, de volver a la filosofía de la praxis. O, en palabras de Anguita, decir y hacer, vivir como se habla, y contar lo que se espera de nosotras. Por la gente. Por lo común.

La mediación social de la ciencia

Share

En los últimos años, el escándalo como dispositivo espectacular de la cultura mediática, afecta no solo al ámbito de la política, sino también al buen curso de los trabajos propios de la academia, con una crisis reputacional de instituciones de referencia como el CSIC (Caso CNIO), centros de educación superior históricos (Universidad de Salamanca), o insignes revistas científicas (El Profesional de la Información, Comunicar), hoy cuestionadas por mala praxis y derivas nada ejemplares en la difusión de resultados de investigación.

En el trasfondo de esta situación, dos procesos han alterado la forma de organización del conocimiento. Nos referimos al proceso de mercantilización de la educación superior, y de la ciencia y la tecnología, y la mediación social de la ciencia, expuesta a la visibilidad del escaparate mediático y la exigencia de la debida y deseable transparencia, pero también al escrutinio público nunca antes apenas considerado.

La proyección pública del trabajo de científicos e investigadores es una exigencia incuestionable. El problema es cuando con la mediación social de la ciencia se confunde lo público con lo privado, sea a través de la proliferación de fundaciones privadas, la externalización de servicios o criterios de evaluación que privilegian el impacto y el llamado efecto Mateo o, habitualmente, desperdiciando la experiencia y alentando el epistemicidio de saberes necesarios para el cambio social.

El resultado como consecuencia de estas lógicas imperantes para un país como España es un daño, no diríamos que irreparable, del prestigio académico e intelectual del campo de la ciencia a nivel internacional. Las dinámicas rentistas y especulativas en el sistema de ciencia y tecnología, así como el reforzamiento de la ley de hierro de los hiperliderazgos en los centros de alto rendimiento, no solo son nocivas y perturbadoras del orden y autonomía propias del campo científico, sino que además es insostenible y cuestiona un modelo de gobernanza y transparencia de la gestión pública de la ciencia que favorece los intereses creados y las redes clientelares, que un día sí y otro también, da lugar a titulares como la del turbio entramado de compra de revistas científicas que marcan los indicadores de productividad y la carrera investigadora de los profesionales del sector en España.

La globalización y competitividad han cultivado el mercadeo e instrumentación de la función social del conocimiento conforme a los fines privados, del capital, y de los trabajadores intelectuales. Una lógica de lo peor que no abunda precisamente en la virtud del magisterio. La publicidad de los avances científicos termina así siendo una suerte de autopromoción de científicos en beneficio de intereses particulares cuando no en la promoción de empresarios simuladores de superhéroes como Elon Musk. De hecho, hoy la universidad se ha transformado, irónicamente, en una casa de citas, cada vez más autorreferencial y tautológica en la justificación y desempeño de sus actividades.

La Ley 17/2022 de 5 de septiembre, de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación, establece un marco de desarrollo inscrito en una contradicción de fondo entre la defensa de la autonomía e interés público de los agentes del conocimiento y la asunción de tesis neoliberales que favorecen una planificación y gestión de la ciencia al servicio de intereses comerciales. Falta desarrollar muchos de los compromisos contenidos en la norma, pero también abordar el papel estratégico de la difusión y mediación social de la ciencia.

El papel central de la divulgación y difusión de los resultados de la investigación, la función vertebradora de los parques científicos y tecnológicos, o los fines propios de las jornadas y política de transferencia pensadas para el bien común debieran ser repensadas en este contexto desde nuevos parámetros y desde luego empezar a problematizar indicadores, y criterios de pertinencia en la evaluación de los agentes del conocimiento.

No se puede programar un sistema equilibrado de ciencia y tecnología a golpe de titular, como tampoco se puede desplegar la actividad científica al margen de las necesidades radicales de la población y el desarrollo nacional. En ese difícil equilibro, es hora de abrir un debate sobre la función determinante de la difusión y publicidad en las agendas públicas de investigación y los modos y usos científico-técnicos de implementación del saber para la acción.

En el año del centenario de Manuel Sacristán, convendría aprender de la virtud socrática que nos legó en vida e informar para enseñar, conducir, en fin, hacia adelante, proteger e invitar a la memoria, tanto como cultivar el conocer con la voluntad de transformar en común la realidad. Y ello exige rigor intelectual y coherencia ética. Nada que ver con lo que hoy prevalece en la mediación social de la ciencia y la dialéctica de la cultura de impacto que empiezan por proyectarse públicamente y terminan por hacer estallar las bases colectivas del trabajo académico y científico en general. La ANECA ha dado pasos importantes en esta dirección en los últimos años, pero los indicadores y criterios generales dominantes abundan en una dinámica determinada por la cultura de la imagen que alimenta la espiral del disimulo. Hora pues de pensar nuestro ecosistema cognitivo desde nuevas matrices de mediación.

Laicismo y cultura pública

Share

La virulenta respuesta de la Federación de Sindicatos Independientes de la Enseñanza y, en general, de los representantes de la Iglesia y los centros concertados ante la propuesta de SUMAR de implantar progresivamente un modelo de enseñanza pública, laica y de acceso universal abre un debate, tradicionalmente postergado, cuando no marginal en la agenda política, sobre nuestra calidad democrática. Esta debe no solo definir con criterio un modelo educativo que garantice el derecho a la igualdad, sino también plantear la construcción misma del dominio público que distingue una forma de Estado democrática que constitucionalmente afirmó el reconocimiento efectivo de la aconfesionalidad y, en consecuencia, la necesaria promoción de una cultura pública laica y libre para todos. La cuestión es que la separación Iglesia-Estado es, a día de hoy, meramente formal. De facto, la Iglesia Católica ha mantenido prerrogativas de orden fiscal, educativas e incluso políticas contraviniendo el espíritu de la Constitución, que reconoce en su articulado la libertad de conciencia, la libertad ideológica y religiosa, y un principio implícito de neutralidad del Estado en cuestiones confesionales. Los portavoces de la derecha patria suelen, sin embargo, invocar el derecho a la libertad educativa como panoplia justificativa de lo que no es sino el reclamo de mantenimiento de privilegios contrarios a la Constitución, demostrando así cierta cultura constitucionalista fija pero discontinua o, como en tiempos de la contrarreforma laboral de Mariano Rajoy, a fuer de apropiarse de parte de la Constitución, terminan siendo constitucionalistas a tiempo parcial. Pero el artículo 16.3 es claro a este respecto. El Estado debe garantizar la libertad ideológica, religiosa y de culto, sin más limitación que el mantenimiento del orden público. Nada que ver con sufragar con dinero público centros privados mientras en la educación pública y universal el principio de igualdad se ve conculcado por privilegios concedidos a la Iglesia Católica y los centros privados.

Es un hecho que la relación política y cultural de España con la Iglesia Católica ha mantenido la herencia proteccionista del franquismo, regulando por medio de acuerdos con la Santa Sede los privilegios mantenidos desde siempre por el poder eclesiástico. La cultura pública ha estado, como resultado, dominada por el nacionalcatolicismo, limitando la práctica del laicismo y la libertad de conciencia en España como formas marginales cuando debiera ser política de Estado. Prevalece así una suerte de criptoconfesionalismo en nuestro ordenamiento jurídico y en las costumbres que persiste desde la transición de forma autoritaria y discrecional. No es solo una manifestación evidente del dominio del franquismo sociológico hoy emergente en el discurso y la esfera mediática, sino también, y en especial, una forma de mantenimiento de privilegios excluyentes que operan por medio de una financiación pública favorable a los intereses privados, con la presencia y ocupación de espacios institucionales de símbolos religiosos y acuerdos con el Vaticano que no han sido revisados adecuadamente conforme a la naturaleza de un Estado aconfesional. El origen de esta situación, que lleva a actores como los centros concertados a hablar de su derecho a la libertad educativa, está en el trasfondo del proceso de construcción del Estado. En palabras de Gonzalo Puente Ojea, España es un país mal hecho que permitió, en la transición, la influencia continuada de la Iglesia por evitar una ruptura democrática en línea de continuidad con la Constitución de la II República. El espíritu de la transición se tradujo en el mantenimiento de los lazos franquistas con la Iglesia, hoy representada por Vox y PP, en su empeño por transferir fondos públicos a negocios particulares. En un país que aprobó ser aconfesional en su Constitución, la autonomía y los principios de libertad de conciencia están cercados por los privilegios instituidos. Una praxis que se traduce en la proliferación de universidades privadas y centros concertados que incumplen las normas debidas, hospitales de órdenes religiosas contratados por el Estado que deja en manos de la Iglesia prestaciones esenciales para la ciudadanía al tiempo que naturaliza la ocupación y apropiación de ceremonias institucionales en la función pública por la vía de los hechos consumados.

En este marco, nuestro país ha de acometer tres retos estratégicos para normalizar la vida pública, equiparando los principios constitucionales con la política diaria, como es lo común en otros países avanzados de nuestro entorno. Primero, es hora de revertir procesos establecidos de financiación de la Iglesia sin justificación alguna, salvo la tradición y el privilegio mantenido por siglos en España. Si bien es cierto que desde 2007 la Iglesia Católica no recibe financiación directa a través de los Presupuestos Generales del Estado, no es justificable mantener la recaudación vía la declaración de la renta. Hablamos de más de 320 millones de euros que sostienen medios como la COPE, no precisamente respetuosos con el principio de autonomía y la libertad de conciencia por su continua injerencia en los asuntos públicos. Las inmatriculaciones y el mantenimiento del patrimonio cultural terminan por hacer efectiva la lógica con la que operan estos defensores de lo concertado: la patrimonialización, un mal extendido, como criticara Azaña, en nuestro país. La práctica de apropiación privada del dominio público financiado por todos los contribuyentes es la cuestión social que está en el centro de este debate.

Sabemos que la educación pública, universal y laica es la garantía de formación en libertad de las futuras generaciones, el dominio público donde deben aprender no solo a respetar la diversidad religiosa y ejercer la libertad de conciencia, sino también aprender a vivir en democracia. En este sentido, el debate de la financiación de la concertada y el papel de la Iglesia no es un problema de libertad de elección, como afirman los portavoces de la derecha, sino exactamente todo lo contrario, un liberticidio. Pues la libertad de conciencia exige una escuela laica accesible para todos. Sin libertad de conciencia y educación pública, sin separación clara entre lo público y lo privado nuestra libertad está amenazada por los privilegios de quienes se apropian del dinero público para intereses particulares.

La propuesta de SUMAR no es otra cosa que equiparar nuestro sistema de educación con los mejores estándares de países nórdicos como Finlandia. Urge una reforma moderna de la educación donde la libertad de conciencia no sea una promesa constitucional sino un derecho efectivo y el laicismo la garantía de una sociedad justa e inclusiva, garantizando la gestión pública de la educación y la separación efectiva de la Iglesia y los negocios privados, que desde luego tienen derecho a subsistir pero no a costa del erario público. Es tiempo, en fin, de actualizar nuestro presente y ajustar las cuentas con el pasado. Los acuerdos entre Estado e Iglesia, los Concordatos, no son otra cosa que la sanción del privilegio en favor de un sector exclusivo y excluyente de la población. De ahí la airada respuesta de la prensa y portavoces de los intereses privados ante la iniciativa de sentido común de que el dinero público se destine solo a la educación pública. No se confunda libertad de enseñanza, religiosa o no, con liberticidio de los derechos comunes de la mayoría social. Nosotros apostamos por construir sólidamente la casa común de la educación y el dominio público para todos, sin privilegios, con derechos, respetando la Constitución, haciendo efectiva la libertad educativa, la libertad de conciencia, sin beaterías ni subterfugios canovistas de la oligarquía y el caciquismo. Si asumen la idea del Estado social y de derecho, estamos convencidos de que terminarán respaldando estas tesis, como ya lo hicieron, tarde y mal, con otras libertades públicas fundamentales.

Inteligencia Artificial y Democracia

Share

Seminario Permanente de Teoría Crítica: Inteligencia Artificial y Democracia

Francisco Sierra (Fundación de Investigaciones Marxistas)

Daniela Monje (Universidad de Sevilla)

Jesús Sabariego (Universidad de Sevilla)

Viernes 7 de marzo 2025. 20:00.

La Fuga Librerías.
c/ Conde de Torrejón, 4, Acc. Sevilla.

Guerra cultural y unidad popular

Share

Si el socialismo es el movimiento y proyección de lo real en la historia, esto requiere, abrir el campo, al menos en un sentido gramsciano, y los canales de interpelación a la gente común, más aun cuando el ruido mediático y la parálisis de las direcciones partidarias se limitan a contar lo hecho sin pensar ni proyectar públicamente lo por venir.

Va a ser necesario, en otras palabras, coser, tejer con el lenguaje de los vínculos la trama común de lo social, y soñar cantando auroras que es posible ver en el horizonte. Esta apuesta es hoy más que nunca prioritaria, porque, según las leyes de la propaganda, dato no siempre gana a relato, y en la sociedad de las cuentas con los cuentos termina imponiéndose la sinrazón, el discurso del odio que se ha instalado en una cultura, la hispana, históricamente atrabiliaria, como retratara Goya, y algo cainita. Pero España no es diferente, y sin hacer transhistoria, podemos observar que el discurso del odio se extiende de EE.UU. a la Unión Europea, de la derecha a la izquierda, del Norte al Sur global, aunque sea la extrema derecha quien trolea, planifica y alimenta esta política antisocial que en el fondo es el pogromo restaurador del capital financiero y sus arietes: las big tech. En otras palabras, como sigamos así no nos quedará cara de libro (Facebook), sino de bobos. Pues hay que saber que polémicas azuzadas desde el poder mediático no tienen otro fin que realizar un principio básico de la estrategia militar: divide et impera. Y nadie tan interesado en dividir y dispersar a la gente como los hijos del IBEX35, los fondos buitres y los halcones del Pentágono, que ya lograron el BREXIT, continuaron con la OTAN y la guerra de Ucrania y les falta culminar la estrategia de derrumbe de Bruselas con el giro a la extrema derecha en la mayoría de países que componen el fallido proyecto comunitario desde el Tratado de Maastricht. Próxima objetivo: Alemania, con el beneplácito del señor Musk. De ahí la necesidad de tejer, de coser y del amor, del cante con el cuerpo que flama en la alegría de vivir y resistir. Una posición diametralmente opuesta a la práctica de los sufridores, que decía Correa. Vindicamos aquí una lógica contraria a los odiadores profesionales porque es tiempo de aprender a construir espacios de comunicación con confianza, y no tóxicos, o seremos presos de los disparates de twitter, rehenes de los bots de quienes tienen robots y esclavos para servirles, y nos proyectan como único horizonte posible de vida el tecnofeudalismo. Y no es una boutade. Como ilustra Andrew Marantz en “Antisocial” (Capital Swing, 2021), los Proud Boys, Qunon y antes el Tea Party tienen su origen en la llamada nueva derecha cowboy de Ronald Reagan, auténtico pionero de la deriva con la que se pregona el libertarismo reaccionario de dirigentes como Milei en Argentina, a partir de lecturas autonomistas y una visión contraria al Estado, una suerte de discurso prepolítico que hoy se justifica con la infoxicación o el ruido en redes como la mejor expresión de la Primera Enmienda, como el derecho a decir cualquier barbaridad, IDA mediante, en la vomitiva diarrea del ocio convertido en neg/ocio. Se confunde así libertad de expresión con incontinencia verbal de las psuedoimpresiones. Esta dinámica ha terminado contagiando a la militancia de izquierda, inconsciente que tras la pandemia la vuelta a la normalidad se ha traducido en la dilución del espacio público, el repliegue sobre lo privado o doméstico, no como patología sino como síntoma de disciplinamiento del capital, como un proceso de restauración conservadora que, en nuestro caso, con los Florentinos y Ana Rosas de turno, pretende imponer un modelo de país de palmeros. En esa dialéctica nos hallamos, y en este marco nos quieren encuadrar en la medida que, de este modo, se garantiza el statu quo, el capitalismo de plataformas que concentra el poder económico, político y militar.

En el tecnofeudalismo, el medievo digital es un orden del enclaustramiento, de los riders y el esclavismo de las pantallas, la distopía del cocooming, los cosmopolitas con collar y no de cuello blanco precisamente, sino de animales domésticos sin compañía, entretenidos con las redes, las revistas de decoración interior y, en pleno siglo XXI, con el juego de roles propia de la generación otaku y sus derivas hikikomori, encerrados en la fantasía de un universo virtual que es el propio cuarto doméstico. La economía austericida exige, bien lo sabemos, que la fuerza de trabajo permanezca inmóvil, silente, impávida e ilota, siempre bajo supervisión, monitorizada por los dueños de todo capital. La doctrina del shock es sobre todo eso: aislamiento psicológico y social. La primera víctima, la confianza, la negación del principio esperanza, la crisis en fin de la democracia, pues prima el lavado de mente sobre el que Pasolini y Godard ya pensaron a propósito del colapso cultural que vivimos. El trumpismo, en este escenario político que nos domina, es el feudalismo capitalista, el neofascismo de contención que programa las víctimas a sacrificar del próximo asalto criminal de la acumulación por desposesión. En este campo, la política espectacular es la retórica del miedo por otros medios. Y los GAFAM el canal de escenificación o ecosistema natural de intervención a modo de guardabarreras de todo dominio público, convertidos en porteros de la desinformación. Por ello, si el alisamiento del conflicto es, en palabras de Byun-Chul Han, una suerte de anestesia permanente, ha llegado el momento de ocupar la calle, construir puentes, superar los miedos, luchar contra los especuladores de la vida y los traficantes de la moral. Más aún cuando sabemos que el ascenso del fascismo es consecuencia del imperio del terror y la reclusión en el hogar. Empecemos pues a dejar de ser teledirigidos, volviendo a las tabernas, ocupando las calles, tejiendo y cantando en los patios y plazas desde la fraternidad perdida, aprendiendo de la sororidad, y también del silencio. Sumar y transformar un país no se consigue con mucho ruido y pocas nueces. Aprendamos de la sabiduría popular. Sin ira, libertad. En otras palabras, hemos de apostar por la autonomía política, los derechos sociales, las libertades públicas y un proyecto federal, unitario, popular y referente para el conjunto de los actores políticos del Estado. Y ello no es posible, en modo alguno, sin una estrategia y política general de comunicación.

Elogio de la lentitud

Share

Trumpismo rima con aceleracionismo, no solo con autoritarismo filofascista. Por ello conviene pensar los tiempos de la política y la mediación social en la era de la Inteligencia Artificial. En el Seminario Internacional de Derechos Humanos de la Universidad Pablo Olavide, al tratar el reto de la relación entre justicia, política y mediación social desde la filosofía de la praxis, señalábamos el pasado mes de enero que ampliar los derechos de ciudadanía exige hoy reinventar la lógica de la norma desde la filosofía de la liberación cuestionando, en primer lugar, las temporalidades que la cuarta revolución industrial nos impone a fuerza de desplegar la llamada «destrucción creativa del turbocapitalismo».

Ya lo advirtió Benjamin. Es hora de poner freno a la locomotora de la historia. Los tiempos del progreso imparable nos llevan inexorablemente al horizonte abismal del precipicio del colapso con el pie pisando el pedal del acelerador hasta el fondo, puesta la quinta marcha, para avanzar sin retrovisor por los senderos trillados del retorno del despojo.

La sensación de liviandad, rapidez y visibilidad de la dialéctica informativa termina, como resultado, agudizando las patologías culturales de una comunicación que desperdicia la experiencia y mediatiza el sentido común, más aún en tiempos de lawfare.

La experiencia, esa categoría fundamental para cultivar el saber, para alimentar los sentipensamientos, colonizando las culturas populares está siendo menoscabada, suprimida como un desperdicio prescindible en la cápsula del efecto burbuja.

En tiempos del poshumanismo, del giro emocional y lingüístico, en la era ciber de un mundo hipervigilado por los señores del aire, es hora, pues, de vindicar, en la guerra cultural, derechos digitales para todos y reinstituir lo común, que es tanto como articular la acción instituyente frente al poder tecnofeudal destituyente de Trump y sus secuaces.

Frente a la lógica de terra nullius, el derecho a luchar por tener derechos solo será posible repensando la economía moral de la atención desde lo común, confrontar la postpolitica desde la justicia social, desde el antagonismo contra el imperio de la fuerza de la lex mercatoria, recuperando, en fin, los espacios de socialización.

Esto es, ralentizando los tiempos de consumo por las comunidades reflexivas a partir de una pedagogía de la esperanza, de una ecología política de la comunicación que tenga memoria, conocimiento, saberes y espacios de dialogo y puesta en común.

Si los dispositivos reticulares del comando del capital nos separa y aísla e impone cámaras de eco, parece evidente que ha llegado la hora de afirmar la cultura subalterna de las emergencias reales y concretas del mambito de lo local y sus biorritmos contrarios a la dieta digital de los dispositivos de dominio a lo Instagram.

Desconectar del capitalismo de plataformas y las redes privativas y abrir las puertas y ventanas de la vida y la cultura tabernaria puede ser un primer paso. Podríamos empezar por recuperar una tradición tan andaluza como la tertulia a la fresca en el patio, hablar por hablar, recuperando formas primarias de comunicación no instrumentales ni colonizadas; aprender de Séneca y nuestro gusto por platicar el derecho al cuidado común no mediatizado.

Como recordara Anguita en conversación con Alberti, hay que aprender a perder el tiempo y, como es lógico, educar también a los profesionales de la información a rechazar el scoop y desacelerar sus lógicas productivas si no quieren ser reemplazados por bots y la IA.

En contra de la razón corporativa de los Musk de turno, cultivemos el tiempo para pensar y aprender, para gozar y ser reflexivos, para cuidarse y cuidarnos, para mediar y sentir. Ahora que aprendimos que folgar, follar y hacer huelga tienen más que ver con el derecho a la pereza de Paul Lafargue que con ese productivismo a lo Stajanov que ha prevalecido habitualmente en la izquierda, prestemos atención a la intromisión en los mundos de vida y nuestros cronotopos de los señores de la guerra, que nos han comprado con las máquinas de soñar una experiencia vicaria falsificada e insostenible –de facto inhabitable–, para dominarnos hasta el fin del mundo, como los personajes del film del mismo título de Wim Wenders.

Dicho esto, toca militar, primero en el PGB, y desde hoy mismo en la cultura enlentecida de la vida buena, del buen vivir, si no queremos que nos roben la vida y la esperanza. Lo primero, al menos generacionalmente, para los que nos educamos en el universo Makoki, El Jueves o Víbora, es una conminación a la cultura subalterna de lo tabernario, de la mayoría y el frente común de la multitud adscrita por activa o pasiva al Partido de la Gente del Bar en el que nos reconocemos, conversamos, conspiramos y hacemos posible el principio de fraternidad. No es poca cosa. ¿Se suman?