La mediación social de la ciencia

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En los últimos años, el escándalo como dispositivo espectacular de la cultura mediática, afecta no solo al ámbito de la política, sino también al buen curso de los trabajos propios de la academia, con una crisis reputacional de instituciones de referencia como el CSIC (Caso CNIO), centros de educación superior históricos (Universidad de Salamanca), o insignes revistas científicas (El Profesional de la Información, Comunicar), hoy cuestionadas por mala praxis y derivas nada ejemplares en la difusión de resultados de investigación.

En el trasfondo de esta situación, dos procesos han alterado la forma de organización del conocimiento. Nos referimos al proceso de mercantilización de la educación superior, y de la ciencia y la tecnología, y la mediación social de la ciencia, expuesta a la visibilidad del escaparate mediático y la exigencia de la debida y deseable transparencia, pero también al escrutinio público nunca antes apenas considerado.

La proyección pública del trabajo de científicos e investigadores es una exigencia incuestionable. El problema es cuando con la mediación social de la ciencia se confunde lo público con lo privado, sea a través de la proliferación de fundaciones privadas, la externalización de servicios o criterios de evaluación que privilegian el impacto y el llamado efecto Mateo o, habitualmente, desperdiciando la experiencia y alentando el epistemicidio de saberes necesarios para el cambio social.

El resultado como consecuencia de estas lógicas imperantes para un país como España es un daño, no diríamos que irreparable, del prestigio académico e intelectual del campo de la ciencia a nivel internacional. Las dinámicas rentistas y especulativas en el sistema de ciencia y tecnología, así como el reforzamiento de la ley de hierro de los hiperliderazgos en los centros de alto rendimiento, no solo son nocivas y perturbadoras del orden y autonomía propias del campo científico, sino que además es insostenible y cuestiona un modelo de gobernanza y transparencia de la gestión pública de la ciencia que favorece los intereses creados y las redes clientelares, que un día sí y otro también, da lugar a titulares como la del turbio entramado de compra de revistas científicas que marcan los indicadores de productividad y la carrera investigadora de los profesionales del sector en España.

La globalización y competitividad han cultivado el mercadeo e instrumentación de la función social del conocimiento conforme a los fines privados, del capital, y de los trabajadores intelectuales. Una lógica de lo peor que no abunda precisamente en la virtud del magisterio. La publicidad de los avances científicos termina así siendo una suerte de autopromoción de científicos en beneficio de intereses particulares cuando no en la promoción de empresarios simuladores de superhéroes como Elon Musk. De hecho, hoy la universidad se ha transformado, irónicamente, en una casa de citas, cada vez más autorreferencial y tautológica en la justificación y desempeño de sus actividades.

La Ley 17/2022 de 5 de septiembre, de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación, establece un marco de desarrollo inscrito en una contradicción de fondo entre la defensa de la autonomía e interés público de los agentes del conocimiento y la asunción de tesis neoliberales que favorecen una planificación y gestión de la ciencia al servicio de intereses comerciales. Falta desarrollar muchos de los compromisos contenidos en la norma, pero también abordar el papel estratégico de la difusión y mediación social de la ciencia.

El papel central de la divulgación y difusión de los resultados de la investigación, la función vertebradora de los parques científicos y tecnológicos, o los fines propios de las jornadas y política de transferencia pensadas para el bien común debieran ser repensadas en este contexto desde nuevos parámetros y desde luego empezar a problematizar indicadores, y criterios de pertinencia en la evaluación de los agentes del conocimiento.

No se puede programar un sistema equilibrado de ciencia y tecnología a golpe de titular, como tampoco se puede desplegar la actividad científica al margen de las necesidades radicales de la población y el desarrollo nacional. En ese difícil equilibro, es hora de abrir un debate sobre la función determinante de la difusión y publicidad en las agendas públicas de investigación y los modos y usos científico-técnicos de implementación del saber para la acción.

En el año del centenario de Manuel Sacristán, convendría aprender de la virtud socrática que nos legó en vida e informar para enseñar, conducir, en fin, hacia adelante, proteger e invitar a la memoria, tanto como cultivar el conocer con la voluntad de transformar en común la realidad. Y ello exige rigor intelectual y coherencia ética. Nada que ver con lo que hoy prevalece en la mediación social de la ciencia y la dialéctica de la cultura de impacto que empiezan por proyectarse públicamente y terminan por hacer estallar las bases colectivas del trabajo académico y científico en general. La ANECA ha dado pasos importantes en esta dirección en los últimos años, pero los indicadores y criterios generales dominantes abundan en una dinámica determinada por la cultura de la imagen que alimenta la espiral del disimulo. Hora pues de pensar nuestro ecosistema cognitivo desde nuevas matrices de mediación.

Laicismo y cultura pública

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La virulenta respuesta de la Federación de Sindicatos Independientes de la Enseñanza y, en general, de los representantes de la Iglesia y los centros concertados ante la propuesta de SUMAR de implantar progresivamente un modelo de enseñanza pública, laica y de acceso universal abre un debate, tradicionalmente postergado, cuando no marginal en la agenda política, sobre nuestra calidad democrática. Esta debe no solo definir con criterio un modelo educativo que garantice el derecho a la igualdad, sino también plantear la construcción misma del dominio público que distingue una forma de Estado democrática que constitucionalmente afirmó el reconocimiento efectivo de la aconfesionalidad y, en consecuencia, la necesaria promoción de una cultura pública laica y libre para todos. La cuestión es que la separación Iglesia-Estado es, a día de hoy, meramente formal. De facto, la Iglesia Católica ha mantenido prerrogativas de orden fiscal, educativas e incluso políticas contraviniendo el espíritu de la Constitución, que reconoce en su articulado la libertad de conciencia, la libertad ideológica y religiosa, y un principio implícito de neutralidad del Estado en cuestiones confesionales. Los portavoces de la derecha patria suelen, sin embargo, invocar el derecho a la libertad educativa como panoplia justificativa de lo que no es sino el reclamo de mantenimiento de privilegios contrarios a la Constitución, demostrando así cierta cultura constitucionalista fija pero discontinua o, como en tiempos de la contrarreforma laboral de Mariano Rajoy, a fuer de apropiarse de parte de la Constitución, terminan siendo constitucionalistas a tiempo parcial. Pero el artículo 16.3 es claro a este respecto. El Estado debe garantizar la libertad ideológica, religiosa y de culto, sin más limitación que el mantenimiento del orden público. Nada que ver con sufragar con dinero público centros privados mientras en la educación pública y universal el principio de igualdad se ve conculcado por privilegios concedidos a la Iglesia Católica y los centros privados.

Es un hecho que la relación política y cultural de España con la Iglesia Católica ha mantenido la herencia proteccionista del franquismo, regulando por medio de acuerdos con la Santa Sede los privilegios mantenidos desde siempre por el poder eclesiástico. La cultura pública ha estado, como resultado, dominada por el nacionalcatolicismo, limitando la práctica del laicismo y la libertad de conciencia en España como formas marginales cuando debiera ser política de Estado. Prevalece así una suerte de criptoconfesionalismo en nuestro ordenamiento jurídico y en las costumbres que persiste desde la transición de forma autoritaria y discrecional. No es solo una manifestación evidente del dominio del franquismo sociológico hoy emergente en el discurso y la esfera mediática, sino también, y en especial, una forma de mantenimiento de privilegios excluyentes que operan por medio de una financiación pública favorable a los intereses privados, con la presencia y ocupación de espacios institucionales de símbolos religiosos y acuerdos con el Vaticano que no han sido revisados adecuadamente conforme a la naturaleza de un Estado aconfesional. El origen de esta situación, que lleva a actores como los centros concertados a hablar de su derecho a la libertad educativa, está en el trasfondo del proceso de construcción del Estado. En palabras de Gonzalo Puente Ojea, España es un país mal hecho que permitió, en la transición, la influencia continuada de la Iglesia por evitar una ruptura democrática en línea de continuidad con la Constitución de la II República. El espíritu de la transición se tradujo en el mantenimiento de los lazos franquistas con la Iglesia, hoy representada por Vox y PP, en su empeño por transferir fondos públicos a negocios particulares. En un país que aprobó ser aconfesional en su Constitución, la autonomía y los principios de libertad de conciencia están cercados por los privilegios instituidos. Una praxis que se traduce en la proliferación de universidades privadas y centros concertados que incumplen las normas debidas, hospitales de órdenes religiosas contratados por el Estado que deja en manos de la Iglesia prestaciones esenciales para la ciudadanía al tiempo que naturaliza la ocupación y apropiación de ceremonias institucionales en la función pública por la vía de los hechos consumados.

En este marco, nuestro país ha de acometer tres retos estratégicos para normalizar la vida pública, equiparando los principios constitucionales con la política diaria, como es lo común en otros países avanzados de nuestro entorno. Primero, es hora de revertir procesos establecidos de financiación de la Iglesia sin justificación alguna, salvo la tradición y el privilegio mantenido por siglos en España. Si bien es cierto que desde 2007 la Iglesia Católica no recibe financiación directa a través de los Presupuestos Generales del Estado, no es justificable mantener la recaudación vía la declaración de la renta. Hablamos de más de 320 millones de euros que sostienen medios como la COPE, no precisamente respetuosos con el principio de autonomía y la libertad de conciencia por su continua injerencia en los asuntos públicos. Las inmatriculaciones y el mantenimiento del patrimonio cultural terminan por hacer efectiva la lógica con la que operan estos defensores de lo concertado: la patrimonialización, un mal extendido, como criticara Azaña, en nuestro país. La práctica de apropiación privada del dominio público financiado por todos los contribuyentes es la cuestión social que está en el centro de este debate.

Sabemos que la educación pública, universal y laica es la garantía de formación en libertad de las futuras generaciones, el dominio público donde deben aprender no solo a respetar la diversidad religiosa y ejercer la libertad de conciencia, sino también aprender a vivir en democracia. En este sentido, el debate de la financiación de la concertada y el papel de la Iglesia no es un problema de libertad de elección, como afirman los portavoces de la derecha, sino exactamente todo lo contrario, un liberticidio. Pues la libertad de conciencia exige una escuela laica accesible para todos. Sin libertad de conciencia y educación pública, sin separación clara entre lo público y lo privado nuestra libertad está amenazada por los privilegios de quienes se apropian del dinero público para intereses particulares.

La propuesta de SUMAR no es otra cosa que equiparar nuestro sistema de educación con los mejores estándares de países nórdicos como Finlandia. Urge una reforma moderna de la educación donde la libertad de conciencia no sea una promesa constitucional sino un derecho efectivo y el laicismo la garantía de una sociedad justa e inclusiva, garantizando la gestión pública de la educación y la separación efectiva de la Iglesia y los negocios privados, que desde luego tienen derecho a subsistir pero no a costa del erario público. Es tiempo, en fin, de actualizar nuestro presente y ajustar las cuentas con el pasado. Los acuerdos entre Estado e Iglesia, los Concordatos, no son otra cosa que la sanción del privilegio en favor de un sector exclusivo y excluyente de la población. De ahí la airada respuesta de la prensa y portavoces de los intereses privados ante la iniciativa de sentido común de que el dinero público se destine solo a la educación pública. No se confunda libertad de enseñanza, religiosa o no, con liberticidio de los derechos comunes de la mayoría social. Nosotros apostamos por construir sólidamente la casa común de la educación y el dominio público para todos, sin privilegios, con derechos, respetando la Constitución, haciendo efectiva la libertad educativa, la libertad de conciencia, sin beaterías ni subterfugios canovistas de la oligarquía y el caciquismo. Si asumen la idea del Estado social y de derecho, estamos convencidos de que terminarán respaldando estas tesis, como ya lo hicieron, tarde y mal, con otras libertades públicas fundamentales.

Inteligencia Artificial y Democracia

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Seminario Permanente de Teoría Crítica: Inteligencia Artificial y Democracia

Francisco Sierra (Fundación de Investigaciones Marxistas)

Daniela Monje (Universidad de Sevilla)

Jesús Sabariego (Universidad de Sevilla)

Viernes 7 de marzo 2025. 20:00.

La Fuga Librerías.
c/ Conde de Torrejón, 4, Acc. Sevilla.

Guerra cultural y unidad popular

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Si el socialismo es el movimiento y proyección de lo real en la historia, esto requiere, abrir el campo, al menos en un sentido gramsciano, y los canales de interpelación a la gente común, más aun cuando el ruido mediático y la parálisis de las direcciones partidarias se limitan a contar lo hecho sin pensar ni proyectar públicamente lo por venir.

Va a ser necesario, en otras palabras, coser, tejer con el lenguaje de los vínculos la trama común de lo social, y soñar cantando auroras que es posible ver en el horizonte. Esta apuesta es hoy más que nunca prioritaria, porque, según las leyes de la propaganda, dato no siempre gana a relato, y en la sociedad de las cuentas con los cuentos termina imponiéndose la sinrazón, el discurso del odio que se ha instalado en una cultura, la hispana, históricamente atrabiliaria, como retratara Goya, y algo cainita. Pero España no es diferente, y sin hacer transhistoria, podemos observar que el discurso del odio se extiende de EE.UU. a la Unión Europea, de la derecha a la izquierda, del Norte al Sur global, aunque sea la extrema derecha quien trolea, planifica y alimenta esta política antisocial que en el fondo es el pogromo restaurador del capital financiero y sus arietes: las big tech. En otras palabras, como sigamos así no nos quedará cara de libro (Facebook), sino de bobos. Pues hay que saber que polémicas azuzadas desde el poder mediático no tienen otro fin que realizar un principio básico de la estrategia militar: divide et impera. Y nadie tan interesado en dividir y dispersar a la gente como los hijos del IBEX35, los fondos buitres y los halcones del Pentágono, que ya lograron el BREXIT, continuaron con la OTAN y la guerra de Ucrania y les falta culminar la estrategia de derrumbe de Bruselas con el giro a la extrema derecha en la mayoría de países que componen el fallido proyecto comunitario desde el Tratado de Maastricht. Próxima objetivo: Alemania, con el beneplácito del señor Musk. De ahí la necesidad de tejer, de coser y del amor, del cante con el cuerpo que flama en la alegría de vivir y resistir. Una posición diametralmente opuesta a la práctica de los sufridores, que decía Correa. Vindicamos aquí una lógica contraria a los odiadores profesionales porque es tiempo de aprender a construir espacios de comunicación con confianza, y no tóxicos, o seremos presos de los disparates de twitter, rehenes de los bots de quienes tienen robots y esclavos para servirles, y nos proyectan como único horizonte posible de vida el tecnofeudalismo. Y no es una boutade. Como ilustra Andrew Marantz en “Antisocial” (Capital Swing, 2021), los Proud Boys, Qunon y antes el Tea Party tienen su origen en la llamada nueva derecha cowboy de Ronald Reagan, auténtico pionero de la deriva con la que se pregona el libertarismo reaccionario de dirigentes como Milei en Argentina, a partir de lecturas autonomistas y una visión contraria al Estado, una suerte de discurso prepolítico que hoy se justifica con la infoxicación o el ruido en redes como la mejor expresión de la Primera Enmienda, como el derecho a decir cualquier barbaridad, IDA mediante, en la vomitiva diarrea del ocio convertido en neg/ocio. Se confunde así libertad de expresión con incontinencia verbal de las psuedoimpresiones. Esta dinámica ha terminado contagiando a la militancia de izquierda, inconsciente que tras la pandemia la vuelta a la normalidad se ha traducido en la dilución del espacio público, el repliegue sobre lo privado o doméstico, no como patología sino como síntoma de disciplinamiento del capital, como un proceso de restauración conservadora que, en nuestro caso, con los Florentinos y Ana Rosas de turno, pretende imponer un modelo de país de palmeros. En esa dialéctica nos hallamos, y en este marco nos quieren encuadrar en la medida que, de este modo, se garantiza el statu quo, el capitalismo de plataformas que concentra el poder económico, político y militar.

En el tecnofeudalismo, el medievo digital es un orden del enclaustramiento, de los riders y el esclavismo de las pantallas, la distopía del cocooming, los cosmopolitas con collar y no de cuello blanco precisamente, sino de animales domésticos sin compañía, entretenidos con las redes, las revistas de decoración interior y, en pleno siglo XXI, con el juego de roles propia de la generación otaku y sus derivas hikikomori, encerrados en la fantasía de un universo virtual que es el propio cuarto doméstico. La economía austericida exige, bien lo sabemos, que la fuerza de trabajo permanezca inmóvil, silente, impávida e ilota, siempre bajo supervisión, monitorizada por los dueños de todo capital. La doctrina del shock es sobre todo eso: aislamiento psicológico y social. La primera víctima, la confianza, la negación del principio esperanza, la crisis en fin de la democracia, pues prima el lavado de mente sobre el que Pasolini y Godard ya pensaron a propósito del colapso cultural que vivimos. El trumpismo, en este escenario político que nos domina, es el feudalismo capitalista, el neofascismo de contención que programa las víctimas a sacrificar del próximo asalto criminal de la acumulación por desposesión. En este campo, la política espectacular es la retórica del miedo por otros medios. Y los GAFAM el canal de escenificación o ecosistema natural de intervención a modo de guardabarreras de todo dominio público, convertidos en porteros de la desinformación. Por ello, si el alisamiento del conflicto es, en palabras de Byun-Chul Han, una suerte de anestesia permanente, ha llegado el momento de ocupar la calle, construir puentes, superar los miedos, luchar contra los especuladores de la vida y los traficantes de la moral. Más aún cuando sabemos que el ascenso del fascismo es consecuencia del imperio del terror y la reclusión en el hogar. Empecemos pues a dejar de ser teledirigidos, volviendo a las tabernas, ocupando las calles, tejiendo y cantando en los patios y plazas desde la fraternidad perdida, aprendiendo de la sororidad, y también del silencio. Sumar y transformar un país no se consigue con mucho ruido y pocas nueces. Aprendamos de la sabiduría popular. Sin ira, libertad. En otras palabras, hemos de apostar por la autonomía política, los derechos sociales, las libertades públicas y un proyecto federal, unitario, popular y referente para el conjunto de los actores políticos del Estado. Y ello no es posible, en modo alguno, sin una estrategia y política general de comunicación.

Elogio de la lentitud

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Trumpismo rima con aceleracionismo, no solo con autoritarismo filofascista. Por ello conviene pensar los tiempos de la política y la mediación social en la era de la Inteligencia Artificial. En el Seminario Internacional de Derechos Humanos de la Universidad Pablo Olavide, al tratar el reto de la relación entre justicia, política y mediación social desde la filosofía de la praxis, señalábamos el pasado mes de enero que ampliar los derechos de ciudadanía exige hoy reinventar la lógica de la norma desde la filosofía de la liberación cuestionando, en primer lugar, las temporalidades que la cuarta revolución industrial nos impone a fuerza de desplegar la llamada «destrucción creativa del turbocapitalismo».

Ya lo advirtió Benjamin. Es hora de poner freno a la locomotora de la historia. Los tiempos del progreso imparable nos llevan inexorablemente al horizonte abismal del precipicio del colapso con el pie pisando el pedal del acelerador hasta el fondo, puesta la quinta marcha, para avanzar sin retrovisor por los senderos trillados del retorno del despojo.

La sensación de liviandad, rapidez y visibilidad de la dialéctica informativa termina, como resultado, agudizando las patologías culturales de una comunicación que desperdicia la experiencia y mediatiza el sentido común, más aún en tiempos de lawfare.

La experiencia, esa categoría fundamental para cultivar el saber, para alimentar los sentipensamientos, colonizando las culturas populares está siendo menoscabada, suprimida como un desperdicio prescindible en la cápsula del efecto burbuja.

En tiempos del poshumanismo, del giro emocional y lingüístico, en la era ciber de un mundo hipervigilado por los señores del aire, es hora, pues, de vindicar, en la guerra cultural, derechos digitales para todos y reinstituir lo común, que es tanto como articular la acción instituyente frente al poder tecnofeudal destituyente de Trump y sus secuaces.

Frente a la lógica de terra nullius, el derecho a luchar por tener derechos solo será posible repensando la economía moral de la atención desde lo común, confrontar la postpolitica desde la justicia social, desde el antagonismo contra el imperio de la fuerza de la lex mercatoria, recuperando, en fin, los espacios de socialización.

Esto es, ralentizando los tiempos de consumo por las comunidades reflexivas a partir de una pedagogía de la esperanza, de una ecología política de la comunicación que tenga memoria, conocimiento, saberes y espacios de dialogo y puesta en común.

Si los dispositivos reticulares del comando del capital nos separa y aísla e impone cámaras de eco, parece evidente que ha llegado la hora de afirmar la cultura subalterna de las emergencias reales y concretas del mambito de lo local y sus biorritmos contrarios a la dieta digital de los dispositivos de dominio a lo Instagram.

Desconectar del capitalismo de plataformas y las redes privativas y abrir las puertas y ventanas de la vida y la cultura tabernaria puede ser un primer paso. Podríamos empezar por recuperar una tradición tan andaluza como la tertulia a la fresca en el patio, hablar por hablar, recuperando formas primarias de comunicación no instrumentales ni colonizadas; aprender de Séneca y nuestro gusto por platicar el derecho al cuidado común no mediatizado.

Como recordara Anguita en conversación con Alberti, hay que aprender a perder el tiempo y, como es lógico, educar también a los profesionales de la información a rechazar el scoop y desacelerar sus lógicas productivas si no quieren ser reemplazados por bots y la IA.

En contra de la razón corporativa de los Musk de turno, cultivemos el tiempo para pensar y aprender, para gozar y ser reflexivos, para cuidarse y cuidarnos, para mediar y sentir. Ahora que aprendimos que folgar, follar y hacer huelga tienen más que ver con el derecho a la pereza de Paul Lafargue que con ese productivismo a lo Stajanov que ha prevalecido habitualmente en la izquierda, prestemos atención a la intromisión en los mundos de vida y nuestros cronotopos de los señores de la guerra, que nos han comprado con las máquinas de soñar una experiencia vicaria falsificada e insostenible –de facto inhabitable–, para dominarnos hasta el fin del mundo, como los personajes del film del mismo título de Wim Wenders.

Dicho esto, toca militar, primero en el PGB, y desde hoy mismo en la cultura enlentecida de la vida buena, del buen vivir, si no queremos que nos roben la vida y la esperanza. Lo primero, al menos generacionalmente, para los que nos educamos en el universo Makoki, El Jueves o Víbora, es una conminación a la cultura subalterna de lo tabernario, de la mayoría y el frente común de la multitud adscrita por activa o pasiva al Partido de la Gente del Bar en el que nos reconocemos, conversamos, conspiramos y hacemos posible el principio de fraternidad. No es poca cosa. ¿Se suman?

Sea por Andalucía libre

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Andalucía no es un cliché. No es la postal exótica de bandoleros, flamenco y sol que los viajeros románticos del siglo XIX pintaron para el imaginario europeo, ni el patio trasero folclorizado que los medios de comunicación, propios y ajenos, han perpetuado hasta hoy. Andalucía es diversa, compleja y rica, un mosaico de culturas y luchas que se resiste a ser reducido a una caricatura.

Sin embargo, esa imagen simplista, cargada de orientalismo y colonialismo, ha sido la herramienta con la que el poder dominante nos ha condenado a la subalternidad, a ser la otra identidad premoderna, irracional y pintoresca de una España centralista. Frente a esto, es hora de alzar la voz y construir una narrativa propia, una patria andaluza que recupere su dignidad y proyecte un futuro desde el sur.

El discurso que nos ha definido no es inocente. La representación de Andalucía como un lugar exótico y atrasado ha servido para invisibilizar nuestra realidad material y nuestras luchas. Este folclorismo no es un accidente: es una estrategia de dominación que nos despoja de agenda política y nos relega a la periferia del proyecto estatal. Mientras la oligarquía económica y las burguesías catalana y vasca han tejido sus propios relatos de modernidad y progreso, Andalucía ha sido convertida en un objeto de consumo turístico, un decorado deslocalizado al servicio del capital.

Este ser colonial no solo nos margina, sino que nos silencia. Incluso en el seno de la izquierda estatal, la voz andaluza ha sido despreciada, relegada a un segundo plano por una élite intelectual que mira más hacia el norte que hacia las necesidades de los campesinos, los barrios obreros y las comunidades rurales de nuestra tierra. La islamofobia, el desprecio a las culturas subalternas y el rentismo cultural han sido las herramientas con las que se ha impuesto un modelo que nos niega como sujeto histórico. Frente a esto, urge una ruptura: es tiempo de imaginar un nuevo papel para Andalucía, una razón de ser que nos devuelva la iniciativa.

Un proyecto desde abajo

La izquierda andaluza tiene una historia de resistencia y conquistas que no podemos ignorar. Como andaluces hemos demostrado capacidad para defender los intereses de las clases trabajadoras, no solo en nuestra tierra, sino como faro para España y más allá. Pero ese capital político no basta por sí solo. El ciclo del 15M, con su pragmatismo pospolítico y su deriva institucional, nos ha dejado lecciones amargas: sin un proyecto estratégico, sin raíces en la base social, cualquier intento de transformación se diluye en la irrelevancia.

Por eso proponemos un Frente Amplio Andaluz, un espacio que trascienda las siglas y las lógicas partidistas para articular un bloque histórico de progreso. Este proyecto no puede ser una mera coalición electoral ni un acuerdo por arriba. Debe ser un movimiento político y social, tejido desde abajo, que combine la tradición emancipadora del andalucismo de izquierdas, el movimiento obrero y los nuevos movimientos sociales. Un espacio que apueste por la democracia radical como medio y como fin, porque solo desde la participación real de las comunidades podremos transformar las condiciones de vida en Andalucía.

Decimos que nuestro norte es el sur (Andalucía) porque asumimos la emergencia del pueblo andaluz como sujeto histórico con plenos derechos. Esto implica un andalucismo político de vanguardia y de izquierdas que participe con voz propia en la construcción de un nuevo proyecto de Estado. No se trata de aislarnos, sino de articular alianzas con el Estado español plurinacional, lo rural y lo abandonado, impulsando una descentralización que rompa con los desequilibrios territoriales heredados del modelo decimonónico del Estado.

Para lograrlo, necesitamos un espacio político andaluz que sume y multiplique, que sea transversal, pero firme en sus principios. Una garantía de ese enraizamiento es incluir en nuestras listas a militantes de diferentes sectores y territorios capaces de llevar la voz de Andalucía al Congreso. Pero esto no basta: la organización debe abrirse a la decisión colectiva, con procesos participativos que devuelvan el poder a la gente común. El buen vivir no se construye desde estructuras jerárquicas ni solo desde la suma de aparatos partidistas, sino desde la movilización social y la esperanza colectiva.

En un mundo donde el discurso del odio se extiende como un virus —de Estados Unidos a la Unión Europea, del norte al sur global—, la izquierda andaluza debe apostar por lo contrario: por tejer vínculos, por coser con el lenguaje de la solidaridad y por cantar auroras que iluminen un horizonte de justicia. No se trata de competir con la derecha extrema en su terreno de la sinrazón, sino de construir espacios de confianza y resistencia creativa. Como decía el presidente Correa, no somos sufridores: somos luchadores que claman en la alegría de vivir.

Esta apuesta es urgente porque, como bien sabemos, el dato no siempre vence al relato. En una sociedad donde los cuentos pesan más que las cuentas, la propaganda de la ultraderecha ha encontrado terreno fértil en una cultura nacional históricamente polarizada. Pero el estado español no es una excepción: el odio es el ariete del capital financiero y las big tech, un exterminio restaurador que debemos enfrentar con un proyecto popular y unitario.

Una izquierda enraizada

Andalucía sigue atrapada entre la pobreza, la desigualdad y la concentración de la tierra, herencias de una oligarquía caciquil que aún pervive. Pero también atesora una riqueza cultural y una capacidad creativa que, aunque elitista y marginal, puede ser el germen de una transformación. Falta, sin embargo, una industria cultural propia, canales que hagan fluir nuestras voces sin depender de los centros de poder del norte o la meseta. Un Frente Amplio Andaluz debe capitalizar esa energía, convirtiéndose en algo más que una suma de partidos: en un movimiento-plataforma que organice al pueblo y dé protagonismo a la cultura popular.

El primer Adelante y el ciclo que inaugura de confluencias de la izquierda andaluza marcaron un camino: un proyecto estratégico desde Andalucía, Con una mirada lejos del eurocentrismo que rechace la posición tradicional subalterna de Andalucía. Inspirados por Gramsci y su análisis de la “cuestión meridional”, debemos asumir un rol de liderazgo en la izquierda, tejiendo una confederación de pueblos mediterráneos que desafíe la deriva centralista y otanista de la Unión Europea. Pero esto exige innovación: un modelo híbrido de organización que integre partidos, ciudadanía y movimientos sociales, rompiendo con las lógicas elitistas y oportunistas que han lastrado a la izquierda en el pasado.

No hay atajos. Construir un Frente Amplio Andaluz requiere tiempo, paciencia y una autocrítica honesta. No basta con repetir fórmulas del pasado ni con aferrarnos a las instituciones como único campo de batalla. La transformación vendrá de la base, de la escucha activa, de la movilización que convierta el descontento en fuerza colectiva. Las elecciones son importantes, pero el horizonte debe ser más amplio: un proyecto de país para 2030-2040, tejido con el fuego lento de las pasiones alegres y la sabiduría de nuestras culturas populares.

Es hora de caminar. De multiplicar la diversidad sin dividir la izquierda. De articular un frente que no solo resista el austericidio neoliberal, sino que transforme la vida y cambie la historia desde Andalucía. Porque, como dice el pueblo, paso corto y vista larga: el futuro no se regala, se conquista.

Soberanía digital y Europa social

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Que la administración Trump y los movimientos del oligopolio de las grandes plataformas tecnológicas son una amenaza a la democracia y al proyecto de integración de la Unión Europea es, prácticamente, compartido por el conjunto de la ciudadanía y las fuerzas políticas de progreso. No es tan extendido, sin embargo, la naturaleza o diagnóstico de las amenazas que vislumbramos en el horizonte a corto y medio plazo y menos aún se observa la definición de alternativas democráticas que contravengan el proceso en curso de restauración autoritaria de la hegemonía imperial de Estados Unidos.

Somos conscientes que en la vida, como en la política, siempre hay opciones y posibilidades por explorar. El arte de lo posible implica definir agendas para la acción distintas a las establecidas a priori.

Se da la circunstancia que en materia de transformación digital se ha instalado en la sociedad un discurso naturalizado de Silicon Valley que ha permeado la práctica política de dirigentes y fuerzas políticas imposibilitando una agenda propia de definición del futuro de la era de la Inteligencia Artificial. Y en este marco la UE no es que corra peligro de perder s razón de ser del modelo social de Estado de Bienestar que alentó el proyecto de integración comunitaria, es que, antes bien, está en juego su propio futuro y subsistencia.

Bien es cierto que desde la Comisión se han avanzado iniciativas como la primera regulación internacional de la IAAT, la Carta de Derechos Digitales de 2021 o la reciente creación del Observatorio de Derechos Digitales para hacer efectivo la Europa de los Ciudadanos en la galaxia Internet. Pero estas medidas llegan tarde y son insuficientes ante el dominio absoluto de las grandes plataformas tecnológicas como ‘X’ (ex Twitter), ‘Meta’ (Facebook, Instagram, WhatsApp…) Alphabet (que incluye a Google como su principal subsidiaria), nombradas en su día como GAFAM, que hoy han decidido convertir la norma de terra nullius, la ventaja tecnológica y su posición cuasi monopólica en la regla del Estado de excepción a nivel internacional, vulnerando todos los derechos y garantías constitucionales a escala global.

El alineamiento con el gobierno de Trump ya se ha traducido en medidas concretas como la remoción de mecanismos de moderación de contenidos que hasta ahora lograban filtrar -aunque de un modo acotado- diversos modos de desinformación (fake news, deep fakes), discursos de odio, instigación a la violencia, controles sobre contenidos relativos a infancias etc., y una agresiva política de injerencia que nos recuerda que estas compañías, las big tech, nacen, se incuban, y despliegan su poderío como un vector estratégico del imperialismo estadounidense definido en el programa originario de la Sociedad de la Información de Al Gore, bajo tutela de los dos bastiones que sostienen el dominio político y económico de la potencia en decadencia: nos referimos al Pentágono y al muro de Wall Street.

No es comprensible el proyecto tecnofeudalista que abandera Musk con el trumpismo sin este análisis de la estructura de comando de la telemática ya diagnosticado por la economía política de la comunicación y estudiosos como Herbert I. Schiller. Ni tampoco es posible diseñar alternativas de futuro si se renuncia a la autonomía estratégica y se trata de definir una política de ciberseguridad, como en el Congreso de los Diputados en España, de la mano de Google y las corporaciones del complejo industrial-militar estadounidense.

Asumir el designio de los amos de la información y el capitalismo de plataformas bajo tutela de EE.UU. o la OTAN es, en definitiva, renunciar a la Europa social y de derecho y, al tiempo, convertir la UE en una colonia dependiente tecnológica, económica y militarmente de una potencia que no demuestra ser aliado cuando despliega una guerra comercial con los aranceles, sino especialmente cuando desde el propio nacimiento de la comunidad económica europea ha mantenido el espionaje, control y tutela de las redes de información y conocimiento, tal y como quedara constancia en el informe del Parlamento Europeo sobre la red ECHELON. Ahora se constata con la abierta injerencia en las elecciones de Alemania como ya se hiciera con el Brexit y los resultados por todos conocidos.

La UE, colonia tecnológica

La modificación de los procesos de intermediación y el control del algoritmo abundan no solo en la falta de transparencia de estos operadores políticos, sino que reafirman la estrategia de desinformación de las fuerzas de control global del Capitolio con el fin de restaurar su posición hegemónica ante China y su superioridad comprobada en ciencia y tecnología.

Las declaraciones recientes del Vicepresidente Vance respecto a la gobernanza de la Inteligencia Artificial, y no olvidemos de Internet, bajo control de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) son lo suficientemente esclarecedoras como para definir en Bruselas otra hoja de ruta a la seguida hasta ahora, marcada, nunca mejor dicho, por el seguimiento de las directrices del lobby de los GAFAM.

La necesidad de transparentar los procesos de información social, blindar el avance de plataformas globales que disputan el control al Estado y resguardar los derechos ciudadanos requiere de políticas activas por parte de la UE y nuestro gobierno. No solo declaraciones alertando de la tecnocasta. La reducción de los riesgos para la ciudadanía en términos de manipulación de la información, visibilizando, censurando u ocultando contenidos como el genocidio de Gaza del sionismo, forma parte de un nuevo orden informacional y una geopolítica imperialista que busca ser impuesto para controlar los comportamientos y direccionar de la voluntad política de la ciudadanía para hacer posible ya no la acumulación por desposesión, como analiza David Harvey, sino el régimen de excepción de la acumulación por despojo criminalizando la pobreza y extendiendo la guerra, cultural y efectiva, por todos los medios imaginables.

Ya en su célebre libro Mil Mesetas, Deleuze y Guattari, definían de modo precursor al accionar de las fuerzas exteriores al estado como Máquinas de Guerra. En el presente, la máquina informacional, con el despliegue de sistemas de machine learning e IA se ha sofisticado y vuelto inmanejable en algunos sentidos. Cabe preguntarse cuál es el espacio de acción que tienen los Estados Nacionales y la UE para desarrollar políticas de cuidado y acciones soberanas, qué medidas conviene adoptar en defensa del proyecto común de la Europa social y de derechos.

El dominio de las Big Tech sobre la información, la comunicación y la logística plantea serios problemas sobre el cumplimiento de las leyes de competencia y antimonopolio de la propia UE, pero no se han adoptado medidas, salvo algunas penalizaciones económicas irrelevantes a efectos de la estructura de control. A pesar de los intentos regulatorios, como las investigaciones antimonopolio en varios países, las estrategias de estas compañías para absorber a pequeñas startups, manipular algoritmos o generar redes de dependencia siguen siendo una práctica común sin que Bruselas haya acometido una estrategia consistente, aliándose por ejemplo con el proyecto de 5G chino.

Esto ha terminado limitando la economía europea, poniendo en riesgo la innovación y la diversidad empresarial, y sobre todo otorgando un control exclusivo sobre el mercado a compañías como Amazon, sin oposición ni estrategias de cooperación para hacer frente a los retos de futuro de la economía del conocimiento.

La confrontación geopolítica que hemos iniciado desde que Donald Trump irrumpiera en la escena política internacional es un paso más en esta escalada de subordinación y colonialismo tecnológico de Europa. La asunción del enfoque estadounidense sobre la ciberseguridad, la infraestructura 5G y la privacidad de los datos pliega el proyecto de la UE al fortalecimiento de la industria nacional estadounidense y la expansión de la OTAN, consolidando la tecnología ajena como un pilar esencial en la redefinición de las relaciones internacionales desde la subalternidad y la pérdida de total autonomía, y ello a pesar de las supuestas lecciones aprendidas durante la pandemia donde por vez primera escuchamos hablar de soberanía digital y un aggiornamiento keynesiano como salida a la crisis del colapso económico o de capítulos conocidos como el Brexit o en otras latitudes la campaña destituyente del gobierno de Dilma Rousseff o el golpe de Estado contra Evo Morales.

Infracciones de las plataformas digitales

Bien es cierto que la UE dispone de diversos dispositivos normativos diseñados con el fin de garantizar la implementación de mecanismos adecuados para supervisar posibles infracciones legales de las plataformas digitales dominantes en el mercado e intervenir en consecuencia. Aunque los recientes cambios y medidas adoptados por ‘Meta’ y ‘X’ puedan ser compatibles con la legislación estadounidense, su aplicación en la UE debería ser descartada, dado que las normativas existentes sobre la eliminación de contenido que infrinja la legislación, como los discursos de odio o el contenido destinado a alterar procesos electorales, lo prohíben explícitamente.

Pero, aunque desde Bruselas se reconoce la necesidad de regular el comportamiento de las grandes plataformas digitales, la Comisión enfrenta a día de hoy serias dificultades en la aplicación de la legislación vigente. En particular, la Ley de Servicios Digitales (DSA). La creciente complejidad de la regulación tecnológica, junto a la adopción del marco jurídico angloamericano del derecho de telecomunicaciones y las obligaciones suscritas desde la matriz neoliberal de la OMC, perfilan un escenario difícil de acometer en términos de voluntad y acción política democrática.

En otras palabras, las grandes empresas tecnológicas de Silicon Valley han pisado el acelerador asumiendo explícitamente el rol de actor global soberano en la reconfiguración del orden mundial de manera significativa, sin que desde Europa se responda en justa medida al reto que ello supone.

La transición digital y el control de la información, en este contexto, no solo representan un desafío tecnológico, sino también un reto político, social y ambiental de gran magnitud que evidencia que la Europa social y la propia transición ecológica en el marco de la Carta Social Europea serán letra muerta si no se actúa de inmediato.

La respuesta a esta dinámica imperialista pasa por una mayor regulación, la defensa de la privacidad y la soberanía digital, y la promoción de un espacio digital que sea verdaderamente público y democrático. La vigilancia y la crítica de estas dinámicas son esenciales para salvaguardar la democracia en el siglo XXI y exigen de organismos internacionales como la UNESCO una apuesta decidida por recuperar el espíritu McBride para hacer posible un solo mundo y voces múltiples, para un nuevo orden de la información y la comunicación (NOMIC) donde la tecnología, la red y el conocimiento de la IA sean patrimonio común de la humanidad.

Un primer paso en esta dirección es que la UE asuma un rol de defensa de los derechos a la comunicación democrática y que gobiernos progresistas como el de España contribuyan decididamente a definir una agenda distinta en Bruselas para la propia pervivencia del proyecto comunitario. Es hora de liderar en el seno de la UE una política de soberanía digital frente a las injerencias y el intervencionismo de grandes compañías en la opinión pública de los estados miembros. Frente a la política de la guerra y la tierra de nadie (terra nullius) de los GAFAM debemos impulsar cambios normativos de calado, estructurales, para exigir las obligaciones tributarias, legales y de protección de la libertad de expresión y las libertades públicas de dichas plataformas, en particular civil y hacer transparentes sus criterios de moderación de contenidos, tanto en procesos electorales, como en el debate público, con las consiguientes medidas de suspensión y sanción civil y penal en el caso de reiterados incumplimientos, como viene siendo habitual.

Promover nuevas plataformas digitales

En esta línea, es necesario revisar los acuerdos comerciales y reguladores con las grandes tecnológicas para asegurar que los intereses nacionales, democráticos y ecológicos estén protegidos frente a la creciente concentración de poder económico y político en manos de estas corporaciones. Pero también lo que la imaginación comunicológica de los tecnócratas de la Comisión no imaginan, hay que promover desde ya en nuestro espacio plataformas digitales de dominio público, así como políticas de software libre en la Administración Pública del Estado, para evitar la dependencia tecnológica.

Liderar una política de ciencia y tecnología nacional y europea en materia de IA, cambio tecnológico y cultura digital a medio y largo plazo con un plan plurianual es algo más que replicar dispositivos foráneos e importar conocimiento ajeno. Esto que el ensayista francés Sadin denomina la siliconización de la economía europea ha sido la pauta constante de la Comisión hasta la fecha. Ahora que el Congreso tiene que debatir el proyecto de Ley de Autonomía Estratégica e Industria es el momento de empezar a construir un sendero distinto desde el Sur de Europa introduciendo un capítulo específico para la promoción de medios digitales propios y tecnología soberana, si queremos hacer posible el intercambio y comunicación de nuestro sistema político y económico sin la dependencia tecnológica actual de Silicon Valley.