La Economía Política de la Comunicación es una corriente de pensamiento —central para comprender el desarrollo de los estudios de comunicación— cuyo compromiso ineludible consiste en abordar el amplio campo de la producción simbólica que determina las actuales formas de vida colectiva desde una visión materialista de la teoría de la mediación.
Economía Política de la Comunicación. Teoría y Metodología ofrece herramientas conceptuales que permiten sistematizar las categorías básicas, los conceptos originarios actualizados al tiempo presente, así como las metodologías que esta corriente aplica en aras de una crítica de la mediación social y de la comunicación como dominio.
Así, de la mano de algunos de los principales investigadores reunidos en torno a la Ulepicc (la Unión Latina de Economía Política de la Información, la Comunicación y la Cultura), este libro tiene por objeto dar cuenta del estado del arte y del pensamiento más avanzado en la materia a fin de formular una crítica teórica bien fundamentada y cubrir una importante laguna bibliográfica sobre metodologías de análisis de la realidad comunicativa circundante.
Autor: Albert
RTVA: de la nuestra a la inmensa minoría
En tiempos de pandemia neoliberal, la primera víctima no es la verdad sino el dominio público y, en particular, los medios del servicio público audiovisual. De Mario Monti y el berlusconismo a la campaña del falso dilema entre un quirófano o la televisión pagada con nuestros impuestos, hemos venido asistiendo a una intensa escalada de cercamiento de los medios de titularidad del Estado que, entre Bruselas y Madrid, no ha cesado, incluso puede decirse que se intensifica con especial virulencia en nuestro país.
Así, la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso no solo se ha tomado la licencia de atacar a TeleMadrid sino que hace tabula rasa de la doctrina del servicio público audiovisual y pone al frente del ente autonómico a un experto liquidacionista, José Antonio Sánchez, más dado a cumplir la función vicaria de correa de transmisión de los intereses del PP que a respetar la norma y el estatuto que le obliga. Mientras cae en picado la audiencia del canal autonómico, se instala en el discurso público que las radiotelevisiones de la FORTA son un lujo asiático innecesario aunque, como demuestran estudios comparados, el coste de los medios públicos en España es de los más bajos de la Unión Europea y que, como sucede con el sistema sociosanitario o la educación, pese a la baja inversión y gasto público tenemos prestaciones de calidad, alta rentabilidad social y elevada eficiencia económica, minucias para la culta y preparada comunity manager de la lideresa.
Hace meses en la Plataforma en Defensa de la RTVA advertíamos sobre este discurso falsario en contra del espacio público y anticipábamos que la derecha en España nunca creyó, ni en tiempos del falangista Suárez, en la función motriz del servicio público audiovisual. Los antecedentes de Canal 9 en Valencia y de TeleMadrid marcan una hoja de ruta que hoy podemos observar con Canal Sur que ha dejado de ser, como rezaba la campaña de la Junta, la nuestra para convertirse en un medio marginal de la inmensa minoría. El deterioro económico y moral de la RTVA es notorio y no sorprende cuando dirigentes de la Junta hacen apología del cosmopaletismo. Caso del Consejero de Universidades, Rogelio Velasco, que en el propio aniversario de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla afirmó -debe haber sido compañero de estudios de Juan Luis Cebrián- que para ser periodista no es precisa la titulación. Mejor seguir el ejemplo de Estados Unidos. Uno se titula en Bioquímica (previo crédito con el Banco de Santander) y ya con tiempo y patrocinio se suma a los colaboradores de García Ferreras como divulgador científico o si tiene la suerte de caer bien al magnate Murdoch puede ser fichado en una de sus compañías repartidas por todo el mundo. De ahí a pensar en el modelo PBS (Public Broadcasting Service, en español Servicio Público de Radiodifusión) como el ideal para los medios públicos en España hay un paso cuando la norma la marca el imperio de la ignorancia supina. No otra cosa observamos por ello en la deriva de la RTVA: degradación de los contenidos, contratación de colaboradores de ideología fascista, que hacen apología en Canal Sur Radio de opiniones machistas, homófobas y racistas, o la creciente externalización de la producción de contenidos. Frente a esta deriva preocupante, el Consejo Profesional ha denunciado la vulneración reiterada de los principios del Estatuto de Redacción sin que los responsables del canal autonómico hayan tomado medidas. Mientras, se incumple sistemáticamente la exigencia de imparcialidad, con la apología del gobierno del PP y Ciudadanos, se contrata a Javier Negre, despedido de El Mundo por inventarse una entrevista y condenado en varias ocasiones por difusión de falsas noticias, o se conecta a diario con el parte-rueda de prensa del Consejero de la Presidencia, Elías Bendodo.
La sistemática dinámica de degradación que vive la RTVA está deteriorando el clima laboral de una plantilla considerablemente reducida en la última década, especialmente en las delegaciones territoriales. En algunos casos, sin montadores ni cámaras ni redactores para cubrir el territorio regional más grande de la UE. Muchos informativos de desconexión local, como Cádiz, se mantienen con sobrecarga de trabajo del personal dando soporte a una parrilla de programación insostenible con la reducción de efectivos por jubilación y las restricciones de la tasa de reposición. De los 1.445 efectivos en 2016, la empresa cuenta ahora con apenas 1.387 y 18 directivos, mientras sigue sin resolverse la temporalidad de más de doscientos trabajadores, aparte de la nutrida plantilla de profesionales adscritos a las productoras que mantienen una amplia franja de la parrilla. Con la inminente jubilación de al menos 30 trabajadores y un 20% de temporalidad parece difícil que la década perdida para la RTVA mejore en un contexto político de estrategia de privatización del gobierno de la Junta de Andalucía, con Vox como ariete contra la nuestra. Desde 2017 las inversiones en Canal Sur brillan por su ausencia. La reducción de su presupuesto a casi la mitad, en un entorno de necesaria modernización y convergencia digital que, entre otros retos, requiere una renovación y rejuvenecimiento de la plantilla, es mucho más que una espada de Damocles. Amenaza con hacer real el sueño dorado de la derecha: la jibarización del sistema público audiovisual en beneficio del duopolio televisivo y de la red de medios afines al IBEX35 mientras el gobierno de Moreno Bonilla propone Andalucía Trade y el señor Osborne, el toro, disfruta del escenario y los beneficios del prime time con la campechanía propia del pensamiento ultramontano que termina por resultar, en un sentido etimológico, obscena, manoseando a Andalucía para hundir a la región en la podredumbre moral, pues en el fondo el gobierno de la derecha quiere una radiotelevisión andaluza minoritaria, ya no la de todos y mucho menos inmensa. Una lección que debiéramos saber ya, vistos los antecedentes.
(*) Doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid
Telepredicadores
En tiempos-encrucijada como estos, la incertidumbre y crisis de confianza son propiciatorios para el pastoreo y sermonear a costa, casi siempre, del bien común. Así, los discípulos de Torquemada proliferan en España y América Latina, con el nacionalcatolicismo del más rancio espíritu castellano y las cruzadas evangélicas de los corruptos diputados brasileños o bolivianos, que, en una suerte de pogromo de los macarras de la moral, forzaron los límites de la democracia para encarcelar a Lula, tratar de liquidar a Evo Morales y, no nos hagamos los pendejos, en el fondo perseguirnos a todos pues, hablamos de un problema global que trasciende el continente americano. Como el lawfare, esta realidad es común y se manifiesta a diario en España. Lean si no el último libro de Juan José Tamayo (La internacional del odio, Icaria Editorial, 2021) que disecciona magistralmente una realidad que da que hablar y que debe hacernos pensar. Quizás por ello, el otro día tuve la tentación (bendito pecado) de ver El reino, una serie sobre el ascenso a la presidencia de la República Argentina de un pastor evangélico, recién estrenada en una plataforma de pago. La obra, dirigida por Marcelo Piñeyro, lejos de resultar una distopía puede ser visionada como una crónica del presente hegemónico en Latinoamérica. El impacto de la misma da cuenta de la anticipación de los creadores de la serie. En la mayoría de los 190 países donde ha sido estrenada ha conquistado altos índices de audiencia y, particularmente, en el país austral los debates, memes, discusiones sobre la trama de la serie siguen generando una reflexión a tomar en cuenta en nuestro país sobre el papel de la justicia, el poder de la iglesia, la irregularidad financiera del poder eclesial o el rol de la política en la construcción de la ciudadanía, de la función de los medios a las operaciones encubiertas de los servicios de inteligencia del Estado que lo mismo nos ocultan por décadas golpes de Estado mediáticos o los consabidos casos de corrupción. Puede pensar el lector que viendo la agenda informativa, deberíamos hablar de otras cosas. Quizás de Afganistán, pero es lo que tiene la licencia de una columna: actuar incluso al borde de la ficcionalización o de la ocurrencia. Claro que habrá quien seguro consiga dar sentido a estas líneas, sin pregón ni oración posible. Al menos si conocen la realidad de Latinoamérica, donde el avance de la política purista de lo peor ha sido más que notoria en las últimas décadas, si bien tiene una génesis más antigua que explica el bloqueo de toda estrategia de mediación en grandes naciones como Brasil. Hablamos, sí, del origen del neoliberalismo.
Hace cinco décadas, la población evangélica constituía el 3% en América Latina, hoy suman el 20% y constituye un actor político de primer orden en subregiones como Centroamérica, Brasil y México. Si leen el Documento de Santa Fe I y II, entenderán geopolíticamente por qué. También cuál es el hilo negro de esta historia en la construcción del reino de Hazte Oír. Tal y como analizamos en La guerra de la información (CIESPAL, Quito, 2016), Reagan y la política de roll-back procuró en todo momento atenuar lo que consideraban una influencia maléfica en la doctrina de la Iglesia, la teología de la liberación. Junto a los nuevos think tanks como Heritage Foundation, los telepredicadores proliferaron en la guerra sucia contra Nicaragua y hoy respaldan a candidatos en Costa Rica o dominan la agenda mediática en Brasil con una amplia red de centros y radios comunitarias. Con Trump, esa hegemonía se tornó absoluta en Estados Unidos. El presidente republicano impuso y normalizó otra vuelta de tuerca, esparciendo por la vasta red de medios de los telepredicadores la mentira y su repetición, a lo Goebbels. Esta vuelta de tuerca puede resultar desternillante, de risa, una mala opereta de un actor de segunda, como lo fue Reagan. Lo grave es que terminará destornillando, como vemos, la democracia americana, haciendo inservible las instituciones de representación en EE.UU. y previsiblemente con la americanización de la comunicación política también en la UE, como ya ha sucedido de hecho en Brasil. Por ser más concisos y concretos, en España, la iglesia tiene más de 60 publicaciones periódicas diocesanas, 256 revistas, 145 canales de radio, la COPE, Radio María, 13 TV, Cadena 100 y una libertad o armisticio fiscal sin parangón en Europa. Y todo ello no precisamente por el carácter emprendedor de la cúpula episcopal. Añadan las redes de radio y televisión local evangélicas, sumen el duopolio televisivo y la ausencia de medios nacionales progresistas y hablemos de guerra cultural, de Vox y de derechos constitucionales. Aquí y ahora. En el terreno yermo de la distopía. Cosas en fin de mi síndrome postvacacional. Debe ser. Así es y así se lo hemos contado.
Una sociedad de palmeros
En la cultura digital proliferan los memes y los memos, estos últimos desapercibidos pero ya les digo que, a fuerza de jartibles, ya ni en inglés se pueden descalificar como hatibles. Hay quien dice, vaya usted a saber, que es como resultado de la cultura de lo like –o lo light, que tanto da–.
Pero, si hablamos de nuestro país, palmeros existen de tiempos inmemoriales, prácticamente desde la corte de «tanto monta, monta tanto» que, al fin y al cabo, de lo que se trata es de montar, o montarse el taco: la reproducción, vaya, en sus diversas modalidades, sea esclavizando a la plebe patria o allende las fronteras, como vindican ahora los bárbaros hijos de la chingada.
No debiera sorprendernos: vivimos un tiempo semejante al de los personajes de Brecht. En La ciudad de Mahagonny, el dramaturgo alemán anticipa el relato del apocalipsis de una generación adaptada a la violencia de la acumulación por desposesión, entre el hedonismo y la pasiva fatalidad de más de lo mismo, característica de la cultura sumisa del like.
Los protagonistas del drama, como los actores de hoy, saben decir qué les gusta pero no oponerse, inmersos como están en el espíritu positivo de su tiempo. La cultura de la hipertrofia de la seducción es, de hecho, la cultura del individualismo posesivo, de la figura del empresario de sí mismo que, en el callejón de los espejos de Valle Inclán, mostraría algo bien distinto, como en la jocosa escena de El Buen Patrón en la que los prohombres hechos a sí mismos quedan en evidencia por sus esposas como lo que son: hijos de papá, herederos de la barbarie y de la expropiación.
Por ello, no deja de ser ridículo escuchar a Arrimadas –y antes a Rivera– decir que ellos son lo que no son: socialdemócratas (bueno, luego liberales, otrora centristas, luego patriotas y, para finalizar, ejecutivos a cuenta, que es de lo que se trata: del taco).
Por eso nunca supimos si el concursante de retórica era de Bernstein o Kautsky. En estos tiempos del like, la banalización extrema de la ocurrencia ocasional prolifera con la escópica lógica de la verborrea del nuevo homo loquens.
Por ello convendría empezar a exigir «menos hablar y más leer». El acto de la lectura tiene el potencial de sugerir, evocar, proyectar frente al potencial proceso de pérdida de la libertad creativa de la palabra suelta que, más que un verso sin rima, es una rima arrítmica sin posibilidad de vida porque no contempla la pausa o el silencio, tan necesarios en la música y en toda república.
Toca, pues, superar el universo Facebook y la cultura del postureo: hemos de trabajar en pro del costureo, de coser los rotos y jirones del neoliberalismo. Precisamos, en fin, menos aplausos y más cacerolada; menos palmeros y más orfebres del arte de la propuesta y el antagonismo, pues nos va la vida en trascender y negar el origen de esta y otras turbulencias, sociosanitarias y financieras.
Al fin y al cabo, sabemos que los palmeros pueden seguir el ritmo de cualquier palo. Y esa es, en suma, la cuestión: saber de qué palo es uno, si es de El Palo o de La Malagueta; si es de La Macarena o de los neohipsters de La Alameda, que siguen soñando que la revolución se hace a golpe de click mientras Facebook, vía WhatsApp, impone reglas restrictivas, un capitalismo salvaje de lo que Joaquín Estefanía califica de «relaciones sádicas», esto es, contratos de adhesión que son de vasallaje, de rendición debida a quien no da rendición de cuentas, inmersos como están los GAFAM en el paraíso fiscal de su reino en la tierra.
Visto lo visto, una cosa queda clara: o nos convertimos en palmeros del abuso (No mands land) o vamos a una política de límites y contrapesos. La democracia deslimitada, sin regulación, es más propia de sistemas feudales, tan nostálgicos ellos de la antigüedad, cuando hablar podía salir tan caro como perder la propia vida, algo semejante a lo que está pasando de forma amable, a golpe de like, en la democracia aclamativa del nuevo espacio virtual de la Plaza de Oriente, con tribunales de orden público añadidos.
Toca, en fin, aprender de este tiempo de silencio como un tiempo de alternativas. Cultivemos el principio «esperanza», como el viejo topo de la historia, calladamente. No vaya a ser que quieran hacer una página web de nosotros.
Jornada Pandemia y Medios de Comunicación
El vecino es Superbarrio
Hace meses publicamos en Mundo Obrero un artículo titulado La Fiambrera Obrera, a propósito de la profusión de la cultura plebeya como estética emergente en el momento de crisis que vivimos, característica de la actual fase terminal del capitalismo. En este contexto de la difusa imagen de lo hortera, series como “El Vecino” ilustran, sintomáticamente, el retorno narrativo al realismo de la precariedad. La historia, filmada por Nacho Vigalondo, con guion de Miguel Esteban y Raúl Navarro, adapta para Netflix el cómic homónimo de Pepo Pérez y Santiago García, la historia de una suerte de Superlópez que vindica la ética del fracaso. La trama, no por sencilla, deja de ser sustanciosa. El protagonista, Quim Gutiérrez, es un tipo común, sin proyecto vital, que termina, por azar del destino, adquiriendo superpoderes, y adopta una nueva identidad, Titán, con la que resolver, desde el anonimato, situaciones comunes en la que se desenvuelve, siendo, y esto es lo novedoso, protagonistas los espacios, actores y relaciones de la vida cotidiana en los suburbios de la desesperanza entre lo cómico y, por supuesto, la ironía, principal mecanismo de resistencia de las clases subalternas. Bien lo sabemos desde el teatro épico de Brecht. El arte de la crítica de la representación consiste en poner de vuelta el mundo al revés a partir del recurso al humor, la vía más corrosiva para dejar en evidencia lo silente u obliterado, la espiral del silencio del disimulo. “Piratas del Caribe” no es un buen ejemplo de este proceso de identificación. Pero sí la literatura, del Quijote y las novelas de caballería al relato oral del bandolerismo en España. La idea aventurera de la banda o fratria contra el poder instituido como colectivismo demócrata por otros medios, al margen de la idea, es la historia cultural de la subalternidad como reclamo del consumo de masas. Hoy, en la era Netflix, El Vecino apunta en esta dirección, a partir de un guión que, en cierta forma, nos muestra la crisis que viven los treintañeros en una cultura posmoderna que acosa permanentemente su derecho a vivir en paz, cercados como están por las casas de apuestas y el subempleo. Narrativa audiovisual de la intemperie, la serie ilustra con humor, y un tanto de forma paródica, la lógica devastadora de un orden en el que el supervillano es el capitalismo, y su carta de navegación del naufragio de jóvenes sin futuro, en el escenario crudo y realista del malestar generacional proyectado entre redes, abuelos solitarios, opositores sin esperanza y bares, contrageografías, en fin, del desarraigo que nos recuerdan Villaverde, San Cristóbal y el extrarradio de grandes capitales como Madrid donde vivir es, sobre todo, y fundamentalmente, sobrevivir. Por ello el verdadero héroe de esta ficción es el vecino común. Como aprendimos en el I Congreso Internacional de Movimientos Sociales, el héroe siempre es Superbarrio, que bajo la máscara y el anonimato trata de luchar contra los desahucios y las injusticias en la gran megalópolis de la Ciudad de México. Una y la misma cosa: la máscara, en fin, como antaño la Mano Negra, nos muestra el orden oprobioso más que ocultar en los tiempos de la comunicación enmascarada. Cosas del mundo al revés y de las emboscadas de las clases populares que han de ocultar sus cartas para que la carta constitucional limpie y dé esplendor, ya que el hombre blanco habla siempre con lengua de serpiente. En fin, vean la serie y me cuentan. En los tiempos de las cuentas y el muro de Wall Street, hemos de contar cuentos para decir algo de verdad. Paradojas de un mundo programado en serie y en serio.
Cultura y comunicación en el postcovid
Osborne, el toro
Dejó escrito Goethe que nadie es más esclavo que aquellos que falsamente creen ser libres. En nuestro país, esta sentencia debiera estar escrita a sangre y fuego en el espacio público. Más que nada porque, parafraseando a Pedro Lemebel, hay que tener miedo torero en una cultura política en la que las embestidas de personajes televisivos como del que nos ocupamos en esta columna son habituales en nuestros hogares. Y, de un tiempo a esta parte, constituye, diríase, la norma oficial y el sentido común en el espacio público.
Desde este punto de vista, Mi casa es la tuya es más que la república independiente de nuestra casa: es el caballo de Troya del neofascismo o el rayo que no cesa de la oligarquía bárbara, propietaria de un país donde, como la Casa de Alba, se reproduce la colonialidad del saber poder del espejo mediático, convirtiendo el país en un erial para el cultivo de la nulidad y la conversión del público en ilotas o esclavos de la nada.
Y es que actores políticos como el chistoso caballero representan, por antonomasia, el antiandalucismo, haciendo honor a su estirpe y origen británico y a su cultura colonizadora. Sí, las genealogías sirven para algo. Por ejemplo, para saber que su familia y abolengo tienen su origen en el proceso de colonización de familias inglesas que, atraídos por el comercio de ultramar con América, se instalaron en Andalucía para exportar los vinos andaluces. Vean la historia de Domecq, Terry o Byass.
Ya es paradójico que el icono del toro resulte ser una añagaza publicitaria de una familia bodeguera británica. Vamos, que nos tienen engañados, como el emérito, con el discurso de ser campechano, o la Duquesa de Alba, proyectada en los medios como cercana y popular mientras amplía su riqueza con la lógica de acumulación por desposesión y las subvenciones de la UE.
No sé ustedes, pero si de divertirse se trata, mejor Ozzy Osbourne, que más que transgresor es un arlequín digno de este tiempo. Nada que ver con el señorito bodeguero dado a voxiferar sentencias más propias de un señor feudal que de un personaje público digno de ser escuchado.
Los millones de audiencia no tienen por qué padecer el sentido común de un discurso destinado a hundir en la miseria a la mayoría y financiado con dinero público en medios como Canal Sur. Pero vivimos en el mundo al revés y en él no impera precisamente la razón.
En términos de Henry Giroux, se ha iniciado el macartismo propio de la cultura zombie, una cruzada que socava la democracia por exigencias del pogromo neoliberal singular del reino de España, el capitalismo de amiguetes, que ríase de Paquito el Chocolatero –perdón, del «Generalísssssimo»–.
El revisionismo histórico, la política del miedo, la normalización de la censura, la masculinización de la esfera pública, el supremacismo WASP (en clave nacionalcatólica para el caso de España) dan cuenta de un frente cultural por pensar, más allá del sistema educativo, considerando el grado de deterioro del espacio público.
Etnicismo, destrucción ecológica, aporofobia, racismo y concentración de la riqueza conforman las líneas de una distopía aterradora, a la par que desternillante, que enmascara la realidad y el precio de la luz (no solo de las eléctricas) en la toma de conciencia de una amenaza real que, esperamos, no alcancemos a confrontar demasiado tarde.
Conviene cuanto antes, como recomendara Gilroy, hacer lo político más pedagógico y lo pedagógico más político, empezando por el espacio catódico o mediático donde tendremos que coger el toro por los cuernos. Pues, como nos ilustrara Alfonso Sastre en una de sus piezas magistrales, más cornadas da el hambre y estos fulleros de moral distraída solo saben embestir.
Así son las cosas y así se las hemos contado, aunque no aparezca en el NODO diario del duopolio televisivo.