Un estudio sobre liderazgo y opinión pública realizado no hace tanto en nuestro país concluía que una mayoría amplia de mujeres por encima de los cuarenta años tiene como arquetipo ideal, en un sentido proyectivo, a Ana Rosa Quintana. El dato, aunque irrelevante, considerando sobre todo los datos de audiencia, no deja de resultar llamativo. Más que nada porque ilustra el estado cultural en el que nos encontramos.
Tomar como referente y admitir en el espacio público una antiperiodista con un discurso normalizador de extrema derecha no sería tolerado en otros países de nuestro entorno europeo. Y aquí es pauta común, entre otras razones porque cumple una función estratégica para los herederos de la cultura del estraperlo y la acumulación feudal de la oligarquía que domina el país.
No viene al caso detallar aquí las razones que me asisten en tal sentencia. Da pereza intelectual ocuparse en nuestra columna de Notas Rojas de un caso semejante. Pero sí conviene advertir que los datos de audiencia van acompañados de la credibilidad y confianza del público, como en el caso del vendedor de seguros, pese a su comprobada tendencia a la falsificación y el sesgo ultraderechista en sus opiniones de andar por casa, todo para gloria de los Florentino Pérez y compañía. Por lo que, dado el espíritu y cultura política del país, puede colegirse que España no alcanzará la madurez democrática, más allá de todo formalismo institucional, hasta que los Matías Prats, los Carlos Herrera y otro tipo de gacetilleros del franquismo sociológico dejen de ser un referente de la ciudadanía. Todo proceso constituyente pasa, en otras palabras, por situar en su debido lugar a actores políticos como Ana Rosa Quintana, viva expresión de la sinrazón como negocio. Y que en los últimos tiempos abona el terreno sobre lo peor del atrabiliario modo de vida en Hispania: de la justificación de la violación y normalización de la manada a la defensa de la propiedad privada con la supuesta oleada de ocupaciones de vivienda que asolan el país, a juzgar por sus espacios reiterativos sobre el tema, pasando por la amenaza quinqui en Barcelona o la defensa de los valores ultramontanos de familia, tradición y propiedad. Una crónica reiterativa de tópicos comunes del mundo al revés que cumple un claro objetivo propagandístico, mantener el orden social disciplinando con la filosofía del cuñadismo a las multitudes que exigen pan, trabajo y libertad. No otra función vicaria tiene la crónica de sucesos.
En ‘La monarquía del miedo’, Marta Naussbaum demuestra cómo este dispositivo de poder, el miedo, es un poderoso recurso de control social. Determina por ejemplo el proceso de deliberación pública, promoviendo el individualismo posesivo y el aislamiento, necesarios para la doctrina del shock. La cultura primaria de las emociones viscerales convierte así el discurso ultramontano voxiferante en animal de compañía sin política ni mediación posible contra toda lógica o principio esperanza, alimentando en todo momento la envidia, pecado capital en España y nuestra cultura latina que encubre impotencia e inseguridad, en la forma del ingenio y el engaño que históricamente han marcado nuestra modernidad barroca. En nuestra cultura, la envidia es fuente destructiva de animadversión que reproduce la mediocridad en la política e incluso en la Universidad, por no hablar del mundo de la empresa. Es la política vengativa de lo peor, de los tristes que alimenta el escaparate de lo público. La envidia, como programa del neoliberalismo, no es el secreto de la competencia sino su negación y conecta el programa de Ama Rosa (digo bien) con Supervivientes y los reality de competencia por un mendrugo de pan.
Dejó escrito Kant que la voluntad de hacer daño solo se puede contrarrestar con cultura y educación. Así que más lectura y menos comentarios improvisados en las redes. Que para eso este país es el primero en enterrar bien, o mal. Recordemos casos como el de Blanco White que tan bien analizara Juan Goytisolo a propósito de El Español y su crítica al orden reinante en esta tierra: clasismo, anquilosamiento administrativo, despotismo cultural, fragmentación territorial y persecución al hereje. Seguimos en lo mismo, en pleno siglo XXI, aunque ahora quien preside el tribunal de la inquisición no se llame Torquemada, sino Ama Rosa Quintana, rima asonante que en la práctica es consonancia con un proyecto de país iletrado. No da ni para escribir un libro por sus propios medios, o una columna, que de todo hay en la viña de los recolectores de la acumulación por desposesión.