Laicismo y cultura pública

Fuente imagen: Europa Press
Medio: Público
Autor: Francisco Sierra Caballero
Fecha publicación: 04/03/2025
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La virulenta respuesta de la Federación de Sindicatos Independientes de la Enseñanza y, en general, de los representantes de la Iglesia y los centros concertados ante la propuesta de SUMAR de implantar progresivamente un modelo de enseñanza pública, laica y de acceso universal abre un debate, tradicionalmente postergado, cuando no marginal en la agenda política, sobre nuestra calidad democrática. Esta debe no solo definir con criterio un modelo educativo que garantice el derecho a la igualdad, sino también plantear la construcción misma del dominio público que distingue una forma de Estado democrática que constitucionalmente afirmó el reconocimiento efectivo de la aconfesionalidad y, en consecuencia, la necesaria promoción de una cultura pública laica y libre para todos. La cuestión es que la separación Iglesia-Estado es, a día de hoy, meramente formal. De facto, la Iglesia Católica ha mantenido prerrogativas de orden fiscal, educativas e incluso políticas contraviniendo el espíritu de la Constitución, que reconoce en su articulado la libertad de conciencia, la libertad ideológica y religiosa, y un principio implícito de neutralidad del Estado en cuestiones confesionales. Los portavoces de la derecha patria suelen, sin embargo, invocar el derecho a la libertad educativa como panoplia justificativa de lo que no es sino el reclamo de mantenimiento de privilegios contrarios a la Constitución, demostrando así cierta cultura constitucionalista fija pero discontinua o, como en tiempos de la contrarreforma laboral de Mariano Rajoy, a fuer de apropiarse de parte de la Constitución, terminan siendo constitucionalistas a tiempo parcial. Pero el artículo 16.3 es claro a este respecto. El Estado debe garantizar la libertad ideológica, religiosa y de culto, sin más limitación que el mantenimiento del orden público. Nada que ver con sufragar con dinero público centros privados mientras en la educación pública y universal el principio de igualdad se ve conculcado por privilegios concedidos a la Iglesia Católica y los centros privados.

Es un hecho que la relación política y cultural de España con la Iglesia Católica ha mantenido la herencia proteccionista del franquismo, regulando por medio de acuerdos con la Santa Sede los privilegios mantenidos desde siempre por el poder eclesiástico. La cultura pública ha estado, como resultado, dominada por el nacionalcatolicismo, limitando la práctica del laicismo y la libertad de conciencia en España como formas marginales cuando debiera ser política de Estado. Prevalece así una suerte de criptoconfesionalismo en nuestro ordenamiento jurídico y en las costumbres que persiste desde la transición de forma autoritaria y discrecional. No es solo una manifestación evidente del dominio del franquismo sociológico hoy emergente en el discurso y la esfera mediática, sino también, y en especial, una forma de mantenimiento de privilegios excluyentes que operan por medio de una financiación pública favorable a los intereses privados, con la presencia y ocupación de espacios institucionales de símbolos religiosos y acuerdos con el Vaticano que no han sido revisados adecuadamente conforme a la naturaleza de un Estado aconfesional. El origen de esta situación, que lleva a actores como los centros concertados a hablar de su derecho a la libertad educativa, está en el trasfondo del proceso de construcción del Estado. En palabras de Gonzalo Puente Ojea, España es un país mal hecho que permitió, en la transición, la influencia continuada de la Iglesia por evitar una ruptura democrática en línea de continuidad con la Constitución de la II República. El espíritu de la transición se tradujo en el mantenimiento de los lazos franquistas con la Iglesia, hoy representada por Vox y PP, en su empeño por transferir fondos públicos a negocios particulares. En un país que aprobó ser aconfesional en su Constitución, la autonomía y los principios de libertad de conciencia están cercados por los privilegios instituidos. Una praxis que se traduce en la proliferación de universidades privadas y centros concertados que incumplen las normas debidas, hospitales de órdenes religiosas contratados por el Estado que deja en manos de la Iglesia prestaciones esenciales para la ciudadanía al tiempo que naturaliza la ocupación y apropiación de ceremonias institucionales en la función pública por la vía de los hechos consumados.

En este marco, nuestro país ha de acometer tres retos estratégicos para normalizar la vida pública, equiparando los principios constitucionales con la política diaria, como es lo común en otros países avanzados de nuestro entorno. Primero, es hora de revertir procesos establecidos de financiación de la Iglesia sin justificación alguna, salvo la tradición y el privilegio mantenido por siglos en España. Si bien es cierto que desde 2007 la Iglesia Católica no recibe financiación directa a través de los Presupuestos Generales del Estado, no es justificable mantener la recaudación vía la declaración de la renta. Hablamos de más de 320 millones de euros que sostienen medios como la COPE, no precisamente respetuosos con el principio de autonomía y la libertad de conciencia por su continua injerencia en los asuntos públicos. Las inmatriculaciones y el mantenimiento del patrimonio cultural terminan por hacer efectiva la lógica con la que operan estos defensores de lo concertado: la patrimonialización, un mal extendido, como criticara Azaña, en nuestro país. La práctica de apropiación privada del dominio público financiado por todos los contribuyentes es la cuestión social que está en el centro de este debate.

Sabemos que la educación pública, universal y laica es la garantía de formación en libertad de las futuras generaciones, el dominio público donde deben aprender no solo a respetar la diversidad religiosa y ejercer la libertad de conciencia, sino también aprender a vivir en democracia. En este sentido, el debate de la financiación de la concertada y el papel de la Iglesia no es un problema de libertad de elección, como afirman los portavoces de la derecha, sino exactamente todo lo contrario, un liberticidio. Pues la libertad de conciencia exige una escuela laica accesible para todos. Sin libertad de conciencia y educación pública, sin separación clara entre lo público y lo privado nuestra libertad está amenazada por los privilegios de quienes se apropian del dinero público para intereses particulares.

La propuesta de SUMAR no es otra cosa que equiparar nuestro sistema de educación con los mejores estándares de países nórdicos como Finlandia. Urge una reforma moderna de la educación donde la libertad de conciencia no sea una promesa constitucional sino un derecho efectivo y el laicismo la garantía de una sociedad justa e inclusiva, garantizando la gestión pública de la educación y la separación efectiva de la Iglesia y los negocios privados, que desde luego tienen derecho a subsistir pero no a costa del erario público. Es tiempo, en fin, de actualizar nuestro presente y ajustar las cuentas con el pasado. Los acuerdos entre Estado e Iglesia, los Concordatos, no son otra cosa que la sanción del privilegio en favor de un sector exclusivo y excluyente de la población. De ahí la airada respuesta de la prensa y portavoces de los intereses privados ante la iniciativa de sentido común de que el dinero público se destine solo a la educación pública. No se confunda libertad de enseñanza, religiosa o no, con liberticidio de los derechos comunes de la mayoría social. Nosotros apostamos por construir sólidamente la casa común de la educación y el dominio público para todos, sin privilegios, con derechos, respetando la Constitución, haciendo efectiva la libertad educativa, la libertad de conciencia, sin beaterías ni subterfugios canovistas de la oligarquía y el caciquismo. Si asumen la idea del Estado social y de derecho, estamos convencidos de que terminarán respaldando estas tesis, como ya lo hicieron, tarde y mal, con otras libertades públicas fundamentales.