Marzo 2018
Nuestro tiempo, bien lo sabemos desde los albores de la sociedad de consumo, teje un espacio dominado por la colonialidad del saber vender. La asunción de este principio no quita que se niegue la centralidad del factor publicitario. En la comunicación, no todo es por la pasta, se nos dice, pero el hecho innegable es que el fetichismo de la mercancía todo lo permea, empezando por nuestros imaginarios. La publicidad es un producto cultural doblemente determinado. Cabe reconocer, por un lado, en ella, una lógica o racionalidad social de orientación marcadamente económica. Y, por otra parte, como experiencia estética, y en tanto que mediación simbólica, la publicidad debe ser considerada un importante factor determinante de socialización y representación
cultural. En síntesis, la función económica de la publicidad se orienta a la difusión de los productos, empresas e instituciones económicas, a fin de favorecer, en el marco de la libre competencia, la orientación y ampliación de la demanda, según las exigencias de reproducción del sistema, garantizando no ya la circulación de los productos, bienes o servicios en el mercado, sino más bien la producción misma, y, por lo tanto, la acumulación de capital, en la justa medida que contribuye a crear, en muchos casos artificialmente, la demanda y de este modo acelerar el proceso de circulación y rotación del capital, que, no olvidemos, se realiza siempre en el acto de consumo como intercambio.
En esta dialéctica de rotación del capital, la reproducción estructural del sistema de clases resulta más que evidente. La diferencia de atributos simbólicos que muestra la publicidad en cada producto tiene por objetivo una jerarquización y organización planificada de los tipos de consumo de las diferentes fracciones de clase. La publicidad cumple así una importante
función de redistribución del gasto público según diferentes tipos de mercancías, que afecta positivamente la demanda agregada, y condiciona los niveles de ahorro en favor del gasto. El profesor González Martín, un referente para una lectura crítica de la publicidad en España, destacaba además como funciones económicas propias de la difusión publicitaria: la regulación de acceso al mercado de determinados productos; la promoción del consumo de las mercancías y la determinación del lanzamiento de nuevos productos. Por ello, concluía, la publicidad, en suma, es un instrumento económico de producción, imprescindible para desarrollar el sector de bienes de consumo. Desde el punto de vista económico, la publicidad es pues una fase del proceso de circulación mercantil dirigida a estimular la realización y venta de bienes y servicios del modo de producción del capital monopolista.
La publicidad, en otras palabras, es la imagen del propio proceso de producción capitalista como forma de comunicación que limita y favorece la programación del mercado, subvencionando la cultura de masas, al organizar las formas de consumo y representación cultural. Por ello mismo, como bien apuntara Mattelart, los portavoces de la industria publicitaria se han revestido de una función de ideólogos en un contexto en el que una de sus principales metas es la redistribución de la hegemonía entre el Estado y la empresa, esto es, entre el Estado y el mercado, y entre el Estadonación y el espacio transnacional. Se produce así una creciente identificación entre políticas de comunicación y publicidad, con la consiguiente deslegitimación del Estado moderno. La libertad de expresión comercial, que entra directamente en contradicción con la libertad de expresión de los ciudadanos, es el argumento esgrimido hoy por ejemplo por las megaempresas publicitarias en su presión a las instituciones públicas para la desreglamentación, consistente en la autorregulación, la autodisciplina (más libertad, menos gobierno, menos Estado y más iniciativa privada) y la reordenación del espacio público en función de los intereses dominantes del reino de la mercancía. Tal lógica se evidencia cuando está en juego el espacio de disputa de la producción de sentido y el poder político, sea en México apoyando la campaña de Peña Nieto, o en la UE cuando se trata de bloquear todo proyecto de regulación y defensa de los bienes comunes y el sistema público de comunicación, tal y como sucediera por ejemplo con la contrarreforma de la Directiva Televisión sin Fronteras. Ahora bien, si tuviéramos que distinguir sobre cualquier actividad una lógica determinante, cabe reconocer que la función nuclear del discurso publicitario es la de producir el nuevo homo consumens. Así las cosas, no parece que solo democratizando el espectro podamos pensar en una comunicación en común, liberada de las ataduras de la dictadura del Capital. Si la primera libertad de expresión, decía Marx, consiste en no ser una industria, bien convendría empezar por repensar la publicidad como publicística y descolonizar nuestro imaginario. Para saber vivir, hay que dejar de venderse y empezar por limitar el tiempo destinado, en la esfera mediática, a la publicidad como negación del propio tiempo libre de vida. Difícil empeño cuando no hay espacio para estas disquisiciones en nuestro orden informativo.