Marzo de 2019
El lenguaje y la lógica social de los mensajes contra la mujer refuerzan, ideológicamente, un modelo basado en la ley de la fuerza.
Qué relación tenemos con nuestros excrementos y residuos, con las excrecencias del excedentario capitalismo del exceso que todo lo desborda e inunda es definitorio de nuestro porvenir y de nuestro presente. No viene al caso aquí hablar de telebasura, pero la cobertura del caso de la Manada o el pasado mes el asesinato de Laura Luelmo ilustran a la perfección la lógica del efecto de victimización de un sistema mediático colaboracionista siempre al servicio del dominio patriarcal. Todo vale para el logro de reproducción de la mediocracia. El paradigma del fetichismo de la mercancía que gobierna esta comunicación sexista es la publicidad: la proyección de nuestros deseos y aspiraciones, la promesa de éxito, la invitación a la aventura, la fabulación de mundos y universos imaginarios. La puesta en escena no es otra que la obscena voluntad de vender un universo simbólico asociado al mundo de los objetos por comprar y consumir. La publicidad explota así corporativamente todos los rituales, mitos y valores que conforman normativamente la estructura sociocultural centralizando los atributos de sociabilidad en el propio objeto de mercadeo. De forma tal que el brillo y lujo del mundo, la espectacularidad de las representaciones publicitarias son solo vacuas formas de seducción que enmascaran las dinámicas reales y concretas de alienación, del mismo modo que la proyección de la barbarie y la ominosa predilección por la casquería noticiosa en los citados casos no tiene por objeto otra función que ser un aviso para inocular el miedo a correr, a caminar y ser libres. En este proceso de mediación, lo esencial es la disolución de lo público en la propia enunciación persuasiva: Homo Homini Lupus. El lenguaje y la lógica social de los mensajes contra la mujer refuerzan así, ideológicamente, un modelo monstruoso basado en la ley de la fuerza. Como señala el profesor Eguizábal, la publicidad, con su proliferación de imágenes, de mensajes contradictorios, de excesos, de informaciones banales que se solapan y anulan, contribuye al proceso de atomización social y competencia basado en la lógica del dominio (de clase y patriarcal). Esta individualización es producto de una subjetividad alienada, pues la diferenciación social que produce genera antes que nada una cultura de la indiferencia, una cultura del pastiche, el eclecticismo y la relatividad cultural, prácticamente absoluta y totalitaria, en el que por cierto no hay causas estructurales, solo circunstancias, desgracias y mala suerte, nunca procesos de dominación física y simbólica institucional.
El discurso mediocrático elimina para ello, entre otras operaciones de mediación cognitiva, la conciencia del tiempo. Abraham Moles destacaba por ejemplo el carácter discontinuo del lenguaje publicitario frente a la lógica secuencial y racionalista del discurso ilustrado. Y no digamos, a juzgar por las elecciones en Andalucía, la propia comunicación política, que tiende –de Cataluña a Madrid, de Sevilla a Bruselas– a perder consistencia y los referentes de anclaje de la experiencia. Como explicara Jesús Ibáñez, «los anuncios señalaban antes, en una dimensión referencial, a los productos: a un objeto real idealizado. Pero la idealización era una ornamentación del objeto real. Ahora la publicidad no habla de los objetos: los objetos hablan de sí mismos (se exhiben), y la publicidad los simula. Los objetos se transforman en símbolos: sim-bolo (de «syn-ballein» = lanzar juntos) es lo que une lo que estaba separado, a los objetos entre sí y al sujeto con los objetos». La pérdida de referencialidad en la mediocracia es, en fin, el proceso por el cual las políticas de representación y los efectos estéticos de integración imaginaria del sujeto con el objeto realizan a la perfección la reproducción de la lógica del valor, y como resultado el dominio de la mujer como objeto de consumo y violencia simbólica. En este contexto, la declaración feminista de la patriarca de la Familia Botín resulta una prueba de este exceso de representación que explica la paradoja de cómo el discurso pro igualdad y de denuncia de la violencia contra las mujeres no deja de resultar en el escaparate mediático una simulación, cuando la industria audiovisual, la mediocracia, excede toda medida y renuncia por sistema a la prudencia sensible en su política de representación, que no es la de la igualdad, ni menos aún la de la emancipación de la mujer sino siempre, y de forma continua, el sexismo como dominación patriarcal. Como diría García Calvo, la propia del universo del Dios Padre Capital.