No entiendo la insistencia de los medios en llamar a Juan Carlos I «el rey emérito» cuando todos saben que siempre ha sido «el rey emirato»; que con quien se entiende la Casa Real es más con sátrapas y dictadores a lo Franco, Videla o Mohammed bin Salmann, príncipe heredero de Arabia Saudita, que con Hugo Chávez, elegido por la voluntad popular, pese a que le duela a esa sombra de periodista que es Jaime Peñafiel, hoy empeñado en azuzar al vástago como si el rey emirato no hubiera hecho lo mismo con su antecesor en el cargo.
En los Borbones siempre ha habido sangre por borbotones, imaginaria y realmente, por su real voluntad, en muchos casos, esto es lo peor, sobre todo de la gente común. Lo que sorprende a estas alturas del relato es que el caso de Peñafiel no es una excepción.
Si bien es cierto que el cerco mediático ya no existe, el emérito tiene todavía un escuadrón de la muerte y hooligans como Herrera en la Cope, que operan como retaguardia de la operación Abu Dabi. Debe ser que ven normal el blanqueo de capitales, el fraude fiscal o las comisiones ilegales o, tal vez, que para estos leales cortesanos, que dicen ser periodistas, tales delitos no son motivo suficiente para procesar a Juan el breve y listillo.
Apelan incluso, a su favor, a los servicios prestados con lealtad al Estado –sí, lo sé, contengan la risa–, inaudito argumento filibustero. Vamos, que debe irse de rositas, aunque sea por razones humanitarias. Curioso adagio, sobre todo porque no deja de sorprendernos el discurso de tapadillo que circula en los medios de referencia dominante, pese a que la lavandería de las cloacas del Estado funciona así desde Paco la culona.
Espero no obstante con expectación la próxima entrega de este folletín opacado por la guerra de Ucrania. Cuento los días para ver si el próximo anuncio por Navidad es el de Antiu Xixona o turrón El Lobo. Probablemente, lo confieso, se imponga este último.
Una cosa es clara en el final de este serial o sainete: el Borbón no se salvará ni por asomo, como su yate, de nombre premonitorio, del mismo modo que tampoco Felipe VI. La operación Abu Dabi ha fracasado ante la opinión pública.
Y ahora queda el ensayo de Leonor, nombre también anticipatorio y con historia en Castilla y Aragón, de corto recorrido se nos antoja, a juzgar por la historia. Eso se espera, eso deseamos todos, aunque desespere el hijo-nieto de Franco y toda la familia real que ha derivado en patéticos influencers de sí mismos, en el mismo grado que el influyente Felipe, el hijo del vaquero, anda despistado dando cornadas al aire.
No han entendido que la gente no come cuentos. Ni precisan leer los papeles no desclasificados sobre el 23F o las operaciones encubiertas de la judicatura. Estos adoradores de lo imposible, que viven por encima de nuestras posibilidades, ya no representan a nadie, y uno empieza a advertir que ni siquiera son capaces, en su alzhéimer inducido, de reconocerse a sí mismos, por más que continúan interpretando su papel de demócratas convencidos, que no convincentes, en una suerte de travestismo político, como Fraga, de ministro fascista a líder de la oposición, o para el caso, en el mundo de la cultura, de implacables censores a Premios Nobel de Literatura, o de convencidos Torquemadas del Top a topos de la democracia en el Consejo General del Poder Judicial.
Esta es, en verdad, la esencia de la doctrina Botín, y se anuncia a diario en los medios. No tienen vergüenza, ni sentido del ridículo, y carecen del mínimo sentido común de la realidad. Viven en las nubes: en Ginebra o en Abu Dabi.