Cultura cani

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Hace unos días leí en El Viejo Topo un artículo de Claudio Zulian sobre la neolengua progresista y las consecuencias para un proyecto emancipador para las mayorías sociales. Y una conclusión que se deriva de la lectura de este valioso aporte es que cabría pensar la evolución del voto en España como uno de los efectos más duraderos del pogromo neoliberal imponiendo en el seno de la izquierda un elitismo cultural a lo hípster que no construye alternativa ni permite un principio básico, en términos de Gramsci, para la configuración de un bloque histórico: la articulación social.

La nueva generación de líderes políticos ha sido imbuida de un culturalismo impostado que tan pronto pasa del autismo más absoluto en la jerga posmoderna de literatura adulterada en forma de simplismos binarios, como de improviso se moviliza para censurar toda forma de expresión que no encaje con los preceptos sagrados o apriorismos sin un ápice de crítica, en menoscabo incluso de libertades públicas fundamentales y de elementos de la cultura emancipadora como el derecho al disenso que dejan en entredicho el sentido común mismo de la filosofía de la praxis.

Así anda cierta izquierda desorientada, denominada woke, cuando en realidad convendría definirla como «funcionalista» y «reaccionaria», aún a riesgo de que a uno le descalifiquen de «rojipardo». Lo cierto, y a los hechos hay que remitirse, es que, con independencia de los clichés repetidos –por falta de análisis y argumento– de los partidos de diseño y la generación chic de la izquierda, el individualismo y la visión oportunista del compromiso es la tónica que domina esta política de la representación, una cultura de lo público que, indefectiblemente, lastra y renuncia a toda alternativa anticapitalista, al asumir el discurso TINA como síndrome performativo de la política mutado en lenguaje o significantes vacíos. Pues el único capital simbólico que sostiene esta concepción política es la del mero consumo.

El efecto placebo de este discurso es obvio y no tiene caso detenernos en ello ahora. Pero sí convendría pensar cuál es la composición social de esta dirigencia política, su extracción de clase y su ideología de papel couché porque nada tiene que ver con la apelación a lo popular, a la cultura subalterna, que apenas tiene espacios mediáticos y públicos en los que proyectarse, salvo a través de manifestaciones marginales, como antaño.

La cultura del exceso, la estética neobarroca de Tangana a Omar Montes proyectan la pulsión plebeya que inaugura la era de lo que mi amiga Maka define como «la disyuntiva de nuestro tiempo» en los barrios: chandalismo o muerte. Sobra decir que venceremos, ya lo demostró Chávez, prionero en esta política de lo real que socializa la estética de la insurgencia y mostró en vida que la cultura cani es bella, que la forma chandalista conecta una ética y una estética de lo común, que para la clase alta siempre resulta disonante.

Pues, en el fondo, la extravagancia es, como dice la palabra, un vagabundeo extra, el dandismo proletario, la moda bucanera, el postín impostado, de andar por casa insoportable para los que viven por encima de nuestras posibilidades.

En México lo llaman «cultura naco» y hoy está de vuelta, con la crisis terminal del capitalismo. El retorno de lo nacional-popular se observa en las formas de vestir y de moverse. Está presente en la inventiva de la vida de la calle, en el caribe andaluz, en los reductos cercados de la vida mancomunada de la periferia del sistema.

Este proceso ha empezado con la música: de Cevas a Batia o Califato 34, pasando por la jotera Carmen París. Lo folk, como forma de enraizamiento local, representa, en esta dirección, un desplazamiento contra el mercantilismo y la colonialidad de la expresión como síntoma del malestar de la cultura en el capitalismo. Corresponde ahora, en un tiempo de zozobra, politizar esta melodía de lo obliterado y silente, de la vida incandescente que no cesa, que grita y late, y que desea caminar por casa, en paz, en chándal o batimanta. Tanto da.

Antihéroes de saldo

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La necesidad de héroes de la vida posmoderna es sintomática de una ausencia que se proyecta en forma de relato ya nada épico, sin complejo de Antígona, solo apenas una buena interpretación y un consumo serializado. El rebelde sin causa contra las autoridades cada día más autoritarias es la norma. De la cultura motín a la conspiración a lo Anonymous, el imaginario colectivo alimenta la pulsión antagonista, de la Revolución Francesa y la Comuna a los hackers del Siglo XXI. Si el secreto es la norma en la sociedad del espectáculo, la industria cultural tiene en este sentido una especial querencia por lo oculto y las sociedades secretas. Cultura masona o no, el imaginario colectivo de la modernidad provee por lo mismo continuamente de antihéroes, como antaño hiciera la literatura. “Piratas del Caribe” es un buen ejemplo de este proceso de identificación. Como el bandolerismo en España. La idea aventurera de la banda o fratria contra el poder instituido como colectivismo demócrata por otros medios, al margen de la idea, es la historia cultural de la subalternidad mediatizada como reclamo del consumo de masas. Esta lógica cultural ha cultivado un ideal romántico de lo perdido en la vida en común. De Curro Jiménez a los jóvenes canis de La Casa de Papel hay un hilo rojo de una historia literaturizada hasta la extenuación que deja en el trasfondo el rechazo a las formas tradicionales de dominio tanto como hoy al fetichismo de la mercancía, a la forma reificada de un mundo inhabitable, salvo infringiendo la ley y el orden. De ahí la activa reapropiación de símbolos y personajes en una contracultura que, más allá de los piratas informáticos y las formas reales y concretas de sabotaje, admite diversas interpretaciones. En Turquía, por ejemplo, el ex alcalde de Ankara ve en “La casa de papel”, todo un fenómeno de audiencia en el país, una crítica acerada contra Erdogan mientras diversos colectivos autónomos despliegan una lectura contemporánea del personaje histórico en “V de Vendetta” de Alan Moore y David Lloyd en una suerte de cultura de la máscara, metáfora del enmascaramiento de las relaciones reales y concretas que ocultan los intereses al uso, tal y como denunciara el Subcomandante Marcos. Y que conecta especialmente con los más jóvenes, una nueva generación, la generación Z, precaria que vive, como los personajes protagonistas, una devastadora inadecuación del yo, una incapacidad biográfica de construcción sufriendo la sensación de ser responsables de su propia tragedia sometidos como están a los dispositivos y máquinas de producción de vidas desechables, de bajo coste, maleables, prescindibles, superviviendo contra corriente. Quizás por ello el éxito de los antihéroes como Hancock. En la última década, coincidiendo con el ciclo de crisis terminal del capitalismo, la proliferación de este tipo de personajes, como el protagonizado por Will Smith, se han multiplicado en la factoría Disney. Nada que objetar al respecto, salvo que el problema es que el imperio Pixar o Disney, las series como Casa de Papel no nos toman en serio. En otras palabras, la narrativa dominante exprime, en el acto de consumo, la voluntad de insubordinación, la pulsión antagonista. Por ello, convendría, en la era Netflix, procurar menos series y hombres serios con guiones obtusos y canciones a lo Bella Ciao para actualizar la lectura de Antígona. Precisamos más cuerpo y Mackinavaja en un tiempo en el que, como ilustra Borgen o Crematorio, la ruindad y el crimen es la norma del sistema social.