Soberanía digital y Europa social

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Que la administración Trump y los movimientos del oligopolio de las grandes plataformas tecnológicas son una amenaza a la democracia y al proyecto de integración de la Unión Europea es, prácticamente, compartido por el conjunto de la ciudadanía y las fuerzas políticas de progreso. No es tan extendido, sin embargo, la naturaleza o diagnóstico de las amenazas que vislumbramos en el horizonte a corto y medio plazo y menos aún se observa la definición de alternativas democráticas que contravengan el proceso en curso de restauración autoritaria de la hegemonía imperial de Estados Unidos.

Somos conscientes que en la vida, como en la política, siempre hay opciones y posibilidades por explorar. El arte de lo posible implica definir agendas para la acción distintas a las establecidas a priori.

Se da la circunstancia que en materia de transformación digital se ha instalado en la sociedad un discurso naturalizado de Silicon Valley que ha permeado la práctica política de dirigentes y fuerzas políticas imposibilitando una agenda propia de definición del futuro de la era de la Inteligencia Artificial. Y en este marco la UE no es que corra peligro de perder s razón de ser del modelo social de Estado de Bienestar que alentó el proyecto de integración comunitaria, es que, antes bien, está en juego su propio futuro y subsistencia.

Bien es cierto que desde la Comisión se han avanzado iniciativas como la primera regulación internacional de la IAAT, la Carta de Derechos Digitales de 2021 o la reciente creación del Observatorio de Derechos Digitales para hacer efectivo la Europa de los Ciudadanos en la galaxia Internet. Pero estas medidas llegan tarde y son insuficientes ante el dominio absoluto de las grandes plataformas tecnológicas como ‘X’ (ex Twitter), ‘Meta’ (Facebook, Instagram, WhatsApp…) Alphabet (que incluye a Google como su principal subsidiaria), nombradas en su día como GAFAM, que hoy han decidido convertir la norma de terra nullius, la ventaja tecnológica y su posición cuasi monopólica en la regla del Estado de excepción a nivel internacional, vulnerando todos los derechos y garantías constitucionales a escala global.

El alineamiento con el gobierno de Trump ya se ha traducido en medidas concretas como la remoción de mecanismos de moderación de contenidos que hasta ahora lograban filtrar -aunque de un modo acotado- diversos modos de desinformación (fake news, deep fakes), discursos de odio, instigación a la violencia, controles sobre contenidos relativos a infancias etc., y una agresiva política de injerencia que nos recuerda que estas compañías, las big tech, nacen, se incuban, y despliegan su poderío como un vector estratégico del imperialismo estadounidense definido en el programa originario de la Sociedad de la Información de Al Gore, bajo tutela de los dos bastiones que sostienen el dominio político y económico de la potencia en decadencia: nos referimos al Pentágono y al muro de Wall Street.

No es comprensible el proyecto tecnofeudalista que abandera Musk con el trumpismo sin este análisis de la estructura de comando de la telemática ya diagnosticado por la economía política de la comunicación y estudiosos como Herbert I. Schiller. Ni tampoco es posible diseñar alternativas de futuro si se renuncia a la autonomía estratégica y se trata de definir una política de ciberseguridad, como en el Congreso de los Diputados en España, de la mano de Google y las corporaciones del complejo industrial-militar estadounidense.

Asumir el designio de los amos de la información y el capitalismo de plataformas bajo tutela de EE.UU. o la OTAN es, en definitiva, renunciar a la Europa social y de derecho y, al tiempo, convertir la UE en una colonia dependiente tecnológica, económica y militarmente de una potencia que no demuestra ser aliado cuando despliega una guerra comercial con los aranceles, sino especialmente cuando desde el propio nacimiento de la comunidad económica europea ha mantenido el espionaje, control y tutela de las redes de información y conocimiento, tal y como quedara constancia en el informe del Parlamento Europeo sobre la red ECHELON. Ahora se constata con la abierta injerencia en las elecciones de Alemania como ya se hiciera con el Brexit y los resultados por todos conocidos.

La UE, colonia tecnológica

La modificación de los procesos de intermediación y el control del algoritmo abundan no solo en la falta de transparencia de estos operadores políticos, sino que reafirman la estrategia de desinformación de las fuerzas de control global del Capitolio con el fin de restaurar su posición hegemónica ante China y su superioridad comprobada en ciencia y tecnología.

Las declaraciones recientes del Vicepresidente Vance respecto a la gobernanza de la Inteligencia Artificial, y no olvidemos de Internet, bajo control de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) son lo suficientemente esclarecedoras como para definir en Bruselas otra hoja de ruta a la seguida hasta ahora, marcada, nunca mejor dicho, por el seguimiento de las directrices del lobby de los GAFAM.

La necesidad de transparentar los procesos de información social, blindar el avance de plataformas globales que disputan el control al Estado y resguardar los derechos ciudadanos requiere de políticas activas por parte de la UE y nuestro gobierno. No solo declaraciones alertando de la tecnocasta. La reducción de los riesgos para la ciudadanía en términos de manipulación de la información, visibilizando, censurando u ocultando contenidos como el genocidio de Gaza del sionismo, forma parte de un nuevo orden informacional y una geopolítica imperialista que busca ser impuesto para controlar los comportamientos y direccionar de la voluntad política de la ciudadanía para hacer posible ya no la acumulación por desposesión, como analiza David Harvey, sino el régimen de excepción de la acumulación por despojo criminalizando la pobreza y extendiendo la guerra, cultural y efectiva, por todos los medios imaginables.

Ya en su célebre libro Mil Mesetas, Deleuze y Guattari, definían de modo precursor al accionar de las fuerzas exteriores al estado como Máquinas de Guerra. En el presente, la máquina informacional, con el despliegue de sistemas de machine learning e IA se ha sofisticado y vuelto inmanejable en algunos sentidos. Cabe preguntarse cuál es el espacio de acción que tienen los Estados Nacionales y la UE para desarrollar políticas de cuidado y acciones soberanas, qué medidas conviene adoptar en defensa del proyecto común de la Europa social y de derechos.

El dominio de las Big Tech sobre la información, la comunicación y la logística plantea serios problemas sobre el cumplimiento de las leyes de competencia y antimonopolio de la propia UE, pero no se han adoptado medidas, salvo algunas penalizaciones económicas irrelevantes a efectos de la estructura de control. A pesar de los intentos regulatorios, como las investigaciones antimonopolio en varios países, las estrategias de estas compañías para absorber a pequeñas startups, manipular algoritmos o generar redes de dependencia siguen siendo una práctica común sin que Bruselas haya acometido una estrategia consistente, aliándose por ejemplo con el proyecto de 5G chino.

Esto ha terminado limitando la economía europea, poniendo en riesgo la innovación y la diversidad empresarial, y sobre todo otorgando un control exclusivo sobre el mercado a compañías como Amazon, sin oposición ni estrategias de cooperación para hacer frente a los retos de futuro de la economía del conocimiento.

La confrontación geopolítica que hemos iniciado desde que Donald Trump irrumpiera en la escena política internacional es un paso más en esta escalada de subordinación y colonialismo tecnológico de Europa. La asunción del enfoque estadounidense sobre la ciberseguridad, la infraestructura 5G y la privacidad de los datos pliega el proyecto de la UE al fortalecimiento de la industria nacional estadounidense y la expansión de la OTAN, consolidando la tecnología ajena como un pilar esencial en la redefinición de las relaciones internacionales desde la subalternidad y la pérdida de total autonomía, y ello a pesar de las supuestas lecciones aprendidas durante la pandemia donde por vez primera escuchamos hablar de soberanía digital y un aggiornamiento keynesiano como salida a la crisis del colapso económico o de capítulos conocidos como el Brexit o en otras latitudes la campaña destituyente del gobierno de Dilma Rousseff o el golpe de Estado contra Evo Morales.

Infracciones de las plataformas digitales

Bien es cierto que la UE dispone de diversos dispositivos normativos diseñados con el fin de garantizar la implementación de mecanismos adecuados para supervisar posibles infracciones legales de las plataformas digitales dominantes en el mercado e intervenir en consecuencia. Aunque los recientes cambios y medidas adoptados por ‘Meta’ y ‘X’ puedan ser compatibles con la legislación estadounidense, su aplicación en la UE debería ser descartada, dado que las normativas existentes sobre la eliminación de contenido que infrinja la legislación, como los discursos de odio o el contenido destinado a alterar procesos electorales, lo prohíben explícitamente.

Pero, aunque desde Bruselas se reconoce la necesidad de regular el comportamiento de las grandes plataformas digitales, la Comisión enfrenta a día de hoy serias dificultades en la aplicación de la legislación vigente. En particular, la Ley de Servicios Digitales (DSA). La creciente complejidad de la regulación tecnológica, junto a la adopción del marco jurídico angloamericano del derecho de telecomunicaciones y las obligaciones suscritas desde la matriz neoliberal de la OMC, perfilan un escenario difícil de acometer en términos de voluntad y acción política democrática.

En otras palabras, las grandes empresas tecnológicas de Silicon Valley han pisado el acelerador asumiendo explícitamente el rol de actor global soberano en la reconfiguración del orden mundial de manera significativa, sin que desde Europa se responda en justa medida al reto que ello supone.

La transición digital y el control de la información, en este contexto, no solo representan un desafío tecnológico, sino también un reto político, social y ambiental de gran magnitud que evidencia que la Europa social y la propia transición ecológica en el marco de la Carta Social Europea serán letra muerta si no se actúa de inmediato.

La respuesta a esta dinámica imperialista pasa por una mayor regulación, la defensa de la privacidad y la soberanía digital, y la promoción de un espacio digital que sea verdaderamente público y democrático. La vigilancia y la crítica de estas dinámicas son esenciales para salvaguardar la democracia en el siglo XXI y exigen de organismos internacionales como la UNESCO una apuesta decidida por recuperar el espíritu McBride para hacer posible un solo mundo y voces múltiples, para un nuevo orden de la información y la comunicación (NOMIC) donde la tecnología, la red y el conocimiento de la IA sean patrimonio común de la humanidad.

Un primer paso en esta dirección es que la UE asuma un rol de defensa de los derechos a la comunicación democrática y que gobiernos progresistas como el de España contribuyan decididamente a definir una agenda distinta en Bruselas para la propia pervivencia del proyecto comunitario. Es hora de liderar en el seno de la UE una política de soberanía digital frente a las injerencias y el intervencionismo de grandes compañías en la opinión pública de los estados miembros. Frente a la política de la guerra y la tierra de nadie (terra nullius) de los GAFAM debemos impulsar cambios normativos de calado, estructurales, para exigir las obligaciones tributarias, legales y de protección de la libertad de expresión y las libertades públicas de dichas plataformas, en particular civil y hacer transparentes sus criterios de moderación de contenidos, tanto en procesos electorales, como en el debate público, con las consiguientes medidas de suspensión y sanción civil y penal en el caso de reiterados incumplimientos, como viene siendo habitual.

Promover nuevas plataformas digitales

En esta línea, es necesario revisar los acuerdos comerciales y reguladores con las grandes tecnológicas para asegurar que los intereses nacionales, democráticos y ecológicos estén protegidos frente a la creciente concentración de poder económico y político en manos de estas corporaciones. Pero también lo que la imaginación comunicológica de los tecnócratas de la Comisión no imaginan, hay que promover desde ya en nuestro espacio plataformas digitales de dominio público, así como políticas de software libre en la Administración Pública del Estado, para evitar la dependencia tecnológica.

Liderar una política de ciencia y tecnología nacional y europea en materia de IA, cambio tecnológico y cultura digital a medio y largo plazo con un plan plurianual es algo más que replicar dispositivos foráneos e importar conocimiento ajeno. Esto que el ensayista francés Sadin denomina la siliconización de la economía europea ha sido la pauta constante de la Comisión hasta la fecha. Ahora que el Congreso tiene que debatir el proyecto de Ley de Autonomía Estratégica e Industria es el momento de empezar a construir un sendero distinto desde el Sur de Europa introduciendo un capítulo específico para la promoción de medios digitales propios y tecnología soberana, si queremos hacer posible el intercambio y comunicación de nuestro sistema político y económico sin la dependencia tecnológica actual de Silicon Valley.

El control de la información: un nuevo imperialismo

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En el paisaje digital contemporáneo, los nombres de Donald Trump, Elon Musk y la empresa Meta (anteriormente conocida como Facebook) se han convertido en sinónimos de una nueva forma de imperialismo, una que no se basa en las conquistas territoriales sino en el control de la información, en la modulación del discurso y el control oligopólico de la tecnología: una amenaza ya no velada, sino directa y explícita, a nuestra democracia, que empezó con las injerencias en el Brexit, continuó con golpes de Estado en Brasil, Bolivia y Venezuela y hoy anticipa una campaña de restauración ultraderechista en el propio seno de la UE.

La era de los GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft) y otras grandes tecnológicas de Silicon Valley plantean en este sentido un reto político y un cambio en el paradigma del poder, donde el imperialismo se ha digitalizado y el Príncipe de Maquiavelo actúa como empresario de sí mismo fuera de las estructuras democráticas del Estado nación. La capacidad de moldear la realidad social, política y económica a través de la tecnología concentrada en el complejo industrial-militar del Pentágono es el principal peligro que corren nuestros sistemas de representación. El mismo Biden lo ha reconocido en su último discurso. Mediante el control de la narrativa, la capacidad de definir lo verosímil, los marcos de comprensión y debate, y una suerte de privatización del espacio público digital, las plataformas de origen estadounidense redefinen las reglas del juego y deliberación democrática, despliegan un poder nada sutil que afecta a la política interna y el sistema internacional de Naciones Unidas, tal y como vemos en la guerra de Gaza donde operadores como Facebook o Twitter actúan como cómplices activos y necesarios del sionismo en la guerra de exterminio contra el pueblo palestino.

Los recientes movimientos de X y Meta, eliminando toda forma de control y regulación, incluso interna, del sesgo del algoritmo y la manipulación de informaciones e imágenes, representa una vuelta de tuerca a la lógica disruptiva de la comunicación de la era Trump o Fox News, marcada por el aceleracionismo y la producción de imágenes falseadas de la realidad sin los filtros tradicionales de los medios de comunicación. Este fenómeno no es nuevo, pero ahora se reivindica como legítima la conformación de un ecosistema informativo y un modelo de mediación social y política donde la verdad se disputa en un terreno de “hechos alternativos” y noticias falsas. Este cambio de escalada y visión de los principales actores de la comunicación-mundo tiene consecuencias no solo en la convivencia de culturas y corrientes de opinión, tal y como se está observando en Estados Unidos, sino que afecta sobremanera a la sostenibilidad de la información comprometida por la velocidad y a la viralidad del contenido digital y que además requiere ingentes recursos naturales que incidirán en el expolio de países como Argentina o Brasil que contienen recursos estratégicos para sostener la carrera sin futuro de la innovación tecnológica.

En el contexto de la presidencia de Donald Trump, la ecología de la comunicación va a experimentar cambios significativos, afectando la manera en que se gestionan los recursos naturales y cómo se aborda la transición digital en un escenario geopolítico internacional que trata, desde la Casa Blanca, de retornar al unilateralismo y los tambores de guerra. De algún modo el Pentágono y Silicon Valley nacen, viven y permanecerán alimentando la espiral de la barbarie y la muerte. El fenómeno de la infodemia, término acuñado para describir la sobrecarga de información, especialmente la falsa o engañosa, ha sido un rasgo distintivo de lo que algunos denominan tecnofeudalismo y en cierto modo es verdad, pues como explica Naomi Klein, la doctrina del shock y la aplicación de las medidas de acumulación por desposesión del capitalismo financiero que acompaña la transición digital de estas compañías requiere el aislamiento psicológico y social de los actores sociales. Este ambiente informativo tóxico no solo favorece las ínfulas imperiales de figuras como Elon Musk, sino que impone un “yugo invisible” que además de acumular riqueza logra moldear eficazmente la realidad social y política percibida, imponiendo agendas de terror y desinformación sembrando divisiones y distracciones varias, alejando al público de los asuntos esenciales y de los intereses en juego de Wall Street. Así, al tiempo que nos entretienen con la dialéctica de la inmediatez y la confrontación, se oculta a la opinión pública la malversación de los recursos naturales que la IA y los servidores de estos gigantes tecnológicos requieren para su mantenimiento cuasi monopólico que favorece la desregulación absoluta, que la UE y algún que otro gobierno como el de Lula intentaban frenar para garantizar el normal desarrollo de la actividad de estas corporaciones desde el punto de vista del derecho.

Bien es cierto que la IA se aplica y puede contribuir a optimizar la explotación de recursos naturales, y analizar y predecir patrones climáticos y de uso de la tierra. Sin embargo, la falta de regulación puede conducir a un uso y abuso insostenible de estos recursos. Por lo que además de un problema político de amenaza a la democracia tenemos un problema de ecología política, de ecología de la comunicación, en términos de cómo la política energética y medioambiental puede afectar el desarrollo de tecnologías informacionales y la gestión de recursos naturales a largo plazo.

La transición digital ha sido un campo de batalla geopolítico desde la irrupción de Trump en la escena pública. La visión de Trump sobre la ciberseguridad, la infraestructura de 5G, y la privacidad de datos han marcado un nuevo capítulo en la competencia global, donde la tecnología se convierte en un medio para imponer agendas políticas y económicas directamente conectadas con el rearme de la industria militar estadounidense y la expansión de la OTAN. Este enfoque ha tensionado las relaciones internacionales, especialmente con potencias tecnológicas como China, poniendo de relieve cómo la tecnología afecta la geopolítica en la era digital mientras personajes como Musk actúan de ariete central en el debate sobre el imperialismo digital a través de empresas como Tesla y SpaceX. La visión del nuevo estratega de Trump de una internet satelital con Starlink deja en evidencia que tenemos un problema grave en la UE de soberanía digital y acceso a la información, áreas que antes eran dominio exclusivo de los estados. De ahí que debamos plantear en el debate público nacional quién controla la infraestructura digital, los servidores, la red de satélites, la Unión Internacional de Telecomunicación y el gobierno de Internet, en términos de seguridad nacional y de democracia de las relaciones internacionales. En otras palabras, la respuesta a esta dinámica imperial, destituyente y oligárquica de los GAFAM y Estaos Unidos pasa por mayor regulación, la defensa de la privacidad y la soberanía digital, y la promoción de un espacio digital que sea verdaderamente público y democrático. La vigilancia y la crítica de estas dinámicas son esenciales para salvaguardar la democracia en el siglo XXI.

La adaptación de la cultura digital para la creación de lo común con garantías normativas e institucionales es la única forma de no retornar a tiempos oscuros en forma de era tecnofeudal. Es tiempo para la acción y no para mimetizarnos y responder a golpe de tweet. La política por otros medios es el remedio a esta hipermediatización de los señores del aire. Nos va la vida. Literalmente.

Infodemia

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No sabemos si el tecnofeudalismo es un régimen de información de la cultura visual o memética o el imperio de los necios, pero el caso es que tipos como Elon Musk nos está imponiendo un yugo invisible que no cesa, que impone una agenda de terror para lograr, como siempre, el principio de acumulación.

Es seguir el rastro del dinero y entender el trumpismo, en Washington o Madrid. Un latrocinio organizado a base de furia y odio modo Fox News para lo que es preciso mantener (entre)tenido al personal. En otras palabras, el ruido digital nos obnubila el cerebro, nos distrae de lo esencial.

La Generación Nesquik o ColaCao debiera, por lo mismo, renunciar a la instantaneidad como cerco o matriz opresiva, por contribuir al cultivo de una cultura de la desidia y la obediencia debida que amenaza la democracia. El procesamiento estresante de la información tiene, de hecho, efectos inmediatos en el comportamiento y actitudes antisociales y, por ende, en la dialéctica política que transforma la democracia en memocracia. Y a los actores políticos en trasuntos virales de la infodemia que alimenta el fascismo digital.

Las violencias vividas a diario en el Congreso de los Diputados e, incluso, en el entorno de Ferraz, tienen, como toda forma de disciplinamiento, un precedente simbólico, un cerco informativo que lo hace posible y blanquea o justifica la dialéctica voxiferante del insulto y la agresión verbal.

Ello es posible por las condiciones sociales de recepción de los discursos del odio. Así, el efecto burbuja da cuenta de un ecosistema cultural aislacionista, con pérdida de sentido y morada, y un ethos como refugio del mundanal ruido, amenazado por la disolución del vínculo y lo común.

El intrusismo digital es lo que tiene: la imposición de una economía de la distracción (que llaman, para equivocarnos, de la atención) que todo lo ocupa. Los datos son reveladores. Ya en 2016, cada usuario miraba el móvil 80 veces al día; hoy, más de 270 veces.

A ello cabe añadir el integrismo nacionalcatólico en nuestra patria, con operadores políticos como Abogados Cristianos o Hazte Oír que, a la sazón, actúan como sus equivalentes evangélicos o sectarios en el imperio decadente de Trump: hablamos del conservadurismo cultural y la deriva autoritaria de la oligarquía en las pantallas de los medios mercantilistas, la llamada oportunamente «caverna mediática».

Como resultado, la cueva digital es hoy una suerte de enclaustramiento vidrioso, el cierre social de un espacio supuestamente libre o neutro que nos retrotrae al feudalismo y la servidumbre de los señores del aire o, más bien, sería preciso calificar a los Musk de turno como «mercaderes de la información».

De la competencia por tomar la palabra y decir a la cultura de la atenta escucha, del monólogo narcisista al diálogo cooperativo, de la unidireccionalidad a la cultura Wikipedia, hay una brecha por salvar que afecta sobremanera a la izquierda y a la que históricamente hemos prestado poco o nulo interés.

Si esto último se verifica y no se pone remedio se impondrá, al socaire del mal gobierno de los memos –borbónicamente hablando–, la hoja de ruta del capital financiero internacional que, como ya sabemos en los años treinta del pasado siglo, empieza por imponer su lógica contable y termina por contar cadáveres: su medio de acumulación es la muerte, o la guerra.

Así que tomemos nota y empecemos por apropiarnos de estas lógicas de intercambio. Si bien es cierto que la era del collage, la era de la copia, en la cultura de la repetición y el remake característica del revival, resulta una forma antiestética y postvisual del orden que reina en la cultura digital, convengamos en reconocer que la adaptación creativa de las culturas subalternas siempre es posible.

Y como bien reza el sentido común, “hasta que el pueblo los plagia / los memes, memos son / y cuando los plagia el pueblo / ya nadie sabe el autor”. Pues la era del montaje no la define la lógica de la emulación a lo Sálvame, sino el principio de producción de lo común, siempre y cuando se pase de la risastencia a la resistencia: de la cultura del chascarrillo nacional a la carcajada y el humor proyectivo.

Lo contrario es el imperio del entretenimiento, lo que Daniel Triviño denomina la «memetización de la política». La fantasía de la nada. Un espacio de circulación en la que todo vale y que facilita el orden de la sinrazón, la pura barbarie como violencia simbólica internalizada por youtubers y aficionados a la superchería publicitaria de una suerte de narcisismo primitivo.

Ya ven, estamos de nuevo en la antipolítica o la politización del arte del disimulo. La historia como farsa. Toca, pues, pensar este tiempo neobarroco y ensayar un renacimiento en defensa de la política de lo común y de la vida.

Medios y calidad democrática

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Durante el primer periodo de la actual legislatura, en la Comisión Parlamentaria de Calidad Democrática hemos venido trabajando sobre el problema de la desinformación, una demanda de Bruselas que en nuestro país es si cabe más que preocupante y que en clave de la UE viene a evidenciar la fragilidad de nuestra soberanía y cómo se ha quebrado el diálogo político y social por un capitalismo tecnofeudal de plataformas que hizo posible el Brexit y hoy cabalga a lomos de la ultraderecha en frentes culturales de la guerra híbrida bajo la hegemonía de los patriotasy, por ser más precisos, del capital financiero internacional. La prensa ha puesto el acento en los contenidos y calificado la iniciativa de censura, como aquellos jueces que antes de conocer la Ley de Amnistía ya estaban interpretando sobre el vacío. Pero el reto que tiene este país para la mayoría social es modificar las estructuras del sistema informativo, transformando un modelo, en su marco de referencia axiológico y organizativo, heredero del franquismo, en pro de una lógica de la mediación que haga posible el derecho de acceso, la participación ciudadana y un pluralismo, hoy inexistente, en el que todas las corrientes de opinión y colectivos tengan su voz en el espacio público.

En los próximos meses, la batalla ideológica va a ser más que dura, empezando porque, desde el primer minuto, el coro fariseo de voces ultramontanas, repitiendo las santas letanías contra el control de los medios y hasta la supuesta colonización del gobierno como una amenaza a las libertades públicas, se ha activado para mantener incólume el bastión del sistema de dominación hegemónico. Ya sabemos lo que significa, en la praxis, el discurso liberal a lo Milei: censura, propaganda y regulación liberticida ya no de los medios sino del propio derecho de reunión, manifestación y expresión, como en tiempos de Fraga, a la sazón Ministro de Información y Turismo y artífice, como denunciara Ignacio Escolar en su comparecencia, de la ley de referencia que los adoradores de Murdoch prefieren conservar ante toda iniciativa reformista, por mínima que ésta sea. Convendría recordar al supuesto bloque constitucionalista de la derecha que el artículo 9.2 exige a los poderes públicos “promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”. Sin derecho a la comunicación no es posible cumplir con estas garantías, de ahí la pertinencia de comprender, como es lógico, el sistema mediático donde se configura lo público y el diálogo social. Este era el espíritu del artículo 20 de nuestra Constitución cuando, además de reconocer el derecho a expresar y difundir libremente pensamientos, ideas y opiniones por cualquier medio de reproducción, y el derecho a recibir información veraz, de calidad, se apunta la necesidad de garantizar el acceso a los medios públicos “de los grupos sociales y políticos significativos, respetando el pluralismo de la sociedad y de las diversas lenguas de España”. El artículo 51 exige, por otra parte, que los poderes públicos protejan activamente a consumidores y usuarios mediante “procedimientos eficaces, en materia de seguridad, salud y los legítimos intereses económicos de los mismos”. Cuando vindicamos medidas contra la desinformación, habría que recordar que la Constitución (Artículo 51.2) establece que “los poderes públicos promoverán la información y la educación de los consumidores y usuarios, fomentarán sus organizaciones y oirán a éstas en las cuestiones que puedan afectar a aquéllos, en los términos que la ley establezca”. Ello apunta a la necesidad de políticas activas de educomunicación así como de instituciones como el Consejo Estatal de Medios que velen y garanticen la representación de la ciudadanía y la fiscalización de los medios que operan en el espacio público. Hablamos, claro está, de un derecho universal y no de una mercancía sujeta a la supervisión de una comisión del mercado de la competencia.

Todos sabemos que sin libertad de prensa no hay democracia, sin periodistas, como vindica la FESP, no hay democracia y sin medios libres no es posible la protección de los derechos fundamentales que recoge nuestra Constitución pues el primer derecho es el derecho a tener voz para luchar por los derechos. Pero en España las políticas de Estado en materia de comunicación son una asignatura pendiente en democracia. En el Congreso no existe una Comisión que aborde cuestiones sustantivas sobre la materia, la Secretaría de Estado opera, históricamente, como un gabinete de prensa de Presidencia y, a diferencia de los países de nuestro entorno comunitario, no hay siquiera una autoridad específica que garantice el cumplimiento de los derechos contemplados en el artículo 20. Por ello, un objetivo estratégico de esta XV Legislatura es situar en la agenda pública, más allá de la reflexión del presidente Sánchez, el reto de las políticas activas de comunicación. El Reglamento Europeo sobre la Libertad de Medios de Comunicación abre la posibilidad, en este sentido, de avanzar un paquete de medidas urgentes para la regeneración democrática. Según el Media Pluralism Monitor Report 2024, España es el Estado europeo en el que los medios son menos transparentes, solo por delante de Chipre y Hungría. Tenemos, de facto, una situación de absoluta discrecionalidad en la asignación de fondos públicos que nos sitúa más en el siglo XIX y la lógica de los llamados fondos de reptiles que en un sistema moderno y ejemplar. No se trata, como dice Feijoo, de limitar la financiación de los medios críticos, antes bien el reto es que la publicidad institucional cumpla su función de informar a la ciudadanía y contribuir al pluralismo y la libertad de empresa con equidad, transparencia y pluralismo, regulando esta función con una norma basada en criterios objetivos, evaluables y monitoreados por organismos independientes de autorregulación y corregulación. En suma, cumplir con el Reglamento sobre Libertad de Medios y equipararnos a los países de nuestro entorno comunitario. De lo contrario seguiremos en una situación de nivel de riesgo del 75% en materia de pluralismo. Es hora pues de abrir el diálogo social con organizaciones civiles, sindicatos, grupos de investigación, asociaciones de consumidores y usuarios, expertos, gremios profesionales y empresas periodísticas para realizar el derecho a la comunicación, un derecho universal, reconocido por la UNESCO, que no puede ser cercado por la racionalidad mercantil o intereses espurios. De la libertad informativa como una cuestión exclusiva de la empresa informativa hay que abrir el campo de interlocución: de los medios a las mediaciones con todas las voces y actores sociales. Este es nuestro reto democrático, la apuesta por una comunicación como bien común. Una comunicación de todo el sistema de información para todos. En juego está, bien lo sabemos, el futuro de la democracia.

Políticas mediáticas, derecho a la comunicación y democracia

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El vínculo entre comunicación y democracia es una construcción política, jurídica e intelectual que se ha consolidado a lo largo de los últimos 75 años en el marco del derecho público internacional y que se asienta fundamentalmente en la definición de los derechos humanos a la información y a la libertad de expresión a partir de los documentos suscritos en el período de posguerra como la Declaración Universal de los Derechos Humanos cuyo artículo 19 define por vez primera como un derecho universal el derecho a la información que cualquier persona puede ejercer, entendido en su triple dimensión de emitir, recibir e investigar sin censura alguna por parte de los poderes públicos o privados.

Desde entonces se han desplegado una batería de declaraciones, directivas y legislaciones diversas tanto a nivel internacional como en la Unión Europea y España que, fundadas en este espíritu, han recogido y mejorado con especificaciones varias, la complejidad creciente que el derecho a la información, y más ampliamente los derechos a la comunicación, demandan en las sociedades contemporáneas como garantía para el despliegue de sistemas democráticos de calidad. Uno de los aspectos considerados a inicios del siglo XXI, sobre la base de la revisión del Pacto de San José de Costa Rica, suscrito en 1969, fue la ampliación en el año 2000 de la Declaración de Principios de Libertad de Expresión elaborado por la Relatoría de la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. A partir del artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos se indica específicamente que «la libertad de expresión, en todas sus formas y manifestaciones, es un derecho fundamental e inalienable, inherente a todas las personas. Es, además, un requisito indispensable para la existencia misma de una sociedad democrática«. El mismo documento señala asimismo que «los monopolios u oligopolios en la propiedad y control de los medios de comunicación deben estar sujetos a leyes antimonopólicas por cuanto conspiran contra la democracia al restringir la pluralidad y diversidad que asegura el pleno ejercicio del derecho a la información de los ciudadanos», y se ofrece un despliegue de interpretaciones sobre lo que significa hablar de libertad de expresión, lo cual implica el derecho de las personas a buscar, recibir y difundir información y opiniones con igualdad de oportunidades por cualquier medio de comunicación sin discriminación, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, sexo, idioma, opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social a acceder a la información sobre sí misma o sus bienes en forma expedita y no onerosa, ya esté contenida en bases de datos, registros públicos o privados y, en el caso de que fuere necesario, actualizarla, rectificarla y/o enmendarla, así como a acceder a la información sobre si misma en poder del Estado.

Estas definiciones, aun cuando resultan progresivas en materia de derechos, se han mostrado insuficientes a la luz de las transformaciones tecnológicas que se produjeron de modo acelerado a partir de la revolución digital. El despliegue de plataformas de contenidos que aconteció a partir de 2004 generó un desplazamiento estructural en el mercado, en los modos de producción y consumo de información que no tiene parangón en la historia: iniciando con la creación de Facebook en 2004, YouTube en 2005, Twitter 2006, IPhone en 2007, 2009 Whatsapp, 2010 Instagram, 2013 Telegram, 2015 Alphabet, por solo ofrecer algunos ejemplos de lo ocurrido en una década.

A partir de la plataformización de la sociedad, resulta imperioso conformar espacios de reflexión que contribuyan a la calidad democrática, a la construcción de marcos normativos éticos fundados en el cuidado y la reducción de riesgos a partir de una interacción virtuosa entre el Estado, la academia, el sector privado y la ciudadanía. La agenda de problemas en materia de comunicación ha sumado a los ya históricos temas referidos a infraestructura, derechos de los periodistas, democratización de las comunicaciones, radiodifusión, monopolios de la comunicación, acceso y participación ciudadana, otros retos vinculados a los procesos de digitalización, gestión de datos e información personal, control y manipulación de comportamientos o regulaciones varias sobre Inteligencia Artificial generativa aplicada en el campo de la comunicación y la cultura. Con la sanción del Reglamento de Inteligencia Artificial de la UE, recientemente aprobado, se inicia un nuevo ciclo global que pondrá en relación los diferentes acuerdos alcanzados para avanzar en la gobernanza de la InteligenciaArtificial, ya sea mediante directrices o a través de principios o códigos de conducta como los definidos en otras latitudes tales como la Orden Ejecutiva de Biden, la declaración de Bletchley o el proceso de Hiroshima. Toda una renovada batería de problemas inaugura un nuevo tiempo público para la gestión de políticas públicas orientadas a alcanzar la conectividad y la digitalización, la gestión del 5G y la renovación de las redes e infraestructuras de conectividad entre otros aspectos de relevancia hacia el futuro que deben ser objeto de discusión e intervención social desde una perspectiva democrática.

En los últimos años, sin embargo, las transformaciones aceleradas de la revolución digital y la ausencia de políticas activas del Estado ante el intensivo proceso de concentración de la prensa y la creciente precariedad de la profesión, han llevado a un notorio deterioro de la calidad informativa, con la consiguiente crisis de confianza de los públicos y la desafección de las nuevas generaciones respecto a los contenidos de actualidad periodística. Los informes anuales del Instituto Reuters son concluyentes a este respecto y sitúan a nuestro sistema informativo como uno de los peores del espacio de la UE.

En un contexto de crisis estructural del oficio y con la peligrosa deriva de la desinformación que las redes y algunos diarios digitales promueven en nuestro entorno mediático, parece llegada la hora de definir acciones institucionales que contribuyan a mejorar la calidad democrática de nuestro sistema de información. Con el dominio absoluto de las grandes corporaciones y la hegemonía foránea de Silicon Valley, los poderes públicos están emplazados a sentar las bases materiales necesarias para garantizar el diálogo público abierto y democrático, garantizando la apertura de espacios de interlocución para enriquecer la cultura deliberativa. Por ello mismo, el Parlamento y el Consejo Europeo han adoptado el Reglamento sobre la Libertad de los Medios de Comunicación que los países miembros deberán aplicar antes de agosto de 2025. En esta línea, desde la Plataforma Cívica Hermes, convocamos durante el pasado mes de mayo en el Congreso de Diputados la jornada LOS RETOS DE LA LIBERTAD DE PRENSA. HACIA EL DERECHO DEMOCRATICO A LA COMUNICACIÓN en el marco de la conmemoración del Dia Mundial de la Libertad de Prensa.

Hoy que debatimos en España sobre el plan de regeneración democrática de Moncloa, conviene tomar nota de las conclusiones del encuentro para una política de Estado en la materia que procure:

  1. Proponer una Comisión Parlamentaria específica en Políticas de Comunicación.
  2. Desarrollar una ley de transparencia sobre publicidad institucional y la estructura de poder de los medios de comunicación.
  3. Promover un proyecto de ley estatal de Educación para la Comunicación y Comunicación Educativa.
  4. Modificar el sistema de gobernanza de RTVE y los medios públicos con cambio normativo en la línea del concurso público, garantizando además un sistema mejorado de financiación y administración.
  5. Promover la regulación y medios ciudadanos comunitarios, así como la economía social de la comunicación.
  6. Impulsar medidas y una política pública para cumplir las obligaciones nacionales en materia del convenio internacional de la UNESCO de protección de la diversidad en los medios.
  7. Adoptar normas para garantizar el pluralismo interno en el sistema mediático frente al actual duopolio audiovisual y la alta concentración informativa.
  8. Regular la desinformación y los bulos con medidas preventivas, tanto de autorregulación como de sanciones en contra de la mala praxis periodística.
  9. Constituir el Consejo General de Colegios Profesionales de Periodistas e impulsar medidas en favor de la dignidad, y protección de los profesionales de la información.
  10. Crear el Consejo Estatal de Medios de Comunicación trasponiendo las indicaciones del nuevo reglamento comunitario para la mejora del sistema de comunicación.

No son todas las medidas necesarias para la calidad democrática de nuestro sistema, pero sí las más urgentes para avanzar en el derecho universal a la comunicación.

*Francisco Sierra Caballero es catedrático de Teoría de la Comunicación y portavoz de SUMAR en la Comisión de Calidad Democrática

*Daniela Inés Monje Medina es catedrática de Comunicación Política y coordinadora de la Plataforma HERMES.

Soberanía digital

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Decía Neil Postman que los medios son metáforas de la cultura, y el bueno de Mark Zuckerberg lo confirma: su META, la fantasía virtual de la era robótica, es una propuesta de episteme para determinar el espíritu de nuestro tiempo, un tiempo pensado sin narrativa ni horizonte político posible salvo el del consumo compulsivo de la pantalla total. El metaverso es la negación de la poesía, es la narrativa 3D del capital, un espacio tóxico contra la democracia y la autonomía que debiera ser objeto de disputa, pero la soberanía digital no está en la agenda estratégica de Bruselas. Hay quien afirma, y no le falta razón, que el encuentro o cumbre de Versalles no solo es un avance, tardío e improbable, hacia la unidad e integración política del espacio común, sino quizás el canto del cisne de la propia existencia de la UE, que hace pocos años, tras el colapso de la pandemia, renunció a la ventana de oportunidad de acometer radicalmente lo evidenciado por el covid: la dependencia tecnológica. Como en la crisis financiera de 2008, la voluntad de refundar el modelo de desarrollo científico-técnico de la UE fue apenas un tímido escorzo difundido para unos cuantos titulares de la prensa y poco más. Y ello a pesar de la evidencia de lo inapropiado de la política de no intervención en el sector constatada con la crisis sociosanitaria. La falta de voluntad política y la posición subalterna de la Comisión Europea respecto al lobby Silicon Valley abonaron la nula imaginación creativa de los responsables de Bruselas en la materia, aun contando con ejemplos de buenas prácticas próximos y conocidos. Analizar y aprender no son divisas comunes en el espacio de libre comercio.

Occidente sigue con la asignatura pendiente de aprender de los cambios del gigante asiático a la vanguardia tecnológica en la larga transición de chinatown a chinatech, más allá del cambio del eje Atlántico al Pacífico El objetivo chino de liderar en 2030 la innovación en IA es ya un hecho, por planificación política y la eficiencia del gobierno de Pekín. Xi Jiping invertirá además casi un billón y medio en sectores estratégicos de la revolución digital. La cultura tecnológica desplegada en el país está siendo ampliada a velocidad de crucero con más de 800 millones de usuarios de smartphones y empresas líderes de referencia como Tencent, Alibaba o Huawei a la cabeza del cambio tecnológico. Y qué hablar de la ciberseguridad. Con Bairang, Dahua, Transinfo y Hikvision, China demuestra no ya ser la potencia emergente que ha de marcar el curso de la historia este siglo, sino además con ello se constata que es capaz de proyectar un modelo alternativo de gobernanza tecnológica. Tiene ciertamente el problema de la amenaza de guerra comercial de EE. UU. y la fuga de cerebros, además de la escasez de semiconductores en manos de los aliados de Washington, empezando por el gobierno de Milei en Argentina. Este poder y el de la arquitectura de la infraestructura son todavía determinantes para el proceso de transición digital y exige de nuestra parte una crítica actualizada del imperialismo cultural ahora que sabemos o más bien que hemos observado que existe una geopolítica de los cables submarinos que nos conectan. Conviene por lo mismo empezar a explorar las infraestructuras y procesos de organización subterráneas que nos limitan y condicionan los accesos para empezar a entender que ni somos tan libres ni Internet es autónomo y que el futuro de nuestra vida depende del modelo de implantación de la economía de silicio. Un proceso que está acelerando la modernización y automatización de la producción, reestructurando los modelos de mediación social y alterando radicalmente la experiencia vicaria de todos, en una suerte de cóctel explosivo que puede hacer implosionar toda forma de reproducción mientras asistimos impasible a la imposición de la ciencia de las redes pensando como mucho en la estética de las pantallas y las máquinas de sincronización cuando es vital disputar el sentido de la autonomía y más allá aún las ecologías de vida. Los desechos tecnológicos, de lo que nos acordamos no como ruina sino cuando en situaciones críticas como la ausencia de chips electrónicos apunta la necesidad de cuestionar la obsolescencia planificada y las dificultades de acoplamiento y de ensamblaje que la empresa-red y la política META/FISICA de los dueños de la psicoesfera nos abocan a definir, son un síntoma de la encrucijada histórica en la que nos encontramos, cuya lógica de innovación ni tiene fin, al menos social, o meta pertinente, ni permite la supervivencia de la propia especie, físicamente. Esta es la disputa y la cuestión a debatir: de la escuela a la vida, del trabajo a la cultura, y de la sociedad al gobierno de la polis, si aspiramos a que la telépolis tenga encaje futuro, ensamblando la sociedad real con la formal o figurada.

Tecnopolítica, cultura cívica y democracia

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Tecnopolítica, cultura cívica y democracia analiza cómo y de qué forma los regímenes tecnológicos ejercen su poder, y cómo las tecnologías son construcciones sociales —totalitarias— que han de percibirse como producto de las relaciones de poder.

La incidencia que las tecnologías digitales sociales —y su despliegue como dispositivos de mediación social— tienen sobre los sistemas democráticos supone un desafío que requiere de una comprensión crítica, ampliada y comprometida.

Desde hace más de una década, los autores de este ensayo, junto con el resto de miembros del grupo de investigación COMPOLÍTICAS de la Universidad de Sevilla, han venido analizando las apropiaciones y mediaciones que los movimientos sociales globales han ejercido, con el propósito de observar y comprender la nueva economía moral de las multitudes conectadas, los repertorios simbólicos, las formas de ser y estar de los actores sociales y su subjetividad para explorar, en suma, los imaginarios instituyentes de la nueva ecclesia digital.