Edén digital

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Mi hija vive en la simulación permanente. Es otaku –o, mejor: Kidults– y pertenece a una generación incapaz de mediar y de apropiarse de la realidad materialmente; de ser, en suma, responsable de su propia vida, principio de autonomía que presupone asumir las frustraciones con las que cada cual ha de avanzar en su trayectoria vital.

Entre la realidad y el deseo cernudiano, la Generación Z parece anclada en el terreno de la nada. Y ello tiene consecuencias preocupantes, pues no es cierto que estemos ante la generación más preparada de la historia. De hecho, los universitarios de hoy están, como dicen en mi tierra, «apollardaos».

En la dialéctica deber/deseo, han abrazado el individualismo posesivo y el reino de la banalidad, cuando precisamente, en un mundo tan complejo, son más necesarios la razón, el estudio y el compromiso con el lenguaje de los vínculos, con especial atención a los sectores vulnerables, cuidando y aprendiendo del saber de la vejez, frente a la lógica del aislamiento, la soledad o la muerte.

Se trata, pues, de dos pulsiones que sufren nuestros jóvenes en un elevado porcentaje, tal y como ilustran los altos índices de malestar y de problemas de salud mental que anualmente documenta el sistema público sanitario. Y es que, en este tiempo, andamos huérfanos de amor fraternal y afectos solidarios que hagan habitable la vida. La crítica del Edén digital no es otra que la vindicación de una democracia de alta intensidad en tanto que república de los cuidados.

El universo postdisney de la silicona, los GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft) nos han instalado en un hábitat insostenible, un modo de vida dominado por la exhibición narcisista y la cultura del postureo donde solo cabe la espiral del disimulo y la sensación de vacío.

Los instagramers no habitan, de hecho, en la historia: fijan imágenes. No viven, detienen el tiempo, cosifican el acontecer, las más de las veces figurando o de puro atrezzo. Teatro de la comedia sin trama, viven el drama de la muerte en vida.

Y en este universo zombi nos enfrentamos hoy a una cultura sin imaginación ni poder proyectivo, pues es la pura mímesis y el imperio de la absoluta redundancia la que imprime el carácter de la actual forma fanática de reproducción social.

Las nuevas aulas sin muros de divertirse hasta morir han universalizado así el síndrome de abstinencia del buen vivir. Del TikTok al toc-toc, los jóvenes ya no juegan en las calles ni transitan el proceso de maduración lógico y genético estructural que dé tiempo a saborear la experiencia de lo nuevo.

En la burbuja de las pantallas, no es posible disfrutar del tikitaka ni imaginar otro futuro posible distinto al capitalismo, pues la creatividad es libre y en ocasiones salvaje, como la propia naturaleza. El orden y progreso al que están condenados es el que ya ha proyectado para todos la Santa Alianza, con sede en Silicon Valley: una universidad corporativa del futuro teletrabajo en la era del colapso que organiza golpes de Estado en países como Bolivia para apropiarse del litio, pues en la llamada «era inmaterial», la lógica de la acumulación por desposesión mantiene toda la crudeza de la economía política pura y dura.

Tanto es así que las tecnologías digitales consumen ya el 10 por ciento de la electricidad mundial y emite el 4 por ciento de las emisiones de CO2. El solucionismo tecnológico, cuestionado por Evgeni Morozov, es una suerte de tecnocracia aceleracionista de una sociedad disciplinaria, estrictamente jerarquizada con un claro cometido: imponer el vasallaje del orden de ellos.

La panoplia de razones para esta visión totalitaria que justificaría la era del control digital es conocida: transparencia, eficiencia, acceso y autonomía como promesas, pero los hechos nos muestran a diario exactamente todo lo contrario, y no hablo del cierre del código o del cercamiento de los bienes comunes, ni del proceso de concentración de la red, sino de las normas feudales que lo rigen.

El formateo tecnológico de la cultura wasp es más bien propia de una visión autoritaria a lo Arnold, empeñada en controlar la anarquía, lo que dicen que es el desorden, ante las demandas de la plebe, y no, como nos han vendido, la esplendorosa ensoñación supuestamente contracultural de Steve Jobs.

Es más, el orden del futuro digital empieza con el control total de nuestro tiempo. La era Netflix es el imperio de la saturación y la desmemoria, la ocupación completa de los mundos de vida. Y el teletrabajo la distancia que no genera reflexividad a diferencia del efecto de distanciamiento brechtiano.

Se trata más bien de la aminoración del antagonismo social por control remoto. Algo así como el call center o los contestadores automáticos de atención al cliente con los que nos entre-tienen. Técnicas del neoliberalismo para la política de lo peor que sufrimos a diario pero que no alcanzamos a percibir.

Existe, de hecho, una suerte de brecha cognitiva o disonancia entre lo que se percibe y el impacto real de los actos de consumo y producción que nos imponen. Mi compañero de Andalucía Digital, Aureliano Sáinz, apuntaba en esta dirección a propósito de algunos de mis aportes al tema, cosa que agradezco por nuestro común amigo, Antonio López Hidalgo, y por la deferencia.

Gracias por el detalle, Aureliano, justo en las fechas de mi estreno como diputado. Pero imaginará el lector que no he venido aquí a hablar de mi libro. El cuerpo me pide más bien hacer un diario de campaña en primera persona sobre lo vivido mediáticamente en estas elecciones del 23J.

Prometo escribir a propósito un par de columnas próximamente. Ahora solo permítanme dejar constancia de una idea y un lamento. Empecemos por lo último. Cada jornada de campaña no dejé de pensar lo mucho que me hubiera ayudado Antonio López Hidalgo para encarar unos medios que mienten por sistema, que están vendidos y cuyos periodistas, o faltan a la verdad (Lourdes Lucio), o no escuchan y venden sin decencia ni docencia relatos prefabricados (Teodoro León Gross) cuando no simplemente ni siquiera son periodistas (Juan Carlos Blanco). Por no hablar, claro, de los del sindicato del crimen, embarcados en el discurso del odio y la fabulación del miedo.

No es el momento de abordar tales cuestiones de las que nos ocuparemos en detalle más adelante, con calma y análisis. Corresponde, en este momento, llamar la atención sobre una sola idea que justificaría deconstruir el imaginario del Edén digital.

Nos referimos a la insostenibilidad de la vida con este sistema de mediación. Es hora, en fin, de discutir la mochila ecológica, la disyuntiva que nos planteara Julio Anguita en la Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM), meses antes de fallecer.

Es urgente empezar a pensar el coeficiente multiplicador de la huella ecológica de este falso paraíso digital, porque en juego está el futuro, la vida, lo común, ni más ni menos. Y porque sus portavoces, a los que hay que señalar como colaboracionistas cual obtusos propagandistas de la negación y el neofascismo emergente, están contaminando el aire y empieza a ser irrespirable el ambiente, por su toxicidad.

Así que, dada la dificultad de convivir, en paz y democracia, como exige el sentido común, procuraremos hacer pedagogía, en un sentido gramsciano, con quienes aún tienen voluntad de escuchar y aprender porque, en cierto modo, saben, por activa o pasiva, cuál es el sentido y etimología de la palabra Comunicación, de la raíz latina comunicare. Omnia sunt communia.

La Era de los Cipotones

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Uno no está para seguir a los trolls, las redes y las cadenas ultramontanas de la extrema derecha y sus variaciones cromáticas (verde flex, naranja o azul). Tengo prohibido, por prescripción médica –como también debiera hacerlo Noam Chomsky–, seguir los medios de referencia informativa a fin de evitar sufrir y rechinar los dientes con las lecturas de la actualidad que hace el periodismo empotrado cada jornada.

Ya bastante tiene uno en su vida con el ABC, el diario matutino de humor no deseado, que vitupera, embiste y censura a diestro y siniestro, nunca mejor dicho. Y eso que, hoy por hoy, es una cabecera que pierde fuelle y lectores y que, últimamente, ni miedo da, y menos aún respeto infunde.

Ha colocado incluso a su director, Álvaro Ybarra, en el cementerio de elefantes del Consejo Audiovisual de Andalucía, con un presidente de arte dramático y ex altos cargos de la Junta cuyo único mérito es ser obedientes a la disciplina de partido. De vergüenza, considerando las soflamas del interesado contra lo público y contra toda regulación del Derecho a la Comunicación.

Claro que, como en el mandato anterior, para qué vindicar la participación cualificada en este órgano del Parlamento andaluz, si el aporte de la academia da grima. De un presidente jubilado, Antonio Checa, cuyo aporte no es otro que medrar y no hacer, por verónicas, a lo Rajoy, hemos pasado a su sucesora en el cargo académico, que dice que ha sido decana de la Facultad de Comunicación, pero que de política audiovisual y de las competencias del Consejo anda como liebre sin papeles: indocumentada.

Mientras, Canal Sur y los medios de representación actúan como el ariete de la expropiación de lo común. La única esperanza que nos queda es saber que ni Telecinco, ni en general los medios del duopolio audiovisual son vistos por la nueva generación, inmersa en el universo Meta de otros medios más proyectivos, ni la propaganda de Telemoreno la sigue ya nadie.

Si se trata de engañar, mejor usar uno mismo los filtros de Instagram. El virus de la pandemia que nos sacude es el de la simulación y el engaño, la cultura del filibusterismo. El problema es que el discurso cínico termina mutando en autoritarismo. La historia así lo demuestra.

Por ello conviene afirmar la virtud republicana frente a la emergencia de los cipotones y tontopollas que proliferan a nuestro alrededor y en las instituciones, de las que no se salva, por cierto, la Universidad, menos aún los altos cargos del Estado y los líderes políticos.

El problema, como siempre, es qué hacer para emprender una misión regeneracionista. No es que esté uno apático, pero la deriva de la estulticia como normalidad social es desalentadora, y no cabe hablar de cambio generacional como mera explicación lógica.

La gravedad de lo que ocurre en nuestro país no es equiparable, en ningún rubro, a otros países de nuestro contexto europeo. Cierto es que la crisis sistémica es global. Como ilustra el informe World Protests, hablamos de más de 1.500 movilizaciones contra los desajustes del sistema político y su captura por la máquina ordoliberal. Si sumamos a ello las casi 2.000 protestas por justicia social, el panorama es claro y revelador de la tendencia en curso que da cuenta de la crisis de representación.

De todas estas luchas y frentes culturales, el paradigma ilustrativo de cuestionamiento de la estupidez neoliberal es Chile, inmerso en un proceso constituyente, lento, contradictorio, paradójico, expuesto a las dinámicas retardatarias de la clase media, tratando de reconstruir y tejer el dominio público, como el actual Gobierno de la nación en España, mientras lo común sigue en manos de los GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), en particular de la plataforma Amazon, con cifras de más de 125.000 millones de dólares por trimestre.

En este contexto, toda política democrática pasa por impugnar las estructuras que hacen posible el reinado de cipotones como Elon Musk, una suerte de señores del aire que imponen la ficción neofeudalista de nuestro vasallaje.

Pero esto solo es posible, con ilustración e inteligencia colectiva; con voluntad de unión y emancipación social; con disciplina y autoorganización colectiva en un frente de todos, los nadie, contra los jeques que nos dan jaqueca y nos imponen una vida de jaque mate.

De otro modo es seguir jugando al Cluedo o al Estratego, en el salón de casa. Así que advertidos estamos. Mientras, a la espera de esta toma de conciencia y regeneración democrática, no perdamos la sonrisa de santos inocentes, aprovechando que se celebró ayer.

Ya ha dicho el Papa que no existe el infierno: que el infierno es ya el reino de los cipotones. Así que a gozar y reír, como hago yo cada semana con la lectura de El Jueves, el único medio impreso serio del país. Cosas del mundo al revés.

Una última cosa, y no les ocupo más tiempo, que es un bien escaso: no dejen de cultivar los mejores deseos para 2023. Va a ser necesario, porque serán posibles. Me lo ha confirmado mi tarotista de cabecera, la Fer. Así que no se achicopalen, que soñar es vivir.

La conexión Huawei

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Que la guerra comercial es el arma, con la intervención armada, del imperialismo estadounidense para afirmar su dominio económico y militar es por todos sabido. El caso Huawei así lo demuestra. Intervenciones como el acoso y derribo de la principal operadora china en modo alguno debe ser analizada como una salida de tono de Trump, una bravuconada o política de unilateralismo propia del presidente republicano. Revisen la historia del sistema Galileo y podrán corroborar lo afirmado, cuando el Pentágono considera a la UE un adversario más que aliado. Por ello en la carrera del 5G la Casa Blanca presiona a Bruselas tratando, vanamente, de impedir el evidente desplazamiento del eje de relaciones internacionales del Atlántico al Pacífico, de Washington a Pekín en el que todo se juega en torno a la superioridad informativa y la capacidad estratégica que hoy por hoy ofrecen las nuevas tecnologías de la información. Así, la reciente imputación de la Casa Blanca contra el gigante tecnológico chino tiene pocos visos de prosperar aunque, sin duda, puede incidir en el desarrollo del 5G, como antes lograra Washington en la carrera por la televisión de alta definición y el estándar europeo (gracias, ni perdón ni olvido, a Inglaterra). El disparate del proceso en curso impulsado por el gobierno estadounidense no deja de ser por insólito ilustrativo del modo de proceder de un Imperio en decadencia: crimen organizado, robo de secretos comerciales, propiedad intelectual, violación de sanciones contra Irán o Corea del Norte, fraude bancario o conspiración como acusaciones contra la principal corporación china elevan el grado de tensión que Pekín y Washington mantienen en el marco de la ciberguerra. Ahora no piense el lector que con la elección de Biden todo volverá a su cauce. Aquí demócratas y republicanos son unánimes en defender el complejo industrial militar del Pentágono frente a lo que califican de autocracia digital. Como si EE.UU. defendiera el libre flujo de la información en tiempos de Bolsonaro y de persecución de ciudadanos universales como Assange. No he visto por cierto sesudos manifiestos sobre el ataque de la administración Trump a la libertad de información mientras se replicaba en las pantallas de los big media angloamericanos la declaración de espías de los periodistas chinos en una prueba más, irrefutable, de colonialismo, racismo y unilateralidad en las relaciones internacionales. Nada nuevo bajo el sol.

Desde 2018, la National Cyber Strategy despliega desde la Casa Blanca una política sistemática contra Rusia y China que se ha traducido en la campaña de guerra comercial contra Huawei con la anuencia de Australia, Chequia y Nueva Zelanda, so pretexto de espionaje tecnológico que, en el fondo, revela la disputa por la hegemonía que introducirá el cambio de la telefonía de quinta generación. Sin embargo, desde las revelaciones del Parlamento Europeo sobre Echelon, sabemos que Estados Unidos lleva décadas interceptando llamadas y correos de forma ilegal y no precisamente contra grupos terroristas, sino más bien a empresas como Thompson y a los propios dirigentes comunitarios a la par que reparte certificaciones de países aliados como Colombia o Israel, al tiempo que condena como parte del eje del mal a Cuba o Venezuela. En conclusión, con los GAFAM, el imperio siempre ha operado con una lógica fingida y dispar mientras la NSA monitorea datos personales y mantiene en Utah el centro de vigilancia más grande del mundo.

El futuro es de China

Con el control satelital y de centralización de información, la era de la cibernética es la guerra por el conocimiento, la información y la tecnología. El Make America Great Again no ha sido otra cosa que la guerra de un imperio en decadencia que se mantiene por la fuerza mientras el gobierno chino despliega la estrategia Made in China 2025 con la mayor inversión, más de 150.000 millones de dólares en sectores clave como IA, Big Data, seguridad cibernética y telefonía. Así las cosas, en un contexto en el que las grandes potencias se disputan la hegemonía económica y militar en la lucha por la IV Revolución Industrial, por la superioridad informativa y cognitiva, el futuro es claramente de Huawei y China. El éxito de más de un 30% de cuota de mercado de smartphone así lo confirma. Ahora que Bruselas descubre que la ciberguerra se juega en el campo de las telecomunicaciones y la geopolítica es una cuestión de algoritmo pretende regular un campo entregado por décadas a los GAFAM sin alternativa ni visión de futuro salvo alinearse con la OTAN y su falso aliado gringo. Si el futuro de la guerra en la era 5G depende de la superioridad informativa, la UE será en este caso un perdedor por activa o pasiva, por alineamiento y falta de criterio. Panorama trágico en un momento en el que la nueva guerra híbrida no augura un futuro esplendoroso de EEUU ante el avance de Huawei y ZTE. Ni NEC (Japón) o Nokia (Finlandia), y la creciente dependencia tecnológica de la UE. Si potencias emergentes como Rusia o China están a la vanguardia es en parte por los más de 20.000 millones de inversión en regiones como América Latina o África mientras la Comisión Europea juega a la alianza atlántica o al sueño esplendoroso de viejas metrópolis imperiales. No han entendido nada. Por no comprender siguen pensando en la economía creativa como un problema econométrico cuando sabemos que Internet no es un problema técnico, la Sociedad de la Información siempre ha sido una cuestión política y geoestratégica. El futuro de nuestra democracia y prosperidad, la propia seguridad nacional y de la UE depende del control de los dispositivos móviles y las redes. El 5G vaticina movimientos tectónicos, cambios telúricos, un nuevo ecosistema cultural y un telos que violentará la comunicación como dominio. La crítica de Joan Rabascall a los aparatos represivos de los aparatos ideológicos del Estado cobra en este escenario viva actualidad estando como estamos en la era neobarroca del capitalismo excedentario de la información de actualidad como eterno retorno. Cosas de la inconmensurabilidad de las pantallas y el deseo incandescente de la gente por vivir una vida digna de ser vivida, aunque Bruselas siga sin entender qué hacen los chalecos amarillos con sus dispositivos móviles. Ya lo entenderán, esperamos que no cuando cobre forma el colapso tecnológico.