Trump y la guerra cultural mediatizada

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Del análisis histórico de la guerra de la información, es posible colegir que la era twitter es el tiempo de organización intelectual corporativa del odio político de la extrema derecha como plataforma de validación del proceso de acumulación por desposesión del capital financiero. Nada que ver, como se suele aceptar coloquialmente, con la polarización.

La RAE define polarizar como la acción de restringir en una dirección vibraciones de una onda transversal, como la luz u otras radiaciones electromagnéticas, y en un sentido más acorde con lo social, concentrar la atención o el ánimo en algo, atraer, captar, concentrar, absorber, orientar en dos direcciones contrapuestas, suministrar una tensión fija a alguna parte de un aparato electrónico, en un sentido metafórico, socioculturalmente hablando, y como resultado disminuir la corriente que produce, por aumentar la resistencia del circuito a consecuencia del depósito de hidrógeno sobre uno de los electrodos.

Tal definición nos permite cuestionar la concepción unívoca que sobre el trumpismo se ha establecido en el debate público, sin respuesta, por cierto, en la práctica, de los propios operadores políticos, aunque es posible jugar y contravenir tal definición, establecida indiscutiblemente, para hacer una enmienda a la totalidad al sentido común que se nos impone desde los propios medios.

Primero, cuando hablamos de polarización suele hacerse para referirse al problema del populismo, a la tensión discursiva, política, en dos direcciones contrapuestas. Pero no sucede así, en realidad, como efectivamente ocurre en nuestro tiempo, porque el trumpismo en la comunicación política contemporánea es hoy una corriente hegemónica, el llamado populismo de derecha, que anula toda otra forma de representación, particularmente en los medios (de Estados Unidos a Europa) y sobre todo en las redes (colaboradoras necesarias, las big tech de Silicon Valley, del ascenso de la extrema derecha) no tiene polo, salvo discursivamente, que oponer. Véase el caso de Brasil, el golpe de Estado en Bolivia, o el Brexit, y podrá concluirse, empíricamente, lo aquí afirmado.,

Desde este punto de vista, debería llamar la atención la significativa reducción de la pluralidad política en España, un sistema parlamentario que el bipartidismo o la política de bloques trata desde el 15M de anular, limitando la transversalidad social necesaria de acuerdo al orden instituido en el régimen del 78 que ya hace tiempo ha colapsado. En este marco, y pensando desde el Sur y desde abajo, la polarización es la estrategia, exitosa, de Reagan a Trump, o en España Ayuso, de concentrar la atención en algo superficial o irrelevante, envolviendo el clima de opinión en temas secundarios de forma bipolar. Léase la visita de Milei, cuando en la Comunidad de Madrid o en Andalucía sufrimos un grave deterioro de los servicios públicos o cuando en la agenda pública debieran abordarse cuestiones de urgencia social en el debate político normalmente silenciado o abordados marginalmente en los medios.

Para ser más claros en nuestro razonamiento, el proceso de acumulación por desposesión requiere la polarización de la política como espectáculo. Como ilustra J.B. Thopmson en su ensayo sobre el caso Monica Lewinski, la polarización tiene por objeto dejar oculta la tramoya de los intereses reales, la arquitectura de la lógica de expropiación de lo común. O como dijera Clinton en campaña: es la economía, estúpidos. En otras palabras, lo que no forma parte de la agenda mediática son los intereses de los Florentino de turno, la agenda oculta del capital financiero, los intereses creados de los lobbies de la oligarquía económica y financiera que determinan el curso político en Bruselas. Este trumpismo, que es la degradación y crisis de legitimidad de la democracia, se traduce en España en una suerte de crisis de representación, similar a la que Joaquín Costa cuestionara en su vindicación del regeneracionismo y la reforma contra el caciquismo y la corrupción en la vida pública en España. Es decir, hay un hilo rojo de la historia que conecta el siglo XIX con la lógica destituyente en la que opera hoy la extrema derecha y la derecha extrema en España: de la primera y segunda república, al gobierno de Zapatero, de Aznar y el 11M a actualmente el ciclo Pablo Casado y Feijoo. Una y la misma estrategia de acoso y derribo del gobierno electo legítimamente cuyo empeño por llevar a efecto una agenda social y políticas socialdemócratas no son aceptadas por las clases dominantes de este país lo que termina por socavar las instituciones de representación. Por ello, es evidente que hay un problema de fondo, de concepción y cultura política de las clases dominantes en España, de la oligarquía económica y sus terminales partidarias y mediáticas. Un ejemplo para ilustrar nuestras tesis es la recurrente apelación, tanto del PP como de Vox en el discurso público, a la supuesta colonización de las instituciones.

Por definición, colonizar es formar o establecer colonia en un país, ocupar, invadir, conquistar, someter, dominar, oprimir un territorio ajeno. Es decir, en términos de Análisis Crítico del Discurso, significa definir una frontera o un afuera. Están los que forman parte de ese espacio propio o apropiado y los que llegan a ocupar, desde fuera, y supuestamente vienen a someter un espacio propio ajeno a los actores recién llegados. Esto es, en el fondo de su concepción, el Estado les pertenece, por derecho de cuna, se infiere. Anclados como están en el clivaje de familia, tradición y propiedad, difunden una concepción patrimonialista del gobierno y del dominio público, por la gracia de Dios, según Trump y su predecesor en España, de acuerdo el cual la izquierda no está legitimada para gobernar, es intrusa, ajena, como de otro país o espacio. Su acceso al poder es ilegal, invasivo, contraria al derecho de gentes y por lo mismo hay que denunciarlo a diario en tribuna, comisiones del congreso y medios periodísticos siguiendo el precepto de difunde, por mentira que sea, o falaz, el argumento, que algo queda.

Se llama así polarización y colonización a cosas que no corresponden con lo real y concreto, mientras se invisibiliza en los medios que hay escritores que deben ir a la Feria del Libro de Madrid con escolta al tiempo que gobiernos autonómicos de la derecha ultramontana censuran obras de teatro y la contratación de artistas no alineados con estas premisas autoritarias. Operando un proceso de inversión semiótica, habitual en el discurso reaccionario desde Edmund Burke, los victimarios se presentan como víctimas de un gobierno censor, cuando en verdad el gobierno trata de ejercer sus competencias gobernando y la oposición del bloque ultramontano (PP/VOX) trata de deslegitimar, en una lógica destituyente, la existencia misma del gobierno. En otras palabras, se trata de acabar simbólicamente con toda forma de representación que trate de acometer una política de lucha contra la desigualdad en favor de la justicia social. La persistencia en la negación de la realidad sea por medio del cuestionamiento del sistema electoral en campaña, durante el 23J, la publicación diaria de bulos y noticias falsas o el hostigamiento a cargos de gobierno en las redes y la prensa nacional, o físicamente como en Valencia, hoy además se complementa con el activismo de supuestos periodistas, en algunos casos ni siquiera acreditados profesionalmente, que ejercen una función de ariete y agitadores de la ultraderecha en mítines, por las calles e incluso en la Sala de Prensa del Congreso durante la comparecencia de portavoces y líderes políticos del bloque de progreso como parte de una consciente estrategia de desgaste del gobierno y las instituciones representativas del Estado más propia del escuadrismo.

Mientras tanto, los poderes económicos promueven la restauración conservadora como salida a la crisis de acumulación del capitalismo en forma de rearme bipartidista, manteniendo la tradición del siglo XIX, favoreciendo que se consolide en el espacio público un discurso mediático ultramontano, heredero de la restauración conservadora de Reagan y la doctrina del shock, basado en:

  • La inversión semiótica.
  • La retórica contrarrevolucionaria y antireformista.
  • El populismo ultraconservador
  • La violencia simbólica
  • El fetichismo mercantil
  • La apelación a la mayoría silenciosa
  • La vindicación del patrón normativo de familia, tradición y propiedad.
  • La apelación a las emociones y la sinrazón antiilustrada.
  • El discurso fático.
  • La propaganda del miedo.
  • La estetización
  • El nacionalismo
  • El hipersimbolismo
  • La deshumanización del adversario como enemigo
  • La narrativa conspirativa
  • El oxímoron y la narrativa dislocada.
  • Y el discurso cínico.

En este escenario mediático, la cuestión es cómo avanzar una política de la comunicación capaz de articular en el campo informativo la cultura partisana de pedagogía de la esperanza que haga visible lo concreto y defina una agenda común de trabajo ante fenómenos de emergencia autoritaria y neofascista, que acompaña la vulneración de derechos y libertades fundamentales por la ausencia ostensible del Estado o la falta de intervención de los poderes públicos, salvo en un sentido negativo mediante la restricción de libertades reaccionando ante noticias alarmantes que alertan a la opinión pública como recientemente la campaña de Alvise en redes contra migrantes por el asesinato de Mocejón. Esta dialéctica sabemos que ya no logra contener el avance del trumpismo como fenómeno político de masas, entre otras razones porque la estructura reticular del capitalismo de plataformas lo favorece y planifica intensivamente.

En la era digital de los medios insecto, la difusión intensiva difumina las potencialidades de la autonomía y la capacidad racional de información y conocimiento. Se impone una cultura enjambre tóxica, fuerzas codeterminantes que no resultan idóneas para la convivencia. Antes bien, abunda una política de disgregación en la dispersión discursiva, con amplia repercusión pública, y un fondo censor autoritario de rearme moral de la oligarquía económica que se traduce en una cultura de la cancelación o, en general, de la represión siempre necesaria para legitimar la aporofobia. Es sabido, con Bauman, que el neoliberalismo requiere la criminalización de la pobreza y la protesta, por lo que es característico del discurso disciplinario de la derecha extrema la retórica de la disyunción, la brecha, el odio y la semántica y pragmática de la sanción, simbólica y efectiva. De acuerdo a una voluntad performativa del lenguaje, cuando proyectan la retórica xenófoba e inciden en el discurso de la okupación de cargos públicos, no solo se opera una suerte de malversación nominalista, o una inversión del sentido del mundo al revés de quienes mantuvieran secuestrado el máximo órgano del poder judicial, sino que por este medio se valida la disonancia cognitiva entre realidad y representación, desplazando la colusión de intereses entre jueces y partidos de la Santa Alianza con la que se garantiza la salvaguardia de los intereses de la oligarquía económica y se criminaliza toda voluntad de resistencia al proceso de acumulación por desposesión.

Por ello mismo, hoy más que nunca, frente a esta deriva dominante en nuestro sistema informativo, es tiempo de definir políticas mediáticas transformadoras que despejen el horizonte y campo discursivo: para cambiar la vida y cambiar la historia. Y hacerlo desde el campo o dominio público, abriendo el campo de interlocución y tomando medidas garantistas. En juego está la democracia.

Polarización y consenso

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No hay democracia sin disenso. El consenso, sea el de Washington o los pactos de la Moncloa, no es per se deseable, a priori, ni encomiable por principio. Si la política y el parlamentarismo es el arte de lo posible, y el acuerdo y el juego de mayorías y minorías una norma consustancial a la democracia, no es un problema que el disenso cobre protagonismo en la dialéctica de deliberación pública, siempre que se respete el hecho mismo de disentir o que este disenso no sea el objeto en sí de la acción política.

Porque si el medio es el fin, si la decisión de confrontar es el motivo del juego concurrencial, estamos ya en una lógica prepolítica o postpolítica, más allá de la necesaria voluntad de mediación. En otras palabras, se impone el reino de la excepción y no de la ley o las reglas del debido diálogo y la atenta escucha.

Del mismo modo que la demoscopia es el arte de la demofobia, la crisis de la representación que hoy resulta de tal deriva es, por la misma razón, el ruido de fondo de la imagética que valida la tesis de la cueva de Platón, con la diferencia de que, en contextos como nuestro país, el duopolio televisivo y el poder económico, y sus terminales judiciales, tienen un margen irrestricto de actuación sin consecuencias, por no decir con total impunidad.

La algarabía de esta forma de comunicación política no es resultado en sí de la polarización, como es común afirmar en los análisis sobre esta lógica de la mediatización política, sino más bien la nula garantía social de ejercicio democrático del derecho, en palabras de Blas de Otero, a la paz y la palabra.

Si el diálogo es una condición existencial, como enseñara Paulo Freire, la imposibilidad de la escucha activa en un sistema informativo monológico y monocorde tiene, como resultado, una dinámica social disyuntiva, disgregadora, cuando no corrosiva del carácter y del propio dominio público.

La célebre expresión «luz y taquígrafos», tan referida por actores políticos y periodistas, no es solo una apelación al principio exigible de transparencia, por lo demás un oxímoron en estos tiempos hipermediatizados cuando, como advirtiera Debord, el secreto es la norma en la sociedad del espectáculo.

Tal binomio (la ilustración, la luz, y la información registrada) propia de la cultura deliberativa y el parlamentarismo apunta a la necesidad de circulación de actualidad de interés público, al derecho a la información, pero también al diálogo y la escucha para procurar el acuerdo, la síntesis, la mediación productiva, en suma. Pues es sabido que, sin mediación, no hay progreso.

El oculocentrismo propio del régimen de información que vivimos sin escucha activa ni diálogo, sin mediación política, no es otra cosa en la cultura TikTok que la comunicación inane y tautista. Una suerte de dinámica tautológica, de un modelo autista de comunicación, cuya más grave erupción visible en la cultura digital es el llamado efecto burbuja, lo que la doctrina del shock ideó, en el laboratorio chileno, siguiendo a Noemí Klein, como proceso necesario de la acumulación por desposesión que siempre exige el aislamiento psicológico, físico y social del receptor, del sujeto de derechos, convertido, en la era Reagan, y su epígono Trump, en un apéndice de la política de medios dirigida por el capital financiero.

En esta dinámica nos encontramos, cuando el Gobierno presentara su Plan de Acción Democrática, un paquete de medidas demandadas, en parte, por las fuerzas políticas del bloque de investidura pero que resulta insuficiente, aun reconociendo, con todo, que supone un avance reformista para mudar las reglas del juego que han naturalizado la mentira y el insulto como modus operandi de los principales actores políticos.

Toca ahora formular, cuando menos, dos cuestiones: ¿abordará el Gobierno, a fondo, el problema de la guerra cultural mediatizada por la extrema derecha y la derecha ultramontana? ¿Se tratará, por fin, de definir una política pública democrática en comunicación con el sector profesional, la sociedad civil y las empresas periodísticas? ¿O todo quedará en un ensayo para que nada cambie y sigamos igual? Las amenazas a la democracia no permiten la indolencia e inacción de un Ejecutivo que, consciente o no, ha de saber que ha sido deslegitimado por el poder económico y mediático sin fundamento alguno desde el primer momento.

En la crisis de régimen y de acumulación que vivimos, el reto estratégico para el futuro de la democracia en España y la UE pasa por una reforma integral de este sector hiperconcentrado y en manos de los poderes económicos, empezando por romper amarras con los hacedores del Brexit de Silicon Valley.

No es un objetivo político fácil de conseguir, pero nos va la vida en ello, ténganlo por seguro. Así que es hora de abrir la espita y abordar la crisis de legitimación de lo público: de los periodistas y los medios, tanto como de los representantes del bien común y sus instituciones.

La lógica del calamar

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La serie coreana que sigue la estela de Parásitos ha tenido lecturas variopintas: crítica al capitalismo, brutalidad innecesaria, espectáculo a lo Tarantino, violencia sin guion, perversidad asiática, hasta narrativa ochentera del programa Humor Amarillo. En fin, una polémica que da cuenta de su impacto cultural: más de 140 millones de hogares en el mundo consumieron –nunca mejor dicho– la serie con fervor.

El oculocentrismo, la Era de las Pantallas, es lo que tiene: impone una férrea economía política a la multitud, incluso para su deleite o entretenimiento. Una suerte de proyección y registro en la era del perfilado para la acumulación por desposesión sin solución de continuidad.

Tiempos pues de zozobra, de zombies y de narrativa audiovisual que mueve al espectador de su zona habitual de confort para sujetarlo. Pues siempre prevalece el llamado efecto burbuja, la chispa de la vida, la euforia delirante del capital que deslumbra como durante la fiebre amarilla, la fiebre del oro que Chaplin supo documentar con ironía mostrando cómo uno ve lo que desea ver, negando el principio de realidad.

El discurso comercial del milagro económico de la cuarta revolución industrial que proyecta la tecnología es la liquidación vía liquidez en forma de falsa promesa de startups o innovación pirata a lo japonés. Todo ello aderezado con el influjo publicitario de la economía digital, inteligente o inmaterial, de la atención. Pura pendejada a lo Rogelio Velasco.

De cualquier modo, como escribiera Rafael Chirbes, «no hay medicina que cure el origen de clase (…) ni siquiera el dinero que pueda llegar luego o el prestigio social que se adquiera (…). Es una herida de cuyo dolor te defiendes, e incluso ante tus propios hijos ya desclasados sacas las uñas de animal de abajo”.

Sentencia implacable, que debe servir en este universo de imágenes que nos inunda. Siempre prevalecerá el espíritu indómito de un pensamiento salvaje. En palabras de Marcelino Camacho, ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar. Esa es la libertad, y no tomar cañas o suscribirse a Netflix para ver cómo nos hacen competir en un juego sin sentido.

En la guerra cultural y económica que vivimos, en la suerte de guerra de clases de nuestro tiempo, es hora pues de confrontar el frente cultual de la política Mickey Mouse, el contubernio peligroso de la alianza ratera Macri/Milei o sus amigos en España.

Primero, por dignidad y, también, por instinto de clase que ha de visualizarse en las pantallas como avanzadilla de esta disputa. De hecho, no es casual que el líder de Libertad Avanza propusiera eliminar los impuestos a los videojuegos, ni que entre su electorado arrasara en el sector juvenil.

La cultura gamer y streemer domina la pulsión plebeya y constituye un elemento crucial en el neopopulismo de derecha, imponiendo una cultura gamificada, anestesiada pero activa contra, por ejemplo, toda política de Hacienda Pública.

Tal incoherencia o inmadurez narrativa de la cultura de la gamificación participa de las estrategias retóricas del ilotismo, de la cháchara y lo superfluo, una corriente ideológica de lo insignificante o del vacío como ausencia de horizonte histórico, de acuerdo con la reflexión de Carla Mascia. Hablamos de un discurso sin compromiso, puro marketing, pura autorreferencialidad ante la realidad que emerge.

Así las cosas, conviene volver a Gramsci y contraponer la figura legal y la realidad social para desmontar tal lógica discursiva que, incluso, permea y hegemoniza la acción política de la izquierda. Frente a los ingenieros del vacío político y la algarabía mediática, es tiempo de afirmar el compromiso por contar la vida para cambiar la historia, para narrar con sentido, que es el consentimiento de los sin nadie, aquellos que, además de costumbres y sentido común, tienen sus propios cuentos y las cuentas claras.

Canal Sur, en cuarentena

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Mientras el candidato Risitas, que ni gracia hace, engaña hasta ayer al personal afirmando que «Andalucía Avanza» mientras no deja de recortar personal sanitario y docente, con franco deterioro de los servicios públicos, el Comité de Empresa de la Radio y Televisión de Andalucía (RTVA) celebró una nueva huelga, coincidiendo con el último día de cierre de campaña, con un porcentaje de seguimiento superior al 80 por ciento.

Lo contamos aquí porque, casualmente, apenas ha tenido eco en los medios del régimen y porque ya quisieran los responsables del ente público radiotelevisivo una cuarta parte de esta cifra de seguimiento en los índices de audiencias. Pero con esta dirección no es que parezca improbable, sino más bien imposible.

El recorte del 10 por ciento del presupuesto, junto a la descarada y abierta manipulación informativa, han deteriorado la empresa a tal grado que “La Nuestra” es hoy solo un baluarte de la guerra cultural de la extrema derecha al servicio de los de siempre, los mismos que nunca creyeron en la autonomía andaluza. Resultado: se ha devaluado un medio público que era referencia en la región y uno de los mejores canales autonómicos del Estado.

De la misma manera que en la Guerra Civil, pasando a degüello a los parias de la tierra y a sus clases más avanzadas e ilustres, los Zancajo de turno –ahora Carmen Torres– se han dedicado a censurar y a eliminar toda voz no plegada a esta función vicaria de Telebendodo.

Ello ha agravado los conflictos en las redacciones con una plantilla insuficiente, desmoralizada por la falta de proyecto y liderazgo y la continua injerencia de los comisarios del Risitas. Al tiempo, la recaudación publicitaria ha descendido, el déficit ha aumentado, la audiencia sigue en descenso paulatino, la credibilidad se mantiene gravemente afectada y algunos, mientras, haciendo el negocio de las productoras o en la espiral del disimulo como Más Análisis, de Teodoro León Gross, que empezamos a dudar si alguna vez fue profesor de Periodismo o simple lector de Dovifat convertido –o, quizás, convencido de ser mero speaker de Bendodo–.

Todo ello sin comentar la proliferación de tertulianos de extrema derecha en este y otros espacios. Vamos, que lo del pluralismo no lo han entendido ni lo entenderán. Más aún si hay campaña de por medio. El tratamiento de Vox y el PP ha sido bochornoso y el ocultamiento de opciones políticas transformadoras, una vergüenza.

Canal Sur ha actuado con premeditación y alevosía, incluso haciendo invisible en las encuestas la opción Por Andalucía. Pero ¿qué podemos esperar de una mesa de análisis de derechistas travestidos de demócratas y otros lindos portavoces del orden instituido, otrora pregoneros del PSOE o, incluso, del PA? Nada nuevo bajo el sol.

Por ello, Canal Sur está en huelga y nos tememos que en cuarentena, si no en la UCI. Es previsible, además, en la actual coyuntura, que ni la promoción turística contribuya a una mejoría ante la ausencia de una prospectiva integral de comunicación para el desarrollo que haga sostenible la propuesta.

En otras palabras, proyectos de contenidos como Canal Sur Más (OTT) van a ser pan para hoy y hambre para mañana, una huida hacia adelante que ni el propio director general cree. La pérdida de media de un 10 por ciento probablemente termine siendo mayor con el paso del tiempo, por demografía y mala gestión.

Sin recursos, la plataforma será un contenedor vacío carente de proyección real, mientras se apropian de La Nuestra para garantizar que los andaluces no se levanten. Para eso están al frente de la RTVA. Son, como decía el maestro Antonio López Hidalgo, «de la hermandad del cazo»: pusieron la mano cuando el PSOE era quien mandaba; lo hicieron cuando el PA tenía algo de poder en la Junta; lo han hecho ahora con PP y Ciudadanos; y estamos convencidos de que, incluso, lo harán con VOX.

Viven para ello y carecen de todo compromiso público. Tampoco es esperable que los órganos parlamentarios que fueron creados para vigilar el buen funcionamiento del sector –léase el Consejo Audiovisual de Andalucía– pongan coto a tales desmanes. Ya vimos el papel de su presidente, Antonio Checa, con la contrarreforma de la Ley Audiovisual andaluza. De pena.

Mientras siga cobrando elevados emolumentos en lugar de la paga como jubilado, todo bien, gracias. Lo suyo no es precisamente cumplir el mandato de representación, ni cambiar nada. Ya lo harán otros, que es mejor echarse la siesta en el despacho y pasar de puntillas que asumir el mandato ciudadano, no vaya a ser que quien manda se moleste.

Bien lo sabemos en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla, cuando fue decano. Ser y estar, pero solo aparentando. No mudar, no hacer, no moverse, no trabajar: solo la espiral del disimulo, por verónicas, a lo Rajoy, que es el estilo que imprime sello en esta tierra.

Colaborador en su momento de El Mundo, debe estar feliz de que Rosell pudiera ser director general de la RTVA –ya están algunos correligionarios como Carmen Torres como avanzadilla, con los resultados conocidos–. Pero tenemos una mala noticia para los miembros de la hermandad del cazo: con Vox se quedarán sin voz y sin chiringuito (como lo califican los Toni Cantamañanas de turno).

Toca ahora, por lo mismo, por urgente necesidad, informar a la ciudadanía de que nos quieren robar lo nuestro, lo común, y hasta la esperanza. Sabemos que no podrán. Y, lo más divertido, ni siquiera lo saben. Es lo que tiene la miopía intelectual: no alcanzan a ver más allá de sus propias narices.