Ahora que vuelven los espectros y un fantasma recorre de nuevo Europa, coronavirus mediante, hay que aclarar, ya que todo parece un juego o película distópica, que al capital especulativo, más que el fantasma del comunismo, le preocupa la actividad de los «roedores marxistas». Así nos denominaba hace algunos años la patronal de la publicidad, con motivo de la regulación de la Directiva Televisión sin Fronteras. Y hoy parece que vuelve a estar de moda en el léxico de algunos actores políticos. Vamos, que «semos peligrosos», como decía, en versión patria, Makinavaja. Es decir, ratas de barrio, gente de mala reputación o, según definiera la Psicología de las Multitudes, clases peligrosas.
Lo que nadie dice, menos aún los medios de referencia dominante, en justa lógica con este discurso, es, si somos roedores, qué son ellos. ¿Felinos o prohombres y emprendedores de la riqueza nacional? ¿Quizás halcones o buitres? No es casual, hoy que hemos de impartir docencia en la universidad con una herramienta privativa (Blackboard) la ausencia de todo enunciado en este sentido.
En nuestro espacio público, lo que prima siempre es la lógica de la caja negra. Invariablemente se impone el fetichismo de la mercancía. De hecho, la publicidad busca conectar un producto con el público heterogéneo a partir de un deseo o estructura profunda de persuasión y una carencia que, por principio, siempre desconocemos. Esto es, la función paradójica de la publicidad es mostrar lo no aparente, manteniendo siempre oculto más de lo que dice.
Por ello, el lenguaje publicitario es fabulado y fabuloso, exalta la espectacularidad, embruja, hechiza y seduce tanto como silencia. Se trata de un lenguaje poético, lírico, eufemístico, hiperbólico, y hasta eufóricamente exaltado. En los anuncios, de un tiempo a esta parte, prima en consecuencia el código humorístico, el lenguaje desenfadado, paradójico y banal.
La búsqueda del placer musical de las palabras favorece así una estética de la creación verbal inocua, trivial y hasta chabacana, propia de una cultura ligera y, en lo esencial, paródica, capaz de ironizar y reírse de sí misma al cumplir eficazmente la función que la estructura económica la ha asignado a priori y que nunca nos muestra. De ahí que las continuas referencias de los anuncios al producto y a la competencia, más allá de la compleja trama de diálogos intertextuales que teje en la recepción con la audiencia, encubran sistemáticamente lo que nunca debemos y se nos deja conocer.
En este empeño de la pornografía sentimental que nos invade con anuncios solidarios y bienpensantes, emplazándonos al bien común, las distancias de los actores de la comunicación resultan del todo contradictorias, al primar el discreto encanto de la burguesía y su imaginación absurda de una fantasía onírica de sueños no realizados que incitan a reproducir más de lo mismo: el consumo hasta morir.
La autenticidad rara vez forma parte de la retórica aplicada por este tipo de mensajes. Todo es simulacro, en especial si pensamos en el interés público. Toda voluntad de mímesis, de conservación y ayuda a los otros, no es más que la proyección positiva del capital para influir en la norma de consumo de masas. Una operación más física que sentimental, pese al referente semántico de la voluntad cooperativa manejada.
Así, por ejemplo, el aumento del volumen de sonido, a diferencia de los programas de relleno de la televisión, se programa con el fin de captar el interés y atención de la audiencia, o el uso de colores, formas y movimientos muy llamativos tienen por objeto sorprender visualmente a los espectadores, algunos de ellos menores de edad.
Los mensajes estructuran por otra parte la información para el cambio de actitudes en esta crisis, como en la llamada normalidad, por medio de la imitación de modelos y estilos de vida, de interiorización de creencias y valores, y de sumisión al producto del deseo, con la promesa o beneficio sugerido en la misma comunicación publicitaria como reclamo.
A tal fin es recurrente la explotación estética de la moda y la lógica posmoderna de la estética del revival (cualquier tiempo pasado fue mejor, incluso en el franquismo), con la intención de lograr la participación activa del espectador en un acto de identificación, reforzando la pérdida de referencia y la asociación del producto con el recuerdo y los deseos más íntimos del público en forma de juegos de palabras, en los que el simple deleite paradójico resulta funcionalmente recurrente en la seducción y retención selectiva de la audiencia.
El uso arbitrario de sufijos, construcciones gramaticales y aliteraciones, cacofonías o encabalgamientos de todo tipo, entre otros recursos lingüísticos, sirven de acuerdo a esta lógica como un instrumento o efecto placebo de promoción en demanda de una complicidad e implicación del público, convertido en lector con-vencido (hace años vencido y desarmado) y hoy copartícipe, cuando no directamente colaboracionista, de una suerte de fascismo amable que nos repiten a ver si, conforme al principio conductista de reforzamiento, se asumen con familiaridad estos valores o ideas fundamentales de la campaña de guerra en la que estamos inmersos.
La industria publicitaria, no hay que olvidarlo, es antes que nada una industria de la persuasión que participa de la concepción de la comunicación como dominio. Todo lo contrario de la Comunicación para el Buen Vivir. Ahora que nos enfrentamos al colapso del sistema es hora de cuestionar el sentido de la publicidad y la transparencia, una práctica hegemónica que se antoja como mínimo disruptiva, cuando no un oxímoron, otro tropo publicitario no apto para el análisis crítico de la comunicación como bien común.
En otras palabras, es tiempo de problematizar el agujero negro del consumo, la reproducción social, en suma. Ello implica disputar el sentido de la vida y de las formas ideológicas cotidianas asociadas a procesos inconscientes como la cultura del «consume hasta morir».
Como dejó escrito Maurice Dobb, el capitalismo básicamente se caracteriza como sistema de regulación social por favorecer las formas de vida no conscientes. La ley del valor indica que estamos ante un sistema de producción e intercambio que opera sin regulación colectiva y racional.
Por ello, pensar la comunicación, en nuestro tiempo, pasa por problematizar el discurso publicitario desde los mundos de vida y la voluntad insumisa de autonomía de la gente común. Y por develar que mientras se hacen pendejos los amos de la información y de la internacional publicitaria, disimulando que lo que piensan es que la ley de la indiferencia, propia del discurso publicitario, nos oculta otra ley, la lección que Felipe González aprendió de Deng Xiaoping. A saber, gato blanco o gato negro, da igual: lo importante es que cace ratones.
Por suerte, cabe recordar que ellos, los amos de la internacional publicitaria, tienen también su caja negra, y no saben que los ratones, llámense Pixie o Dixie, aprendieron a sobrevivir a toda amenaza o cercamiento. Al gato Jinks solo le queda, pues, seguir exclamando «¡malditos roedores!». Así es la historia y este es el juego en el que estamos: se llama lucha de clases, aunque lo disfracen siempre en forma de lucha de frases.