En Andalucía –y, en general, entre la izquierda patria– andamos de vueltas con los Monty Python y La vida de Brian, adorando la división cuando más necesitamos sumar y multiplicar los esfuerzos de confluencia para transformar la vida y cambiar la historia.
Debe ser que algunos no pasaron por la clase de aritmética o solo rieron los chistes de los muchachos británicos sin echar cuenta o comprender la crítica explícita contenida en la secuencia porque, si en verdad procuraran pensar, no estarían en las artificiosas diferencias sin criterio de distinción, salvo el «divide y vencerán». Un principio propio de pendejos o líderes extraviados incapaces de otra cosa que escuchar a los palmeros.
Por ello tiene lugar la desafección cívica. Y por lo mismo, también, Andalucía no cuenta. Estos días, la Plataforma Andalucía por la Mayoría Social atisbó una ventana de esperanza en forma de coalición de las ilusiones por la construcción de una alternativa para nuestra tierra y una política inteligente con la que sumar.
Sobra decir, porque es público y conocido, que tal convocatoria fue un éxito y ha abierto ventanas de oportunidad para construir alternativas de futuro y esperanza para el Sur y para los de abajo. Pero también es reconocido que lograr el objetivo de una lógica frente a la devastadora máquina de destrucción neoliberal de la derecha extrema no va a ser cuestión de días ni tampoco nada fácil.
Hay que mudar formas de articulación política, cambiar las posiciones de observación y permear sobre todo las organizaciones partidarias con cuerpo y pasiones alegres, con más ciudadanía y mayor capacidad de escucha activa, que no es solo oír demandas en audiencia sino, más bien, procurar por sistema transformar la vida y cambiar la historia a ras de suelo, al cabo de la calle, con sentido del común.
La vindicación útil de los derechos, la realización política efectiva, pasa por actuar en lo concreto, de forma recta en la izquierda, evitando sectarismos y salmos para la autopromoción publicitaria. Análisis, crítica, elaboración colectiva y unidad programática de acción. Ni más ni menos.
En el homenaje que hicimos hace un año en La Carbonería a Julio Anguita, con el buen oficio de mi amigo Sebastián Martín Recio, la lección compartida por los asistentes fue más que clara a este respecto, pero algunos no acaban de enterarse. Miran más hacia arriba de Despeñaperros que a los lados y hacia abajo, justo cuando más hemos de transitar por el frente amplio de una mayoría de progreso.
Toda política contraria a este mandato es renunciar a mandar obedeciendo a los sectores subalternos, que piden, emplazan y –hoy más que nunca– esperan construir otro modelo de país en Andalucía. Más aún, toda propuesta no comprometida con este principio está condenada al fracaso.
Es hora, pues, de una convocatoria por la gente; hora de multiplicar la disidencia, que no es dividir la izquierda sino articular el descontento contra el austericidio en su forma política y no lo contrario, que es lo que está sucediendo: dinamitar, en fin, las luchas sociales por falta de dirección y representación en formas organizativas que, por necesidad histórica, han de ser innovadoras, híbridas, político-sociales y movimientistas, como dicen en otras latitudes.
Y quienes se enroquen en su aislamiento, sepan que, como sucediera en otros momentos no tan lejanos en el tiempo, la historia los retratará, básicamente como lo que vienen siendo: aves de paso, tragicómicos personajes burlescos o, peor aún, traidores a la causa del pueblo andaluz por activa u omisión manifiesta.
Porque no todo el problema de nuestra tierra es culpa exclusiva del Gobierno ultra de Moreno Bonilla o por décadas del partido-Junta del PSOE, que ni está ni se le espera . Hay una responsabilidad histórica que hemos de asumir la izquierda andaluza trascendiendo modelos periclitados evitando la tentación de la llamada «nueva política», más propia de una feria de vanidades que como se propone de una cultura radical.
De hecho, este es el principal peligro de la comunicación política progresista. La nueva generación de dirigentes son de la cultura del like, no del pensamiento negativo, ni antagonista, sino del discurso de «fenomenal», esto es, viven anclados en la hapycracia de lo peor.
En una reciente exposición del Centro Cultural Conde Duque en Madrid, Superlikes, uno aprende a pensar que el clickactivismo es la política de lo imposible, la pospolítica o, si prefiere el lector, la antipolítica de la nadería, porque no hay mediación cognitiva, ni social ni política.
Una estética relacional que niega todo principio de compromiso, que surfea en el narcisismo primitivo, sin sustancia, ni verdad, basculando solo en el universo de la reacción. Es tanto como decir que habitan en la reproducción del orden reinante, de derecha a izquierda, de arriba abajo, contando con las bases replicantes que hoy proliferan por doquier.
Semiótica de la simulación poco o nada evocativa, salvo la de recitar el salmo del líder electrónico de turno. Y en este modo de producir el relato, la fuerza de la elipsis se ha eclipsado por el presente perpetuo del like, por el carrusel de la vanidad incandescente que todo lo abarca y que, a fuerza de tanta futilidad, vamos a acabar añorando el cuplé y el género chico, lo nacional popular, y la política cabaretera que es más de Brecht que de Echegaray.
Concluyo. La política, como la academia, se ha convertido en una casa de citas, una suerte de arte manierista de la nada por principio, salvo la emulación o el mero enunciado de la espiral del disimulo. Así las cosas, la lógica citacionista de la pura reproducción inocua que todo lo inunda nos deja sin voz ni horizonte histórico.
No sé si los smart boys o la generación de cristal adolecen de un malestar tanto fisiológico como cultural que determine esta forma de comunicación, pero lo que es una evidencia es que nos gobierna un ecosistema de mediación simbólica que puede ser considerado una pandemia y que, desde una ética emancipadora y socialista, debe por principio, y cuanto antes, ser combatida. Y no casualmente, por cierto, sino empezando por la Andalucía barroca. No obstante, son cosas que uno piensa en tiempos de confusión: no haga el lector mucho caso.