La metamorfosis

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Acabo de concluir la tercera temporada de la serie Narcos. Trepidante, con un guión cuidado y una magistral interpretación actoral de todo el reparto, sin altibajos ni secundarios de relleno que no dan el ancho. Impecable factura de una fórmula narrativa que tiene éxito básicamente porque muestra la realidad cruda tal cual es: desde la violencia entre bandas narcotraficantes a la corrupción del PRI Estado o el feminicidio de Ciudad Juárez. Una producción que nos muestra la vida cotidiana de nuestro México lindo y querido.

Quienes hemos vivido y amamos esta segunda patria bien sabemos que lo narrado es una ficción veraz que muestra subrepticiamente, sin querer queriendo, la vida cotidiana de los de abajo, los sin nadie, e incluso la estética que en los ochenta y noventa se impuso como norma en Tijuana o Cali.

Hablamos, como en Sin tetas no hay paraíso, del cambio del cuerpo y los modos y usos, una metamorfosis que convirtiera a la mujer en valor de cambio y el valor de cambio en flujo que todo mudaba con el dólar y el perico como actores protagonistas de las formas reinantes.

Algo similar a lo que observamos con el colapso del capitalismo que estamos viviendo. O, si prefieren, en el mundo al revés, la emergencia y dominio en la esfera pública de las formas subalternas de expresión. Así, el “Sleazecore” es la última tendencia estética de esta era neobarroca que asume el estilo delincuencial del narcotráfico imitando a Pablo Escobar cuando los magnates del Capital y el FMI habitan en Alcalá Meco.

De Justin Bieber a Miami Vice, el antihéroe marginal se impone como modelo de referencia, del tatuaje carcelario y la cultura plebeya al trap y el reagetton. Así, el estilo maximalista de Jeremy Scott tiene ecos de las series de Netflix. El imaginario contrabandista empieza a invadir la cultura pop, con lo que ello implica como forma dominante. Y se proyecta en formatos como Mujeres, Hombres y Viceversa, un modelo de referencia de canis y chonis que tienen su predicamento en los jóvenes sin esperanza que emulan la distopía de Black Mirror en la forma-concurso del éxito a partir de tratar de marcar una diferencia que es la indiferencia de lo mismo como eterno retorno.

Más allá del imperativo del discurso patriarcal y falocéntrico, lo que prima en la cultura de La Isla de las Tentaciones no es tanto la desigualdad de género como la igualación por el principio de universal equivalencia del reino de la fantasía, de la imagen.

El sentido de este formato es la lógica de la forma mercancía. El mercado de los afectos es el eterno retorno de la circulación de canis y chonis condenados a rolear porque el principio real de la circulación no es otro que la falsa promesa de ser diferentes, de ser distinguidos, aplazando el sueño dorado de quedar fijo en el reino del Olimpo catódico propio del escaparate mediático.

Esta deriva afecta por igual a la información rosa, los reality shows o los cantantes de moda a lo Tangana. Como anticiparan Los ilegales, son macarras, son horteras y van a toda hostia por la carretera, probablemente para estrellarse, porque la oferta supera a la demanda. Hay mucho cani suelto dispuesto a su minuto de gloria («porque yo me lo merezco» sería la expresión apropiada del nuevo individualismo quinqui).

El caso es que esta tendencia apunta el dominio de la pulsión plebeya a nivel formal, aunque dominada por el mito de Robinson Crusoe, desconectada de lo social, de las posibilidades políticas de los retazos y detritus de la historia. Así que conviene empezar a vindicar con esta estética de lo marginal y una alternativa de lo común.

Cuando las iglesias se vacían y los museos se llenan, es tiempo de asumir el culto a una estética sucia o por qué no defender lo cerdo y constituirnos en piara, como nos dicen en el Norte, más aún cuando funciona tan bien el ibérico y el Museo del Jamón.

Mientras nos contentamos con empezar a perrear con Bad Bunny, conviene empezar a mirar las formas que aparecen, al menos para eludir los peligros de una metamorfosis sin poder real de transformación, por mucho que lo piensen algunos. Yo, por mi parte, me comprometo a asumir ese compromiso.

Mi amiga Maka, que ha sido madre recientemente, siempre me critica por ser tan formal (no crean que solo en el universo académico o en el estilo clásico de vida, sino incluso a la hora de escribir). Es capaz de impugnar mi modo traje o quitarme la corbata si me descuido entre cerveza y cerveza en Tramallol.

Ella ya me solicitó «menos chaqueta y más chandalismo». Así que hacemos nuestra su proclama. Si hace tiempo vindicamos la fiambrera obrera, lo de Hugo Chávez fue premonitorio. Debiera haber exigido derechos de autoría por el uso del chándal a las firmas de moda o los cantantes de éxito. ¿Sabrán los figurantes de Mujeres y Hombres y Viceversa este antecedente? Me temo que no. No leen, solo escuchan y miran la pantalla, y no para leer precisamente el periódico. Cosas de la metamorfosis que dan que pensar.