Un mal de nuestro tiempo es el de la comunicación total o, para ser más precisos, el de la cultura o idea comúnmente aceptada de que todo es comunicación. Si hay una mala política de gobierno, problemas de pareja, conflictos sociales o cualquier tipo de disfunción institucional, básicamente es debido, en el entendimiento general de la gente, a problemas de comunicación. El pancomunicacionismo nos invade resolviendo, supuestamente, los problemas de nuestro tiempo reducidos, en su complejidad, a meros problemas de mediación. Se actualizan así las propuestas de Elton Mayo, pionero de la sociología y la psicología industriales que inspirara en los ochenta toda política de comunicación organizacional en la empresa. Según Mayo, los conflictos o problemas laborales eran un síntoma de desorden mental de la clase obrera. De acuerdo con el ideario de Ford, los simios amaestrados muestran un perfil psicológico primitivo, dada su tendencia natural a las juergas y todo tipo de hábitos incivilizados. La clave pues para la disciplina de la fuerza de trabajo no era otro que educar en un ambiente psicológico adecuado, socializando, por vía de la comunicación, a los trabajadores en las normas necesarias de comportamiento integrado en la producción. La instauración de un medio ordenado y racionalmente funcional exigió a partir de entonces un esfuerzo de pedagogía por el que la comunicación se introdujo en la fábrica, ampliando sus usos domesticadores especialmente en los años ochenta. Ahora, como advirtiera Castoriadis, fundamentar la razón en el lenguaje o la comunicación resulta, a todas luces, absurdo. Hoy que se atribuye a los jóvenes un comportamiento nada ejemplar en el contexto de la pandemia convendría recordar sus críticas a estas nociones aceptadas de Mayo, al menos en varios sentidos. En palabras del filósofo, desde el punto de vista de las rigurosas exigencias de lo que tradicionalmente se llama fundación, tanto lenguaje como comunicación son simples hechos que pueden servir para lo que queramos, menos para fundar algo. El lenguaje es condición necesaria de la razón, y del pensamiento, pero no suficiente. Se trata más bien de un cuerpo maravillosamente vivo que no contiene la razón, aunque sea condición para ello. No hay decir sin hacer, como no hay creación sin representación e imaginario. Lo contrario son fantasías propias del ciberfetichismo por el que las empresas, como ha dejado escrito Morozov, nos venden su discurso disruptivo de la innovación, las patentes y el emprendedorismo como un simple ejercicio de palimpsesto, negando, por principio, u omisión, que todo proceso de acumulación es por desposesión y que en la era de la comunicación total nada es atribuible a los responsables del devastador paisaje del colapso tecnológico. Claro que tratar de explicar esto a profesionales como Ana Rosa Quintana, la gran comunicadora de la nadidad, es quizás una tarea imposible, un ejercicio pedagógico o gramsciano más propio de un columnista que puede andar extraviado en la razón de un tiempo de emergencia de la sinrazón. De hecho, no es que las tecnologías, como escribiera Jordi Soler en El País, dilapiden el sentido común. De la verdad a lo verosímil hemos pasado a la fe en lo artificioso. Promiscuidad, ligereza, velocidad. .. la mentira, sentenciaba Marc Bloch, requiere una sociedad dispuesta a creer, aunque sea a base de rumores y fantasías, esta es la verdadera razón de ser de la caja negra del actual universo de la comunicación total que reside en el fetichismo de la mercancía.
En suma, el pancomunicacionismo es la coartada de la netocracia y la voluntad de validar la lógica de la universal equivalencia. El discurso mediacional anula para ello la virtud de la política instaurando la religión del divisionismo por el pontificado (los vínculos, puentes, puertos y puertas) de la conexión en el espacio público burgués que todo lo admite y devora a condición, claro está, de reproducir el orden reinante. Toda una lección, más aún, en el proyecto de siliconización que nos quieren vender. Menos mal que quedan en las calles diletantes de la filosofía de la praxis. Peor es nada, aunque Ana Rosa nos quiera convencer de lo contrario.