No hay Autonomía posible sin la institución de lo imaginario, sin explorar, como sugiere Castoriadis, la organización y praxis de lo social como ruptura con el relato del acontecer que lo haga posible. Es común sin embargo que toda referencia a la autonomía local se plantee, por lo general, en términos de descentralización territorial, en el plano físico, y no como un proceso de autodeterminación, en el plano simbólico. Hablar hoy no obstante de Proceso Constituyente y de Andalucía pasa, a nuestro juicio, por explorar y definir, prioritariamente, el imaginario del cambio en el plano comunicológico y cultural, en el campo simbólico de construcción de un país para las gentes que habitan y sufren la mayor precariedad y desigualdad del Estado español. El marco de partida, en este punto, es francamente adverso por décadas de omisión de las fuerzas transformadoras, así como el contexto estructural de la economía-mundo que condiciona los márgenes de intervención a este nivel. En palabras de Arriola, “al mantener la peculiar cultura política del franquismo en la gestión del nuevo capitalismo español, la modernización de este no es completa: la acumulación de capital no se determina a partir de la compulsión de las fuerzas de mercado, sino en un conjunto de actividades que se reproducen gracias a la protección del estado, la realización de beneficios privados con el presupuesto público y la generación de grandes empresas fruto de privatizaciones y no del proceso de centralización del capital; se protegen frente a las fuerzas de la competencia – que arrasa con gran parte del tejido industrial en los años de la apertura al mercado común. Este bloque dominante instituye un peculiar régimen político-social basado en la articulación de los grandes sectores empresariales beneficiados por el pacto de la transición (banca, constructoras, energía, gran distribución, . . . ) y la clase política, que se traduce en un método de financiación opaco de los partidos, y un sistema de cooptación de cuadros políticos hacia los consejos de administración (y también en sentido contrario (…) que garantiza un enriquecimiento personal que justifica la permanente adhesión al régimen y facilita un flujo regular en la cooptación de cuadros intelectuales desde el espacio de oposición en un proceso de transformación molecular” (Arriola, 2017: 10).
Ahora bien, en la actualidad, asistimos, con la crisis del régimen,a la configuración de un nuevo escenario atravesado por la centralidad de la cultura en las estrategias de desarrollo local y regional a tenor de la intensiva internacionalización y mercantilización de las industrias culturales, que, necesariamente, han experimentado un crecimiento exponencial. Esta situación nos enfrenta a la necesidad de reformular las acciones políticas que tradicionalmente venían mediando las complejas relaciones establecidas en el mundo contemporáneo entre cultura, economía y democracia.Los principales debates en los organismos internacionales de regulación (UNESCO, OMC, UIT, etc.) se desarrollan de hecho a partir del desacuerdo acerca del estatus de la cultura como bien público o como servicio sujeto a los principios mercantiles. La tendencia general apunta hacia una progresiva retirada de los actores públicos que reducen sus funciones a la de simples gestores del patrimonio, cuya capacidad de intervención sucumbe ante la vertiginosa integración y concentración, sobre todo cruzada, de las industrias culturales. Es en este contexto donde toma sentido la reivindicación del papel activo de las administraciones públicas a la hora de actuar sobre el ámbito de la comunicación y la cultura enfrentándose a la deriva actual de primar lo comercial a lo creativo, lo rentable a lo innovador en una apuesta por alternativas democráticas frente a los cercamientos que se extienden sobre las culturas locales.
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