No hay democracia sin disenso. El consenso, sea el de Washington o los pactos de la Moncloa, no es per se deseable, a priori, ni encomiable por principio. Si la política y el parlamentarismo es el arte de lo posible, y el acuerdo y el juego de mayorías y minorías una norma consustancial a la democracia, no es un problema que el disenso cobre protagonismo en la dialéctica de deliberación pública, siempre que se respete el hecho mismo de disentir o que este disenso no sea el objeto en sí de la acción política.
Porque si el medio es el fin, si la decisión de confrontar es el motivo del juego concurrencial, estamos ya en una lógica prepolítica o postpolítica, más allá de la necesaria voluntad de mediación. En otras palabras, se impone el reino de la excepción y no de la ley o las reglas del debido diálogo y la atenta escucha.
Del mismo modo que la demoscopia es el arte de la demofobia, la crisis de la representación que hoy resulta de tal deriva es, por la misma razón, el ruido de fondo de la imagética que valida la tesis de la cueva de Platón, con la diferencia de que, en contextos como nuestro país, el duopolio televisivo y el poder económico, y sus terminales judiciales, tienen un margen irrestricto de actuación sin consecuencias, por no decir con total impunidad.
La algarabía de esta forma de comunicación política no es resultado en sí de la polarización, como es común afirmar en los análisis sobre esta lógica de la mediatización política, sino más bien la nula garantía social de ejercicio democrático del derecho, en palabras de Blas de Otero, a la paz y la palabra.
Si el diálogo es una condición existencial, como enseñara Paulo Freire, la imposibilidad de la escucha activa en un sistema informativo monológico y monocorde tiene, como resultado, una dinámica social disyuntiva, disgregadora, cuando no corrosiva del carácter y del propio dominio público.
La célebre expresión «luz y taquígrafos», tan referida por actores políticos y periodistas, no es solo una apelación al principio exigible de transparencia, por lo demás un oxímoron en estos tiempos hipermediatizados cuando, como advirtiera Debord, el secreto es la norma en la sociedad del espectáculo.
Tal binomio (la ilustración, la luz, y la información registrada) propia de la cultura deliberativa y el parlamentarismo apunta a la necesidad de circulación de actualidad de interés público, al derecho a la información, pero también al diálogo y la escucha para procurar el acuerdo, la síntesis, la mediación productiva, en suma. Pues es sabido que, sin mediación, no hay progreso.
El oculocentrismo propio del régimen de información que vivimos sin escucha activa ni diálogo, sin mediación política, no es otra cosa en la cultura TikTok que la comunicación inane y tautista. Una suerte de dinámica tautológica, de un modelo autista de comunicación, cuya más grave erupción visible en la cultura digital es el llamado efecto burbuja, lo que la doctrina del shock ideó, en el laboratorio chileno, siguiendo a Noemí Klein, como proceso necesario de la acumulación por desposesión que siempre exige el aislamiento psicológico, físico y social del receptor, del sujeto de derechos, convertido, en la era Reagan, y su epígono Trump, en un apéndice de la política de medios dirigida por el capital financiero.
En esta dinámica nos encontramos, cuando el Gobierno presentara su Plan de Acción Democrática, un paquete de medidas demandadas, en parte, por las fuerzas políticas del bloque de investidura pero que resulta insuficiente, aun reconociendo, con todo, que supone un avance reformista para mudar las reglas del juego que han naturalizado la mentira y el insulto como modus operandi de los principales actores políticos.
Toca ahora formular, cuando menos, dos cuestiones: ¿abordará el Gobierno, a fondo, el problema de la guerra cultural mediatizada por la extrema derecha y la derecha ultramontana? ¿Se tratará, por fin, de definir una política pública democrática en comunicación con el sector profesional, la sociedad civil y las empresas periodísticas? ¿O todo quedará en un ensayo para que nada cambie y sigamos igual? Las amenazas a la democracia no permiten la indolencia e inacción de un Ejecutivo que, consciente o no, ha de saber que ha sido deslegitimado por el poder económico y mediático sin fundamento alguno desde el primer momento.
En la crisis de régimen y de acumulación que vivimos, el reto estratégico para el futuro de la democracia en España y la UE pasa por una reforma integral de este sector hiperconcentrado y en manos de los poderes económicos, empezando por romper amarras con los hacedores del Brexit de Silicon Valley.
No es un objetivo político fácil de conseguir, pero nos va la vida en ello, ténganlo por seguro. Así que es hora de abrir la espita y abordar la crisis de legitimación de lo público: de los periodistas y los medios, tanto como de los representantes del bien común y sus instituciones.