La era Netflix es la postelevisión a la carta, un tiempo marcado por la voluntad de autonomía del espectador. Los datos de demanda apuntan a que el 30 por ciento de los hogares de todo el mundo tendrán Netflix en pocos años. De nada servirá el boicot de Hollywood a este gigante del audiovisual. Ni la exigencia de las cadenas de televisión en España de que dediquen el 5 por ciento de sus ingresos a producir cine en español.
Los nuevos procesos de integración y concentración de operadores como HBO o las estrategias de Apple y Facebook dan cuenta de una realidad, la de las plataformas digitales, que ha venido para quedarse y que requiere soluciones imaginativas de los poderes públicos para regular y evitar la uniformidad del negocio que ya se está observando como con los autos UBER en la ciudad de San Francisco.
En los últimos meses, el debate sobre la tributación en España de plataformas como HBO y la citada Netflix dan que pensar en este sentido. La propuesta de una tasa Google o financiar el servicio público de la RTVE a través de impuestos directos a estas plataformas es posible y necesario.
Debido a un sistema impositivo precisamente nada o poco progresista, estas grandes compañías, merced al sistema público aplicado a las sociedades, aportan a la Hacienda Pública menos de 50.000 euros, en proporción cien veces menos de lo que tributa un trabajador precario.
Mientras plataformas nacionales como Filmin declararon más de dos millones y medio de facturación, las empresas de origen estadounidense eluden sus obligaciones por la existencia de paraísos en la propia Unión Europea (UE), como Irlanda o Luxemburgo.
De Apple y el vendedor de chatarra, Steve Jobs, al imperio Amazon, el acoso y derribo a la Hacienda Pública corre pareja a la imposición de monopolios y a la explotación de mano de obra barata sin que la Comisión Europea tome seriamente cartas en el asunto. Llevan de hecho anunciando medidas contundentes una década mientras los gigantes globales de la comunicación amenazaban de muerte la diversidad audiovisual.
Si hasta 2022 no habrá armonización en el IVA en el espacio euro, imaginen una regulación sobre la tributación de sociedades y los paraísos fiscales en el espacio de la UE. Es probable que, ya para esa fecha, Netflix domine el mercado de consumo y producción audiovisual y que España, su industria fílmica, sea una mera maquila del gran emporio que se está fraguando.
Eso sí, podemos seguir pensando en la trama de Juego de Tronos cuando la verdadera compleja narrativa que nos afecta y se cobra víctimas es la de los nuevos oligopolios culturales.
Mientras el cine está siendo revolucionado, la cultura streaming se impone como norma en el consumo de ficción audiovisual; se mezclan formatos, la televisión es serie de ficción, las series cine de folletín, los actores no sabemos si hacen cine, series televisivas o son como Keanu Reeves: personajes de videojuegos como Cyberpunk 2077.
Todo es confuso e hibridado. La cuestión es qué política cultural hemos de diseñar a nivel del Estado, las regiones y la propia UE cuando nos hemos convertido de satélites en un espacio colonizado por el americanismo, que impregna incluso los criterios de asignación de ayudas del antiguo Plan Media.
En definitiva, en la era del capitalismo de plataformas hay que centrar la mirada, más allá de la tributación, en la estructura de la información, siendo conscientes de que el problema de la propiedad intelectual no puede ser restringido al derecho, al medio contractual de legislaciones, tratados y monopolios cognitivos, que favorecen la jurisprudencia angloamericana y su biopiratería.
En otras palabras, tenemos el reto de pasar del derecho positivo a la política. En juego están los bienes públicos comunes (cultura, información, saber, educación). El bien patrimonial a este nivel es un bien de lo procomún que se caracteriza por la indivisibilidad de su oferta por la que cada miembro de la colectividad consume en su totalidad este bien o este servicio, o se beneficia de la existencia de determinado stock de este tipo de bien.
En la era Netflix, tal lógica se amplía geométricamente y hace necesaria una política de comunicación activa que nunca puede estar disociada de una política de enseñanza y de investigación científica, recíprocamente. En palabras de Mattelart, no habrá sociedad de saberes sin interrogarnos sobre los procesos de concentración capitalista de las industrias culturales que, si nosotros no las resguardamos, corren el riesgo de prefigurar las lógicas estructurales en los modos de implantación de los dispositivos del saber.
Las grandes instituciones internacionales se resisten a esa visión integradora y me temo que, además de Bruselas, nuestro Gobierno y hasta nuestras universidades, entregadas a Microsoft y al Imperio Google, han renunciado a sus responsabilidades institucionales. Es hora, pues, de organizar la resistencia.