El futuro de los medios públicos

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Elproyecto de ley de transposición de la Directiva Comunitaria sobre Servicios de Comunicación Audiovisual (2018/1808) de la UE a nuestro país, que puede ser recordada como la Ley Calviño, plantea en nuestros días, liquidado el proceso de concurso público de la RTVE y tras décadas de franco deterioro del servicio público radiotelevisivo, un escenario nefasto para la democracia y la calidad cultural de nuestra sociedad. Concluida la fase de audiencia pública, el anteproyecto de Ley General del Audiovisual que presenta al Parlamento el Ejecutivo no sólo es revelador de la insistencia liberalizadora en una materia tan sensible, sino que además avanza en dirección a un claro retroceso democrático limitando el pluralismo y la calidad del sistema informativo en un país, el nuestro, históricamente renuente a políticas activas de acceso y diversificación del sistema mediático nacional. En este sentido, y aun amparándose en el marco de la Estrategia Digital del Estado, el anteproyecto no sólo reforma, en un sentido regresivo, la vigente Ley General del Audiovisual (7/2010), sino que refuerza lo que algunos calificamos como modelo Monti (comisario y hombre de confianza de Berlusconi) que iniciara en Bruselas la primera andanada contra los medios públicos europeos en beneficio de actores como Fininvest (hoy Mediaset).

Es probable que las numerosas alegaciones presentadas por plataformas como Teledetodos sean ignoradas en la tramitación parlamentaria, en buena medida porque impera una visión comunicacional dominada por ingenieros, sea del Ministerio de Asuntos Económicos y Transformación Digital, o ultraliberales de la Comisión del Mercado de la Competencia (CNMC). Ello explica la asunción de las tesis más conservadoras de adaptación de la normativa comunitaria, en especial en lo relativo a la publicidad, que de la Directiva Televisión sin Fronteras a nuestros días viene dando lugar a una colonización sin precedentes del espacio público.

Si la política emula el modelo Trump, en nuestro país los medios no iban a ser menos y es previsible con este nuevo marco normativo que terminemos asistiendo a un espectáculo deportivo o al visionado de un film como una verdadera carrera de obstáculos para sortear los anuncios invasivos y la saturación publicitaria que impulsa el duopolio televisivo. De la Ley Uteca a la Ley Audiovisual de Andalucía, pasando por las enmiendas y recortes presupuestarios de los medios públicos, asistimos en fin a una ceremonia de la confusión que no consiste en otra cosa que el cercamiento y desmontaje del servicio público radiotelevisivo como hoja de ruta del poderoso lobby que dicta la norma en el sector para el caso de España. El escenario que se dibuja en el horizonte, de no mudar significativamente el redactado de la ley, es el modelo de Murcia o Canarias y la progresiva externalización de servicios básicos como ya sucediera en Canal 9 y ahora en la RTVA. Por lo mismo, la norma no apuesta por una comunicación ciudadana. La adaptación al mercado que propone el borrador es la razón con la que justificar la liquidación definitiva del dominio público. Y la flexibilidad, la seguridad de los operadores que dominan el mercado. La autorregulación y corregulación que apunta la norma es, en fin, más de lo mismo, el reforzamiento de una estructura antidemocrática y concentrada de poder de difusión de las imágenes de unos pocos contra la voluntad de muchos. Como ya está sucediendo en la sanidad y la educación, la opción neoliberal empieza por privatizar todo servicio público para su explotación por operadores privados, y termina por negar el derecho de acceso, aunque, como en Andalucía, esté protegido por Estatuto. Sorprende, no obstante, que la visión dominante, incluso de un Gobierno supuestamente progresista, sea, en esta materia, la de los medios mercantilistas: una concepción que renuncia a la cultura para imponer el negocio, que recorta derechos para garantizar share, que restringe el pluralismo para favorecer el oligopolio. Llama la atención, por lo mismo, que, como con el concurso público, esta lógica se imponga sin debate alguno, ni siquiera en el ámbito académico y profesional, con absoluta falta de respuesta de la sociedad civil ante un discurso y práctica política que afecta a la calidad democrática y la formación de la ciudadanía. Esperamos que esta tribuna sirva a iniciativas como la Plataforma en Defensa de la RTVA, que ha iniciado un proceso de no retorno para garantizar lo que dice la ley: medios públicos públicos. En Andalucía, Canal Sur y medios locales de todos y para todos. Sencilla premisa que sólo requiere voluntad política.

Malditos roedores

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Ahora que vuelven los espectros y un fantasma recorre de nuevo Europa, coronavirus mediante, hay que aclarar, ya que todo parece un juego o película distópica, que al capital especulativo, más que el fantasma del comunismo, le preocupa la actividad de los «roedores marxistas». Así nos denominaba hace algunos años la patronal de la publicidad, con motivo de la regulación de la Directiva Televisión sin Fronteras. Y hoy parece que vuelve a estar de moda en el léxico de algunos actores políticos. Vamos, que «semos peligrosos», como decía, en versión patria, Makinavaja. Es decir, ratas de barrio, gente de mala reputación o, según definiera la Psicología de las Multitudes, clases peligrosas.

Lo que nadie dice, menos aún los medios de referencia dominante, en justa lógica con este discurso, es, si somos roedores, qué son ellos. ¿Felinos o prohombres y emprendedores de la riqueza nacional? ¿Quizás halcones o buitres? No es casual, hoy que hemos de impartir docencia en la universidad con una herramienta privativa  (Blackboard) la ausencia de todo enunciado en este sentido.

En nuestro espacio público, lo que prima siempre es la lógica de la caja negra. Invariablemente se impone el fetichismo de la mercancía. De hecho, la publicidad busca conectar un producto con el público heterogéneo a partir de un deseo o estructura profunda de persuasión y una carencia que, por principio, siempre desconocemos. Esto es, la función paradójica de la publicidad es mostrar lo no aparente, manteniendo siempre oculto más de lo que dice.

Por ello, el lenguaje publicitario es fabulado y fabuloso, exalta la espectacularidad, embruja, hechiza y seduce tanto como silencia. Se trata de un lenguaje poético, lírico, eufemístico, hiperbólico, y hasta eufóricamente exaltado. En los anuncios, de un tiempo a esta parte, prima en consecuencia el código humorístico, el lenguaje desenfadado, paradójico y banal.

La búsqueda del placer musical de las palabras favorece así una estética de la creación verbal inocua, trivial y hasta chabacana, propia de una cultura ligera y, en lo esencial, paródica, capaz de ironizar y reírse de sí misma al cumplir eficazmente la función que la estructura económica la ha asignado a priori y que nunca nos muestra. De ahí que las continuas referencias de los anuncios al producto y a la competencia, más allá de la compleja trama de diálogos intertextuales que teje en la recepción con la audiencia, encubran sistemáticamente lo que nunca debemos y se nos deja conocer.

En este empeño de la pornografía sentimental que nos invade con anuncios solidarios y bienpensantes, emplazándonos al bien común, las distancias de los actores de la comunicación resultan del todo contradictorias, al primar el discreto encanto de la burguesía y su imaginación absurda de una fantasía onírica de sueños no realizados que incitan a reproducir más de lo mismo: el consumo hasta morir.

La autenticidad rara vez forma parte de la retórica aplicada por este tipo de mensajes. Todo es simulacro, en especial si pensamos en el interés público. Toda voluntad de mímesis, de conservación y ayuda a los otros, no es más que la proyección positiva del capital para influir en la norma de consumo de masas. Una operación más física que sentimental, pese al referente semántico de la voluntad cooperativa manejada.

Así, por ejemplo, el aumento del volumen de sonido, a diferencia de los programas de relleno de la televisión, se programa con el fin de captar el interés y atención de la audiencia, o el uso de colores, formas y movimientos muy llamativos tienen por objeto sorprender visualmente a los espectadores, algunos de ellos menores de edad.

Los mensajes estructuran por otra parte la información para el cambio de actitudes en esta crisis, como en la llamada normalidad, por medio de la imitación de modelos y estilos de vida, de interiorización de creencias y valores, y de sumisión al producto del deseo, con la promesa o beneficio sugerido en la misma comunicación publicitaria como reclamo.

A tal fin es recurrente la explotación estética de la moda y la lógica posmoderna de la estética del revival (cualquier tiempo pasado fue mejor, incluso en el franquismo), con la intención de lograr la participación activa del espectador en un acto de identificación, reforzando la pérdida de referencia y la asociación del producto con el recuerdo y los deseos más íntimos del público en forma de juegos de palabras, en los que el simple deleite paradójico resulta funcionalmente recurrente en la seducción y retención selectiva de la audiencia.

El uso arbitrario de sufijos, construcciones gramaticales y aliteraciones, cacofonías o encabalgamientos de todo tipo, entre otros recursos lingüísticos, sirven de acuerdo a esta lógica como un instrumento o efecto placebo de promoción en demanda de una complicidad e implicación del público, convertido en lector con-vencido (hace años vencido y desarmado) y hoy copartícipe, cuando no directamente colaboracionista, de una suerte de fascismo amable que nos repiten a ver si, conforme al principio conductista de reforzamiento, se asumen con familiaridad estos valores o ideas fundamentales de la campaña de guerra en la que estamos inmersos.

La industria publicitaria, no hay que olvidarlo, es antes que nada una industria de la persuasión que participa de la concepción de la comunicación como dominio. Todo lo contrario de la Comunicación para el Buen Vivir. Ahora que nos enfrentamos al colapso del sistema es hora de cuestionar el sentido de la publicidad y la transparencia, una práctica hegemónica que se antoja como mínimo disruptiva, cuando no un oxímoron, otro tropo publicitario no apto para el análisis crítico de la comunicación como bien común.

En otras palabras, es tiempo de problematizar el agujero negro del consumo, la reproducción social, en suma. Ello implica disputar el sentido de la vida y de las formas ideológicas cotidianas asociadas a procesos inconscientes como la cultura del «consume hasta morir».

Como dejó escrito Maurice Dobb, el capitalismo básicamente se caracteriza como sistema de regulación social por favorecer las formas de vida no conscientes. La ley del valor indica que estamos ante un sistema de producción e intercambio que opera sin regulación colectiva y racional.

Por ello, pensar la comunicación, en nuestro tiempo, pasa por problematizar el discurso publicitario desde los mundos de vida y la voluntad insumisa de autonomía de la gente común. Y por develar que mientras se hacen pendejos los amos de la información y de la internacional publicitaria, disimulando que lo que piensan es que la ley de la indiferencia, propia del discurso publicitario, nos oculta otra ley, la lección que Felipe González aprendió de Deng Xiaoping. A saber, gato blanco o gato negro, da igual: lo importante es que cace ratones.

Por suerte, cabe recordar que ellos, los amos de la internacional publicitaria, tienen también su caja negra, y no saben que los ratones, llámense Pixie o Dixie, aprendieron a sobrevivir a toda amenaza o cercamiento. Al gato Jinks solo le queda, pues, seguir exclamando «¡malditos roedores!». Así es la historia y este es el juego en el que estamos: se llama lucha de clases, aunque lo disfracen siempre en forma de lucha de frases.

Publicidad y muerte

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Los tiempos de elevada mortandad son siempre, por lo general, momentos propicios para situaciones paródicas y una estructura del sentimiento proclive a la sátira y al humor negro cuando no a la bárbara contradicción y al burdo sinsentido. Entre las ocurrencias sorprendentes en la pantalla chica de esta crisis o situación de emergencia llama poderosamente la atención la publicidad orientada al discurso de la solidaridad para la venta. Un claro ejemplo de las formas perversas del eterno ritornello de la política de lo peor pues, por definición, la publicidad marca al público contra la vida en función del espejismo de la promesa de un nosotros que el propio mensaje niega.

En esta comunicación simulada, el sujeto, supuestamente racional y calculador, es un imposible, un Robinson falaz, que diría Marx, un negado actor social manipulado por las emociones y el fetichismo de la mercancía. Así, la marca funciona como señuelo que identifica y reclama al consumidor.

Se trata, en cierto modo, de una forma de jerarquización y distinción del mercado, estratificando la demanda en un proceso de individualización y diferenciación social que discrimina y unifica, a la vez, paradójicamente, el consumo social como lo hacen también los reality shows que hace tiempo aprendieron que todo y todos son vendibles y objetos de mercadeo.

Piense el lector en First Dates, la iglesia de la consumación de la cultura del postureo y el culipandeo como reclamo de la realización del valor de quien se exhibe. La publicidad, como este tipo de programas, marca así, posiciona e identifica tanto al producto como a los consumidores, desmaterializando el acto de consumo público mediante los atributos simbólicos que integran a los consumidores en el valor de cambio imaginario del producto, a condición de dotar de vida y existencia subjetiva, metafóricamente hablando, a los objetos y productos finales de la circulación de capital. Un poco muriendo, aunque sea con el deseo de superar la pandemia. Cosas curiosas de nuestro tiempo.

Pero no debería resultar sorpresivo. Ya sabíamos que la publicidad es la negación de la vida. Y que, como advirtiera Jesús Ibáñez, opera sobre los consumidores operando sobre los productos. Mediante productos transformados en metáforas, transforma a los consumidores en metonimias, en apéndices de la mercancía.

Los consumidores son parte de los objetos de consumo, son cosificados, mientras los productos y bienes de consumo público son subjetivados, adquieren personalidad propia, o la simulan, como efecto del discurso. La publicidad desmaterializa de este modo idealmente los objetos y productos de consumo hasta el punto de personalizarlos por efecto de la proyección con valores, normas y estilos de vida deseados, a fuerza de inducción y seducción.

El objeto u objetos de consumo igualan, de este modo, al consumidor en el acto imaginario de representación, a la vez que el discurso publicitario personaliza, distingue e individualiza a los receptores. La personificación del producto a través de la publicidad crea así un marco estético en el que la experiencia del receptor queda manipulada por la proyección ilusoria del deseo no realizado que anuncia el mensaje, deseo de vida se entiende.

Como bien dejara escrito un maestro de la sociología del consumo, el papel de la publicidad es, en definitiva, crear objetos personalizados (es decir, predicarlos, crear imagen de marca); su función de uso decae en favor de su función de intercambio simbólico.

Por ello, podemos caracterizar la sociedad de consumo y su universo publicitario como un sistema que promueve la publicidad y las técnicas de mercado, en función del principio de inversión por el que se cosifica a las personas y se personaliza a los objetos. El mundo al revés que diría Galeano.

La publicidad impone así la creencia de un orden social benefactor, el que nos sugieren las marcas, que dicen estar preocupadas en su discurso por la muerte y la pandemia, mientras proyectan la cultura de la muerte a través de la imagen feliz del goce que parece proporcionar el cuadro de atributos que marca el producto.

Pero, como decimos, la publicidad condensa los productos para desplazar a los consumidores. Pues la transformación cultural de la publicidad es la construcción de los productos en lo real mediante la expansión imaginaria en los anuncios. La publicidad opera, en este sentido, según la lógica de un simulacro: la realidad destruida, oculta o manipulada, se transforma en imágenes sintéticas de lo posible y deseado.

En otras palabras, por lo general, la publicidad recrea el mundo: crea una simulación imaginaria del mundo real para que nos recreemos en ella. El lenguaje conativo y la representación imaginaria de la realidad tienen por ello la función, en todo anuncio, de borrar la distinción entre emisor y receptor, por medio de la ocultación de los límites entre texto y realidad.

El secreto de la publicidad no es otro que el intercambio de un hecho (el deseo de placer por el consumo) por un dicho (la realización del deseo en el acto de consumo de la publicidad). De ahí que el discurso publicitario resulte una reivindicación posmoderna del hedonismo y del culto al cuerpo, aquí y ahora, cuando más impera el dominio de la cultura de la muerte, de lo no vivo, reducida la vida a pura señal de la proyección del deseo en el acto voyeurista del consumo de la publicidad y su mundo luminoso.

Más aún, la publicidad es una forma de sueño electrónico y de idealismo comunicacional. En ella, no se promociona productos, sino placeres, y no precisamente placeres materializables, sino más bien placeres de goce estético o imaginario.

Hablamos, claro está, del imperio de la cultura de las apariencias, un universo simbólico dominado por el poder reificante del valor de cambio en el que, como afirmara Wells, la función del discurso publicitario no es otra cosa que enseñar a la gente a necesitar cosas, a olvidarse de vivir.

A través de la comunicación, la publicidad equipara el valor de uso y la capacidad significante de los productos y el valor de cambio y sus posibles significaciones. Al respecto conviene recordar que el reino de la mercancía es dicotómico, dual, y se manifiesta tanto en su dimensión concreta como de forma abstracta, cualitativamente particular al tiempo que general.

En palabras de Postone, como mediación es una forma social, pues la publicidad media entre el proceso de producción y el universo simbólico de las prácticas de reproducción social a través del acto de consumo, verdadera garantía de retroalimentación de la circulación de capital.

Expresa, por tanto, esta dialéctica y dualidad resultando la dimensión proyectiva central en la función vicaria de la experiencia del sujeto orientada por el reino de la mercancía. Todo lo demás, todo lo que nos quieran decir sobre el hacer los hombres de negro, los transformistas del IBEX35, pónganlo pues en cuarentena. No vaya a ser que acaben infectados del mal sueño de una vida no digna de ser vivida.

Publicidad, tiempo y vida

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Publicado por Mundo Obrero

Marzo 2018

Nuestro tiempo, bien lo sabemos desde los albores de la sociedad de consumo, teje un espacio dominado por la colonialidad del saber vender. La asunción de este principio no quita que se niegue la centralidad del factor publicitario. En la comunicación, no todo es por la pasta, se nos dice, pero el hecho innegable es que el fetichismo de la mercancía todo lo permea, empezando por nuestros imaginarios. La publicidad es un producto cultural doblemente determinado. Cabe reconocer, por un lado, en ella, una lógica o racionalidad social de orientación marcadamente económica. Y, por otra parte, como experiencia estética, y en tanto que mediación simbólica, la publicidad debe ser considerada un importante factor determinante de socialización y representación
cultural. Continue reading «Publicidad, tiempo y vida»

Publicidad, tiempo y vida

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Francisco SIERRA CABALLERO

La publicidad es un producto cultural doblemente determinado. Cabe reconocer, por un lado, en ella, una lógica o racionalidad social de orientación marcadamente económica. Y, por otra parte, como experiencia estética, y en tanto que mediación simbólica, la publicidad debe ser considerada un importante factor determinante de socialización y representación cultural. En síntesis, la función económica de la publicidad se orienta a la difusión de los productos, empresas e instituciones económicas, a fin de favorecer, en el marco de la libre competencia, la orientación y ampliación de la demanda, según las exigencias de reproducción del sistema productivo, garantizando no ya la circulación de los productos, bienes o servicios en el mercado, sino más bien la producción misma, y, por lo tanto, la acumulación de capital, en la justa medida que contribuye a crear, en muchos casos artificialmente, la demanda y de este modo acelerar el proceso de circulación y rotación del capital, que, no olvidemos, se realiza siempre en el acto de consumo como intercambio. Continue reading «Publicidad, tiempo y vida»

Conferencia de clausura “Publicidad e ideología. Una crítica de la economía política de la comunicación mercificada” en el I Congreso Iberoamericano de Investigadores en Publicidad, “Pensar y Practicar la Publicidad desde el Sur”