Guerra cultural y unidad popular

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Si el socialismo es el movimiento y proyección de lo real en la historia, esto requiere, abrir el campo, al menos en un sentido gramsciano, y los canales de interpelación a la gente común, más aun cuando el ruido mediático y la parálisis de las direcciones partidarias se limitan a contar lo hecho sin pensar ni proyectar públicamente lo por venir.

Va a ser necesario, en otras palabras, coser, tejer con el lenguaje de los vínculos la trama común de lo social, y soñar cantando auroras que es posible ver en el horizonte. Esta apuesta es hoy más que nunca prioritaria, porque, según las leyes de la propaganda, dato no siempre gana a relato, y en la sociedad de las cuentas con los cuentos termina imponiéndose la sinrazón, el discurso del odio que se ha instalado en una cultura, la hispana, históricamente atrabiliaria, como retratara Goya, y algo cainita. Pero España no es diferente, y sin hacer transhistoria, podemos observar que el discurso del odio se extiende de EE.UU. a la Unión Europea, de la derecha a la izquierda, del Norte al Sur global, aunque sea la extrema derecha quien trolea, planifica y alimenta esta política antisocial que en el fondo es el pogromo restaurador del capital financiero y sus arietes: las big tech. En otras palabras, como sigamos así no nos quedará cara de libro (Facebook), sino de bobos. Pues hay que saber que polémicas azuzadas desde el poder mediático no tienen otro fin que realizar un principio básico de la estrategia militar: divide et impera. Y nadie tan interesado en dividir y dispersar a la gente como los hijos del IBEX35, los fondos buitres y los halcones del Pentágono, que ya lograron el BREXIT, continuaron con la OTAN y la guerra de Ucrania y les falta culminar la estrategia de derrumbe de Bruselas con el giro a la extrema derecha en la mayoría de países que componen el fallido proyecto comunitario desde el Tratado de Maastricht. Próxima objetivo: Alemania, con el beneplácito del señor Musk. De ahí la necesidad de tejer, de coser y del amor, del cante con el cuerpo que flama en la alegría de vivir y resistir. Una posición diametralmente opuesta a la práctica de los sufridores, que decía Correa. Vindicamos aquí una lógica contraria a los odiadores profesionales porque es tiempo de aprender a construir espacios de comunicación con confianza, y no tóxicos, o seremos presos de los disparates de twitter, rehenes de los bots de quienes tienen robots y esclavos para servirles, y nos proyectan como único horizonte posible de vida el tecnofeudalismo. Y no es una boutade. Como ilustra Andrew Marantz en “Antisocial” (Capital Swing, 2021), los Proud Boys, Qunon y antes el Tea Party tienen su origen en la llamada nueva derecha cowboy de Ronald Reagan, auténtico pionero de la deriva con la que se pregona el libertarismo reaccionario de dirigentes como Milei en Argentina, a partir de lecturas autonomistas y una visión contraria al Estado, una suerte de discurso prepolítico que hoy se justifica con la infoxicación o el ruido en redes como la mejor expresión de la Primera Enmienda, como el derecho a decir cualquier barbaridad, IDA mediante, en la vomitiva diarrea del ocio convertido en neg/ocio. Se confunde así libertad de expresión con incontinencia verbal de las psuedoimpresiones. Esta dinámica ha terminado contagiando a la militancia de izquierda, inconsciente que tras la pandemia la vuelta a la normalidad se ha traducido en la dilución del espacio público, el repliegue sobre lo privado o doméstico, no como patología sino como síntoma de disciplinamiento del capital, como un proceso de restauración conservadora que, en nuestro caso, con los Florentinos y Ana Rosas de turno, pretende imponer un modelo de país de palmeros. En esa dialéctica nos hallamos, y en este marco nos quieren encuadrar en la medida que, de este modo, se garantiza el statu quo, el capitalismo de plataformas que concentra el poder económico, político y militar.

En el tecnofeudalismo, el medievo digital es un orden del enclaustramiento, de los riders y el esclavismo de las pantallas, la distopía del cocooming, los cosmopolitas con collar y no de cuello blanco precisamente, sino de animales domésticos sin compañía, entretenidos con las redes, las revistas de decoración interior y, en pleno siglo XXI, con el juego de roles propia de la generación otaku y sus derivas hikikomori, encerrados en la fantasía de un universo virtual que es el propio cuarto doméstico. La economía austericida exige, bien lo sabemos, que la fuerza de trabajo permanezca inmóvil, silente, impávida e ilota, siempre bajo supervisión, monitorizada por los dueños de todo capital. La doctrina del shock es sobre todo eso: aislamiento psicológico y social. La primera víctima, la confianza, la negación del principio esperanza, la crisis en fin de la democracia, pues prima el lavado de mente sobre el que Pasolini y Godard ya pensaron a propósito del colapso cultural que vivimos. El trumpismo, en este escenario político que nos domina, es el feudalismo capitalista, el neofascismo de contención que programa las víctimas a sacrificar del próximo asalto criminal de la acumulación por desposesión. En este campo, la política espectacular es la retórica del miedo por otros medios. Y los GAFAM el canal de escenificación o ecosistema natural de intervención a modo de guardabarreras de todo dominio público, convertidos en porteros de la desinformación. Por ello, si el alisamiento del conflicto es, en palabras de Byun-Chul Han, una suerte de anestesia permanente, ha llegado el momento de ocupar la calle, construir puentes, superar los miedos, luchar contra los especuladores de la vida y los traficantes de la moral. Más aún cuando sabemos que el ascenso del fascismo es consecuencia del imperio del terror y la reclusión en el hogar. Empecemos pues a dejar de ser teledirigidos, volviendo a las tabernas, ocupando las calles, tejiendo y cantando en los patios y plazas desde la fraternidad perdida, aprendiendo de la sororidad, y también del silencio. Sumar y transformar un país no se consigue con mucho ruido y pocas nueces. Aprendamos de la sabiduría popular. Sin ira, libertad. En otras palabras, hemos de apostar por la autonomía política, los derechos sociales, las libertades públicas y un proyecto federal, unitario, popular y referente para el conjunto de los actores políticos del Estado. Y ello no es posible, en modo alguno, sin una estrategia y política general de comunicación.