La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida –y nombres, añadiríamos–. No hay fenómeno, por contingente que parezca, que no sea objeto de taxonomía. Así, hablamos de millennials o de Generación Z y, hasta en el telediario, a las mujeres y hombres de El Tiempo les ha dado ahora por poner nombre a las borrascas, exigencia expresa, por cierto, de Bruselas, como parte del proceso de americanización televisiva.
La propensión a definir el acontecer social es propia del Homo Loquens y alimenta la espiral del relato de crónicas y reportajes en los medios. Hace poco descubrimos que formamos parte de una nueva categoría: Generación Silver.
La denominación que hemos tenido los nacidos en la década de los sesenta ha sido, como las subsiguientes, variopinta: de la Generación Boom a este nuevo marcador se ha descrito nuestra vida con las vicisitudes propias de un orden social siempre alterativo. Tanto, que hoy podemos calificarnos como Generación Atónita, semejante a la que se formó con el cine como nuevo espectáculo de masas.
Vivimos, de hecho, danzando, torpemente, con arritmia, con el paso cambiado, y cuando aprendimos, con esfuerzo, nuevas certezas nos cambiaron la pregunta, modo examen sorpresa, tanto en el mundo social como en la vida afectiva.
Si la poiesis del amor es como el baile, nuestra generación parece proclive a ir pisándonos sin remedio, con tacto pero sin ritmo ni sentido. Y justo en este escenario equívoco, o más bien esquivo, una red nos quiere convencer que es nuestro tiempo (ourtime) pese a que uno tiene la sensación de que hoy vivimos una situación extemporánea a la que nos vemos expuestos, pese al mejor de nuestros esfuerzos por estar dispuestos a una adaptación creativa.
Mal empezamos nuestro tiempo si hemos de entendernos en inglés y a golpe de pantallazo. ¿Es este el modo adecuado del amor en los tiempos líquidos que vivimos ? ¿ O la mercantilización de la vida por el capital incluye la lógica de la universal equivalencia en las formas de relacionarnos ? No se explicaría de otro modo el imperio de la soledad y la proliferación de aplicaciones para querernos.
En los usos y sentimientos de amar, muchas cosas han cambiado. De lo hetero a lo pansexual, del sentimiento a golpe de tuit al click selectivo, del decir al hacer y la geometría variable de las esquinas del deseo, el movimiento pendular de las costumbres del querer ha resultado desbordante sin que algunos, al menos los de dicha generación, seamos capaces, al menos fácilmente, de sobrevivir al principio de la destrucción creativa.
Más que nada porque no hay carta de navegación. Ni narrativa posible o deseable. La lógica de presentación, nudo y desenlace ha quedado en un selfie, un Me gusta y despedida y cierre. No hay tampoco taxonomías posibles, ni clasificaciones deseables, si bien asumimos nuevos roles y categorías como follamigos por necesidad.
Se mixturan los géneros y se producen nuevas formas de relacionamiento. Un amigo dice que a fuerza de transgredir, estamos degenerando. Pero si uno estudia la historia de la norma o canon, toda nueva modalidad es fruto de una ruptura, de una degeneración. Así hemos pasado de lo heterosexual a la identidad no binaria. Y de las relaciones normalizadas a las relaciones irracionalizables.
Bienvenidos a la era de lo virtual, un tiempo sin taxonomía, un nuevo sensorium de lo inclasificable en el que, quizás, la muerte del código civil resulte terminar en una suerte de civilización sin código, salvo la moral de Instagram que, como el nombre indica, es la justicia del instante.
El amor episódico, el eterno retorno de la nada, que es tanto como la banalidad del mal en la medida que termina sistemáticamente por devorarnos cuando descubrimos que somos algo así como un personaje a lo Truman Burbank protagonizado por Jim Carrey. O, como apunta el ensayo de Tamara Tenenbaum titulado El fin del amor, donde concluye que amar, en tiempos de pandemia, no es un peligro por contagio sino, por lo contrario, por las dificultades de toda relación.
Ni romanticismo ni relación, la lógica escópica que padecemos nos deja en la estepa o en el desierto. La muerte de todo compromiso es la afirmación del compromiso con uno mismo, excluyente, solipsista, anodino, una suerte de vida burbuja nada gratificante, como el amor líquido del que habla Bauman.
El problema es que el goce nos emplaza a los otros. Somos, por definición, seres sociables y precisamos comunicarnos para ser, esta es una verdad antropológica y culturalmente indiscutible, aunque los cuerpos de Hooper abracen hoy la soledad por un tiempo colonizado y un individualismo posesivo sin solución de continuidad.
Del espacio público compartido a la Lógica Eenmnaal (comida para uno, en neerlandés) tal desplazamiento da cuenta de un problema de convivencia. Instagram nos formatea, el capitalismo selfie nos desconecta y el individualismo posesivo nos impide amar, por una cultura de baja tolerancia y escasa voluntad de entrega.
Tiempos, pues, de gourmet solitario o de First Dates, un postureo de amor fast food, sin esperanza ni aspiraciones trascendentales, salvo el minuto de fama, el fogonazo de lo que podría ser y nunca será. Visto este escenario, pueden calificarme de «clásico» o «romántico»: habrá que perecer o morir de amor, que ya no se lleva ni en la ficción, menos aun en tiempos de mercaderes que nos ofrecen suscripción de una esperanza imposible siempre que pasemos por el cajero. Cosas veredes, amigo Sancho, que parecieran imposibles.
Pero la vida siempre es inteligente, pese al homo sapiens. No vamos a seguir «obcicados» –digo bien, «obcicados»–. Así que, puestos a jugar con las fluctuaciones del Universo Google de clasificación, renunciamos a modo plata y optaremos por ser generación cobre. Más que nada porque este metal es más duradero, y es un excelente servotransmisor, siempre dispuesto a la aleación, ya que nos han impuesto reducir nuestra pasión y reciclar. Qué mundo, pardiez.