Mileistas

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Hoy que vivimos rodeados de medios zombis que disimulan que nada acontece mientras discurre el colapso del sistema y se acumulan los cadáveres, en una suerte de remake de la matanza de Tejas en forma de genocidio en Gaza santificado por los cuatreros de la internacional televangelista, la lectura de Monstruos del mercado, de David McNally, se torna del todo pertinente. No sólo aporta claves para entender este capitalismo vampírico de la globalización neoliberal y tecnofeudalista que, con sus excrecencias y figuras terroríficas, nos consume y devora sin mediación posible. Aporta además una cartografía para deconstruir la anatomía política del mielismo o la barbarie de la espectralidad fantasmática de lo monstruoso, y no porque Milei sea, como se dice coloquialmente, un fantasma, más bien un personaje del Mago de Oz, sino porque su política de terror, con motosierra de Viernes 13, es en realidad, como designa la palabra, una advertencia de la aporofobia y la criminalización de la protesta que Bauman ya describió como lógica consustancial al neoliberalismo y que, añadiríamos nosotros, marca el origen de la modernidad capitalista. Estos días de descanso con la familia en Argentina hemos corroborado estas tesis sobre el horror, la política del miedo y la proyección espectral de los herederos de Reagan, viendo cómo se reprimía duramente a los pensionistas al tiempo que se calificaba a los diputados del Congreso de degenerados por aprobar medidas de subida de las prestaciones jubilatorias. La teatralización de Milei no es casual, como las escenas altisonantes de Vox y el PP en el Congreso. Son siempre escenificaciones perversas de la política de lo peor. Una representación de la disciplina de clases, de la guerra contra los pobres, de la estética punitiva, de la dominación como norma.

En este marco cabe comprender la matriz primigenia del discurso de la monstruosidad como la forma secular de la creación de un marco naturalizado de dominación de unas relaciones sociales degeneradas, codificando, por una suerte de inversión semiótica, todo derecho de la mayoría como corrupción, como una cosa deforme y siniestra. Lo más sorprendente es la fascinación, de fascio, que esta lógica discursiva tiene en la mayoría, no tanto por su dimensión nacional-popular de lo tragicómico-grotesco como la efectiva proyección abismal de lo terrorífico. Es la forma de mediar, en el lenguaje y los medios, las tensiones del capitalismo tecnofeudal contra la plebe, la morralla, el perral, los bárbaros o la manada, sea esta MENAS o los okupas. La misma racionalidad perturbadora tiene el discurso de Trump en campaña sobre migrantes que comen mascotas apelando a un difuso espíritu maligno, un espectro informe, bestial y amenazador, una turba caníbal que proyecta la potencial y fantasmática ola destructiva de la turba inmunda. Más allá de la disonancia cognitiva y el evidente desplazamiento sistemático de la realidad por la retórica de góticos relatos, ambos actores políticos, y en general la ultraderecha voxiferante, recuperan la voz de Burke y su discurso contrarrevolucionario, de clara violencia simbólica, contra las clases subalternas para ocultar el pogromo del capital financiero con sombras funestas. Soterrado persiste una economía política de la explotación intensiva sin contención, precapitalista, tecnofeudal diríase, que recupera tropos del desmembramiento y la anatomía política del cuerpo con formas autoritarias de disciplinamiento. Ahora, no todo es relato. Para que estos discursos resulten efectivos siempre es preciso, bien lo saben los Mileistas, el liberticidio. No hay proceso de restauración conservadora sin teratología informativa. En los últimos meses, Milei (no hablamos de España para no cansar) ha desplegado una batería de medidas para acallar voces. Una de ellas ha sido la intervención de la Defensoría del Público, una institución creada por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. La medida en contra de los derechos de la ciudadanía y las libertades públicas con procedimientos irregulares y al margen del marco normativo y del propio espíritu de la ley que regula la creación y funcionamiento de toda institución de dominio público ilustra bien lo que representa un claro retroceso democrático y una anomalía desde el punto de vista del derecho. La anatomía política del despotismo y la excrecencia de lo monstruoso en el discurso de lo degenerado a lo Milei no admite anomalía democrática alguna, por definición esto, paradoja doble del bucle recursivo, es propio de castas y bestias insaciables. De ahí el estado de excepción como norma. Suspensión del derecho, supresión de instituciones garantistas, vulneración del principio de autonomía institucional, intervención arbitraria de organismos fiscalizadores y, para reforzar el bucle despótico, una estrategia de amedrentamiento de las organizaciones gremiales, académicas y culturales de la sociedad civil del sistema nacional de comunicación.

De paso el presidente de Argentina, por decir algo, ha aprobado una norma restrictiva de acceso a la información pública de la Casa Rosada, vulnerando el principio de transparencia. Pues de ello se trata, no hay novela gótica de terror sin penumbra que enrarezca y oscurezca el escenario. En la cultura del oculocentrismo contra la ilustración, esta poética del horror y del cerco informativo, junto al discurso del odio patológico, forma parte de la guerra de clases, que además de nublar el juicio e inhabilitar toda posibilidad de conocimiento, proyecta sobre el otro formas abyectas de dominación, de confusión de lo público en manos de lo privado, de privatización de la opinión pública por la dinámica de la separación del desquiciado proceso de fractura del cuerpo político, siguiendo con las metáforas de la anatomía. Toca pues producir una suerte de Scary Movie, reírnos de la retórica terrorista como una mala película de serie B, apenas una mala pesadilla, sobre la que podremos recordar y resistir, abonar la alegría del inframundo, mostrando los cuerpos de lo que el orden de Milei considera deforme y degenerado, proyectar públicamente, en fin, la ética del sufrimiento con canto sin cuentos fúnebres. La ironía y el humor son, ciertamente, el más poderoso dispositivo, junto al amor, para una pedagogía de la esperanza. Así que frente a Milei, más Gila o Capusotto, que no somos gilipollas, ni pelotudos, y cuando nos hinchan las bolas, salimos a la calle de carnaval, con batucadas, para hacer vibrar, con otra forma de temblor, los tambores de guerra anunciando que estamos locas del coño y vamos a por ellos, la verdadera casta, para que el miedo cambie de bando. En el cementerio de lo real, de las luces y sombras conocemos bien todo tipo de deformaciones e inversiones semióticas, sabemos cómo son las cosas, y ya no nos da miedo cantar ni contar lo que duele.

Fascismo digital

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El ruido digital nos obnubila el cerebro, nos distrae de lo esencial. La generación neskuik o colacao debiera, por lo mismo, renunciar a la instantaneidad como cerco o matriz opresiva, por contribuir al cultivo de una cultura de la desidia y la obediencia debida que amenaza la democracia. El procesamiento estresante de la información tiene de hecho efectos inmediatos en el comportamiento y actitudes y, por ende, en la dialéctica política que transforma la democracia en memocracia.

Las violencias vividas en el entorno de Ferraz y el Congreso tienen, como toda forma de disciplinamiento, un precedente simbólico, un cerco informativo que lo hace posible y blanquea o justifica. Ello es posible por las condiciones sociales de recepción de los discursos del odio. Así, el efecto burbuja da cuenta de un ecosistema cultural aislacionista, con pérdida de sentido y morada, y un ethos como refugio del mundanal ruido, amenazado por la disolución del vínculo y lo común. El intrusismo digital es lo que tiene, la imposición de una economía de la distracción (que llaman, para equivocarnos, de la atención) que todo lo ocupa. Los datos son reveladores. Ya en 2016, cada usuario miraba el móvil 80 veces al día, hoy más de 270 veces. A ello cabe añadir el integrismo nacionalcatólico, el conservadurismo cultural y la deriva autoritaria de la oligarquía en las pantallas de los medios mercantilistas, la llamada oportunamente caverna mediática. Como resultado, la cueva digital es hoy una suerte de enclaustramiento vidrioso, el cierre social de un espacio supuestamente libre o neutro que nos retrotrae al feudalismo y la servidumbre de los señores del aire o más bien sería preciso calificar a los Musk de turno como mercaderes de la información.

De la competencia por tomar la palabra y decir a la cultura de la atenta escucha, del monólogo narcisista al diálogo cooperativo, de la unidireccionalidad a la cultura Wikipedia hay una brecha por salvar que afecta sobremanera a la izquierda y a la que históricamente hemos prestado poco o nulo interés. No sabemos si el tecnofeudalismo es un régimen de información de la cultura visual o memética o el imperio de los necios. Lo cierto es que si esto último se verifica se impondrá, al socaire del mal gobierno de los memos, borbónicamente hablando, la hoja de ruta del capital financiero internacional.

La clave está en cómo apropiarnos de estas lógicas de intercambio. Si bien es cierto que la era del collage, la era de la copia, en la cultura de la repetición y el remake característica del revival, una forma antiestética y postvisual del orden que reina en la cultura digital, convengamos en reconocer que la adaptación creativa de las culturas subalternas siempre es posible. Y como bien reza el sentido común “hasta que el pueblo los plagia/los memes, memos son/y cuando los plagia el pueblo/ya nadie sabe el autor”. Pues la era del montaje no la define la lógica de la emulación a lo Sálvame, sino el principio de producción de lo común siempre y cuando se pase de la risastencia a la resistencia. De la cultura del chascarrillo nacional a la carcajada y el humor proyectivo. Lo contrario es el imperio del entretenimiento, lo que Daniel Triviño denomina la memetización de la política. La fantasía de la nada. Un espacio de circulación en la que todo vale y que facilita el orden de la sinrazón, la pura barbarie como violencia simbólica internalizada por youtubers y aficionados a la superchería publicitaria de una suerte de narcisismo primitivo. Ya ven, estamos de nuevo en la antipolítica o la politización del arte del disimulo. La historia como farsa. Toca pues pensar este tiempo neobarroco.