“Me da igual que no hayas consumido para entrar al baño. No me debes un café ni una botella de agua: me da igual. ¿Quieres un descuento? Descuento aplicado. No quiero ver el cupón: me da igual. ¿Que te quedas en la cafetería sin consumir? Me da igual, yo voy a seguir cobrando 5 euros la hora”. Gracias a esta declaración de solidaridad pringada –dependientes y usuarios de las macrocadenas cafeteras son, a menudo, parte de una misma clase social avasallada–, Carmen Merina, alias @rayomcqueer_ en las redes sociales, se convirtió en un fenómeno viral. Empleada de una franquicia de esas de bollería glaseada, cafés en vaso de plástico, bandejas, colas y cartones sellables, esta cordobesa de 24 años afincada en Granada consiguió con un vídeo de TikTok publicado el pasado octubre enseñar la patita como influencer de la precariedad laboral y algo todavía más serio: convertirse en meme. También otra cosa no menos importante: que la despidieran.
“Efectivamente, me han echado”, anunciaba Merina en un nuevo vídeo el 19 de noviembre. De acuerdo con su testimonio, los responsables de recursos humanos de la empresa, alertados por su espumeante celebridad –además de multiplicar seguidores en las redes, ha acudido como invitada al programa de debate político La Sexta Xplica–, decidieron prescindir de sus servicios alegando que no parecía “contenta con su puesto”, y acompañando su arenga con “un dossier enorme” lleno de pruebas que, supuestamente, justificaban la decisión (a saber, imágenes de las cámaras de seguridad en las que se ve a Merina sellando de más una tarjeta de fidelización) para evitar que impugnase el despido como improcedente. La propia interesada no parecía demasiado afectada ni sorprendida por el movimiento. “Me da igual”, advertía incidiendo en la coletilla que la ha hecho famosa, “me voy a otro sitio a que me exploten exactamente de la misma manera”. Pero sus fans decidieron tomar represalias contra la cafetería que la había despedido.
Pese a que Merina nunca mencionó de forma explícita cuál era su empresa, en Twitter se acabó filtrando que se trataba de una sede granadina de la franquicia Bombón Boss. En pocas horas, el perfil de Google de la cafetería en cuestión se llenó de calificaciones negativas. “Despiden a sus empleados por tratar a los clientes como seres humanos y no mercancía”, decía un usuario en una reseña. “La verdad es que ha bajado mucho su nivel desde que cambiaron el personal”, aseguraba otro. La afectada respondía en redes así al apoyo de sus seguidores: “Estáis tan loquites os amo tanto!!!!!!!!!”. En apenas un mes, Rayo McQueer ha pasado de precarizada a vengadora. Ahora bien, ¿podría esta reacción llegar a tener consecuencias para Bombón Boss?
Gabinete de crisis (reputacional)
Cynthia Galán, directora de la agencia de marketing Gastrosapiens, especializada en hostelería, cree que la crisis reputacional abierta por Rayo McQueer exige medidas drásticas. “En casos así, hay que ser muy honestos. Gran parte de los problemas de reputación negativa de un negocio de restauración vienen de exempleados descontentos. Ante un tema de este calibre, la empresa debería analizar qué ha pasado y valorar si esa elección fue o no la correcta y ser transparente para limpiar su imagen, porque el daño es bastante grande”, analiza la experta. (Preguntados por la polémica de Rayo McQueer, desde Bombón Boss se comprometieron a dar su versión de los hechos en una entrevista telefónica; al cierre del artículo, esa llamada no se ha producido).
Galán, que tiene más de quince años de experiencia en el sector, defiende que una gestión negligente de un problema de imagen pública puede acabar gangrenando la viabilidad comercial de un negocio. “He visto cerrar muchas empresas por una crisis de reputación, casi siempre por no dejarse aconsejar cuando estalla”, admite. Las reseñas de usuarios –y sus inevitables y temibles puntuaciones en forma de estrellita– son el gran mendigo de Mulholland Drive que, a la vuelta de la esquina del inconsciente, protagoniza las pesadillas hosteleras. “Por la estadística que conocemos, el 94% de las personas consultan reseñas antes de tomar una decisión sobre a qué restaurante ir. La decisión final se toma entrando en la ficha de Google; antes Tripadvisor y El Tenedor tenían mucho peso, ahora Google los está eclipsando. Lo primero que ven es una puntuación, y lo mínimo imprescindible que debería tener un restaurante es un 4,2, siendo recomendable llegar al 4,5. Si hay menos, tenemos un problema”, manifiesta la responsable de Gastrosapiens.
Ante la avalancha de comentarios negativos, Galán propone “reuniones internas con el equipo y el cliente” para “escuchar al usuario” y aprender de su experiencia. Y en casos de campañas dirigidas de críticas destructivas –lo que se conoce como review bombing–, da la siguiente receta: “Primero, debemos responder a esas reseñas de forma individualizada, aportando argumentos. Y segundo, hay que hablar con Google. En nuestra experiencia, la primera y la segunda reseña es relativamente fácil que la retiren, pero si es algo repetitivo, a Google le saltan las alarmas y piensa que estás tratando de retirar todas las reseñas negativas. Por último, toca hacer una campaña más agresiva para conseguir reseñas positivas y que las malas se diluyan”.
Tras años de trabajo lidiando con el algoritmo del principal motor de búsqueda del mundo, Galán ha aprendido que los elogios no tienen el mismo peso que las invectivas. “Tú puedes recibir al día diez reseñas de cinco estrellas y no pasa nada, eso sí, como llegue una reseña de una estrella, tu puntuación va a bajar, por lo que los negocios necesitan generar constantemente un volumen de reseñas positivas y constantes”, revela. Por eso las campañas organizadas como la surgida a raíz del despido de Carmen Merina son efectivas. Así lo confirma también Marcos Minondo, cofundador de la compañía de marketing corporativo Imfluenciar. “Cualquier empresa se puede ir a la quiebra por una crisis reputacional, yo lo he visto”, asegura en conversación telefónica con elDiario.es. Y no sólo en el mundo de la restauración. “Muchas empresas de construcción han tenido que cambiarse de nombre o de sociedad para aspirar a promociones futuras debido a las críticas recibidas por promociones anteriores”, insiste.
Del sindicato a las redes
Visto lo visto, el caso Rayo McQueer insinúa una lectura alentadora para la clase trabajadora: tenemos a todos los malos bajo nuestra bota o, mejor todavía, bajo el pulgar que pulsa, inquisitivo, las estrellitas que acabarán por volar, uno a uno, nuestros grilletes. Y sin embargo, bueno: la realidad no es tan azucarada. Una empresa de restauración, pequeña, grande o mediana, dispone de otras empresas, en este caso de marketing, capaces de guiarla en el tejido y el destejido de los algoritmos de la economía digital. Y los trabajadores, ¿qué tienen? Ah: suena una música ensoñadora de arpas y una voz penetrante dice desde el fondo de nuestras conciencias: “antaño tenían sindicatos”. Pero (siempre hay un pero) esa tradición (analógica) de la lucha sindical parece haber sido reemplazada por la moda (digital) del influencerismo y el ciberculto a la personalidad. De la bomba Orsini del Liceo al estallido viral del like; del tic-tac al TikTok.
Lucía Aliagas, coordinadora nacional de Acció Jove de CCOO en Catalunya, explica este trasvase por un desprestigio de la lucha sindical en beneficio del discurso neoliberal, que prima la respuesta individual sobre la colectiva. “¿Quiero un aumento salarial? Hablo con mi jefe. ¿No estoy contento con mi jornada laboral porque hago más horas de las que me tocan? Intento negociarlo yo solo con recursos humanos. El ciberactivismo es sólo un síntoma de esta dinámica: como yo mismo soy el protagonista y no me planteo la organización colectiva, cuando tengo un problema o quiero defender una causa lo hago desde mi cuenta de Twitter, Instagram o TikTok con el objetivo de viralizar”, razona Aliagas.
Pese a todo, esta sindicalista es más integrada que apocalíptica y cree que las sinergias entre la calle y las redes sociales son no sólo posibles, sino necesarias. “El sindicalismo no se puede quedar anticuado ni desactualizado de los avances tecnológicos y digitales que estamos viviendo”, sentencia. Aliagas reconoce que ha seguido la denuncia de Rayo McQueer por las redes y le ha parecido de cierto valor pedagógico. “Para las empresas, la imagen de la marca es crucial, y en el caso de Rayo McQueer esta ha quedado extremadamente perjudicada debido a que se filtró el nombre poco después de su despido. Sinceramente, creo que la cafetería ahora sólo puede seguir el camino de mejorar las condiciones laborales de sus compañeras para no empeorar su imagen de marca, que al final es lo que más les interesa”, resume.
Menos optimista se muestra el catedrático de Comunicación por la Universidad de Sevilla Francisco Sierra. Consultado para este artículo de cara a desencriptar las tinieblas matrix del trending topic como cóctel molotov contemporáneo, este académico, especializado en la dimensión política de las nuevas tecnologías, recela de la marea de reseñas falsas como ofrenda fanática de solidaridad hacia Rayo McQueer. “Muchas de estas acciones se plantean individualmente como salida a situaciones opresivas, y da lugar a prácticas erráticas que generan desconfianza, y el gran problema de la infocracia y las fake news es justamente la confianza”, expone. Para el catedrático, el ciberactivismo como evolución contemporánea del agitprop “es compatible y puede ser útil en el concepto de violencia simbólica, y más aún en las iniciativas de sabotaje, boicot y formas soterradas de resistencia sindical”, ahora bien, “si se desliga acción en redes de organización social, el poder informativo de lo digital es nulo”.
Del país de los camareros al país de los influencers
Quizás lo peor que podemos hacer los agentes mediáticos encargados de analizar el impacto de una denuncia viral de este calibre, y sus polémicas y requiebros posteriores, es concederle demasiada importancia al ruido que nosotros mismos contribuimos a generar, a golpe de titular. “De servir cafés, ¡a estrella de las redes!” (emoji de una bomba nuclear sombrereando una cabeza). “De estrella de las redes, ¡a ser despedida por su empresa!” (emoji de grito de Munch). Por más que los periodistas soñemos con un antes y un después en las relaciones laborales tras el éxito de un TikTok, a veces detrás de una joven elocuente y videogénica no hay un nuevo Ravachol –ni tiene por qué haberlo–, sino simplemente eso: una joven elocuente y videogénica con ganas de generar contenido.
Desde el estallido del incidente McQueer, han hablado sus fans (los que le dicen “yas queen”), han hablado sus detractores (los que le dicen: “¿qué esperabas subiendo ese vídeo a TikTok?”?); y en este artículo han hablado, también, ingenieros del marketing, sindicalistas y profesores. Todo en orden. Pero faltaba por hablar ella. La protagonista fue contactada vía correo electrónico de cara a concertar una entrevista para este reportaje. No respondió la propia interesada, sino un hombre muy amable llamado Eric que se presentó como “talent manager de Carmen” y que pidió conocer “el tono del artículo y las preguntas” antes de trasladar la propuesta a su cliente. “Tenemos la agenda un poco apretada estos días”, añadió. Finalmente, no se acabó de apalabrar una entrevista.
Es natural: Carmen barra Rayo no tiene la obligación de ser un referente del movimiento antitrabajo. Y nadie puede reprocharle estar contenta (como seguramente estará) al cambiar el despacho de cafés por ese futuro brillante que tan fácil nos resulta a todos imaginar: de charla con Samantha Hudson en una tertulia de Playz sobre el lenguaje inclusivo, compartiendo anécdotas de los peores clientes que tuvo de camarera con Inés Hernand y Nerea Pérez de las Heras en Saldremos mejores, alguna alfombra roja, alguna promo con Prime Video, quizás un podcast en Podimo (o elDiario.es, por qué no). Una proyección meteórica que, eso sí, se siente más como un ascenso en la cadena alimentaria turbocapitalista que como una ruptura de cadenas. De un trabajo malo a otro menos malo (aunque esplendente); de ser explotada a ser autoexplotada.
En el libro Al menos tienes trabajo (Antipersona), Naiara Puertas autopsia algunos de los vicios más pegajosos de la sociedad contemporánea con la cultura laboral. Tras ver el vídeo en el que Rayo McQueer anunciaba su despido, la escritora publicó en Twitter: “La visibilización de la precariedad nos va a llevar por delante. Hay que darle una vuelta a cuándo ser contenido y cuándo no. Le ofrecerán trabajo en algún sitio y en breve (porque es viral y atrae gente) y entonces aparte de trabajar estará obligada a generar contenido constante. Y cuando deje de ser rentable, a la calle. En fin, que a lo mejor podía haber luchado el improcedente o nulo pero era más importante la rendición de cuentas a los fans del TikTok”.
En conversación con elDiario.es, Naiara Puertas ahonda en esta reflexión. “La pregunta del millón es, ¿para qué quieres que se te vea? ¿Verte, o contar, es un medio para algo superior o es un fin en sí mismo? El problema que veo [a las denuncias virales] es que, si bien empiezan usándose como complemento, la misma inercia de la red social la convierte en fin: la gente dice: ‘reina’ o que está ‘sirviendo coño‘ y la interpelada dice: ‘a ver por qué no voy a vivir yo de esto”.
Puertas pone como ejemplo una entrevista reciente de Merina en El País donde anuncia que ya tiene ofertas para hacer colaboraciones a cambio de 600 euros. Y sobre su nueva carrera como influencer en manos de talent managers, se pregunta: “¿Tendremos vídeos de denuncia de las condiciones laborales de la agencia? Pasaremos del país de camareros al país de influencers. En la era del empoderamiento se ha puesto en un altar el ‘aquí estoy yo’ y eso tiene bastantes lagunas. Que algo sea muy público no lo convierte automáticamente en una denuncia ni quiere decir que vaya a aportar nada a luchas colectivas, sólo que a ti se te va a ver mucho. Y hay muchísimos colectivos que se presentan como tales que no son más que agregados de individualidades, especialmente los que operan en redes bajo ciertos eslóganes y no sabemos muy bien a qué más se dedican en el mundo de ahí afuera. Compartir muchos contenidos no es actuar, más bien al contrario”, concluye.
Tenemos pocas certezas sobre las condiciones laborales de nuestros influencers en el futuro. Tampoco alcanzamos a imaginar en qué términos evolucionará el ciberactivismo, o si las nuevas generaciones redescubrirán las virtudes de las alianzas sindicales. Pero sí sabemos algunas cosas de nuestro aquí y ahora, porque ciertas mecánicas del sistema exigen que todo sea predecible.
Al día siguiente de la publicación de este reportaje, una dependienta cansada de Bombón Boss servirá un café moca chocolate a otra persona igual de cansada a cambio de 3,85 euros; los jefes de la dependienta conseguirán remontar la media de su franquicia en Google Business gracias a la agresiva campaña de una agencia experta en reputación online; y los fans de Carmen Merina que pusieron reseñas negativas en ese café dedicarán su ira a otro asunto igualmente justo e igualmente popular despachado a voces en la lonja de X, antes Twitter. Todo mientras los directivos de las franquicias cafeteras del mundo ingenian nuevos nombres irracionales para sus imitaciones de los Manolitos; mientras Elon Musk agita otra vez el algoritmo de su red social, convertida en una tragaperras de la crispación; mientras los arquitectos del marketing influencer buscan nuevos talentos a los que pasear por los podcast de España; y mientras los periodistas husmean en los residuos de los fenómenos antes mencionados, a ver si hay algo que dé para tema. El único rayo que ni cesa ni se agota es del clin-clin.