Generación Z

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Casi un semestre después de tomar posesión del escaño, y a la luz de la experiencia vicaria de la llamada nueva política en primera persona, es tiempo de escribir a propósito de las culturas y formas de mediación de los nuevos sujetos de este tiempo que gobierna los vientos de cambio. Más que nada porque es preciso comprender y definir otras posiciones de observación. Uno, de hecho, se pregunta a diario para qué pensar, cuál es la función intelectual de intervención en la arena pública. Qué haN de inspirar y proyectar como virtud los pensadores en la era digital. Pareciera que se impone la moda de la transición, con especial virulencia en España, del paso de ideólogos e intelectuales comprometidos a meros influencers. Como práctica teórica, enseñar, escribir, investigar, publicar libros, esta misma columna, resultan actividades cada vez más irrelevantes ante el culto inmediatista, a golpe de post, de la lógica digital. Contra la inteligencia, la era TikTok es un tiempo de estulticia propiciatoria para la quema de libros, o su apilado censor, con la consiguiente caza del intelectual, una especie protegida en peligro de extinción que se ve amenazada por la cultura de la diferencia y la sordera, o dicho con otras palabras, por el imperio de la indiferencia.

Si criticábamos como docentes hace poco tiempo a los millenials que dejaron de aspirar a ser corresponsales de guerra por emular a Ana Rosa Quintana, hoy la Generación Z (pos o proadolescente) que puebla la mayoría de las aulas de las Facultades de Comunicación aspira a ser El Rubius, millonarios sin pago por Hacienda, portavoces de lo banal, usuarios ocurrentes de TikTok, estrellas de consumo rápido, a modo de sucedáneos de Kim Kardashian, con seguidores de la nada o la nadería. Así se extiende y propaga el espíritu de nuestro tiempo marcando el tono a toda una generación de esclavos sin lugar fijo, salvo, domo diría Fusaro, la opción del Homo-Glovo. Y es que a fuerza de postear no tienen postura salvo las costuras del postureo, o la publicidad de lo que aspiran a ser: mercancías, y puro simulacro. Toca no obstante aprender a conocerlos, y no solo criticarlos, si aspiramos a cambiar la historia, y cambiar la vida. Pues todo tiempo, y todo sujeto político no está determinado de antemano. Como advertía E.P. Thompson, las clases subalternas no son, están siendo, y la generación Z crea, por ejemplo, nuevas funciones productivas, como los meMakers, o diseñan subproductos digitales para nuevos mercados emergentes abriendo espacios de esperanza y creatividad inusitados. El humor satírico del siglo XXI y su anonimato forman parte de su código cultural e inauguran a diario escenarios y horizontes por venir potencialmente revolucionarios. El problema es que la economía de la atención captura las energías y la creatividad que atesoran en una celebración imparable de la subsunción total por el capital. La recombinación aquí no es autonomía ni aprendizaje o recuerdo en forma de mímesis, sino chispa de la vida a lo coca cola style. Eso sí, todos están llamados a inscribir su imaginación proyectiva en la memesfera como los muros estaban abiertos en nuestra juventud de los ochenta a actores anónimos como Muelle. Hablamos, en suma, de un cambio cultural y una nueva estructura de sentimiento que hay que pensar para definir la nueva economía moral de la multitud conectada, pero apenas prestamos atención a ello. Esperemos que el Ministerio de Infancia y Juventud, presidido por Sira Rego, cambie esa dominancia. De momento la RTVE, en su vocación de servicio público ha apostado en serio por dar voz y protagonismo a este grupo de población. Programas como GEN PLAYZ ha invertido de forma inteligente en plataformas de mediación para avanzar en el necesario diálogo intergeneracional. Pero la nueva Ley Audiovisual avanza en dirección contraria imponiendo un marco mercantil contrario a los medios públicos. Y no hablemos de Bruselas que so pretexto de la necesaria transparencia y la deseable independencia de los medios de todos protege los intereses de los Berlusconi de turno. Como en México y Estados Unidos, cada reforma en la UE y España, al albur de contribuir al pluralismo interno y a los derechos de la ciudadanía, refuerza la posición dominante del duopolio televisivo cercando el dominio público. Con el desarrollo intensivo de la tecnología, la reproducción de la estructura real de la información y los intereses del IBEX35, el proceso desregulador continúa haciendo posible la manipulación sistemática de la opinión pública. Sin equilibrio, sin garantías democráticas, sin ajustes en los factores y déficits democráticos en materia de comunicación, sin auctoritas en fin, poca cultura audiovisual democrática tendremos. Solo por ello hay que mudar de onda y canales, abrir este ámbito a la deliberación y romper las barreas que separan a la ciudadanía. Ser un poco jóvenes, gamberros y rebeldes. No nos dejan de otra, eso lo tienen claro en la Generación Z.

El caso Rayo McQueer: ¿puede un vídeo viral de TikTok poner en jaque a una cafetería franquicia?

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“Me da igual que no hayas consumido para entrar al baño. No me debes un café ni una botella de agua: me da igual. ¿Quieres un descuento? Descuento aplicado. No quiero ver el cupón: me da igual. ¿Que te quedas en la cafetería sin consumir? Me da igual, yo voy a seguir cobrando 5 euros la hora”. Gracias a esta declaración de solidaridad pringada –dependientes y usuarios de las macrocadenas cafeteras son, a menudo, parte de una misma clase social avasallada–, Carmen Merina, alias @rayomcqueer_ en las redes sociales, se convirtió en un fenómeno viral. Empleada de una franquicia de esas de bollería glaseada, cafés en vaso de plástico, bandejas, colas y cartones sellables, esta cordobesa de 24 años afincada en Granada consiguió con un vídeo de TikTok publicado el pasado octubre enseñar la patita como influencer de la precariedad laboral y algo todavía más serio: convertirse en meme. También otra cosa no menos importante: que la despidieran.

“Efectivamente, me han echado”, anunciaba Merina en un nuevo vídeo el 19 de noviembre. De acuerdo con su testimonio, los responsables de recursos humanos de la empresa, alertados por su espumeante celebridad –además de multiplicar seguidores en las redes, ha acudido como invitada al programa de debate político La Sexta Xplica–, decidieron prescindir de sus servicios alegando que no parecía “contenta con su puesto”, y acompañando su arenga con “un dossier enorme” lleno de pruebas que, supuestamente, justificaban la decisión (a saber, imágenes de las cámaras de seguridad en las que se ve a Merina sellando de más una tarjeta de fidelización) para evitar que impugnase el despido como improcedente. La propia interesada no parecía demasiado afectada ni sorprendida por el movimiento. “Me da igual”, advertía incidiendo en la coletilla que la ha hecho famosa, “me voy a otro sitio a que me exploten exactamente de la misma manera”. Pero sus fans decidieron tomar represalias contra la cafetería que la había despedido.

Pese a que Merina nunca mencionó de forma explícita cuál era su empresa, en Twitter se acabó filtrando que se trataba de una sede granadina de la franquicia Bombón Boss. En pocas horas, el perfil de Google de la cafetería en cuestión se llenó de calificaciones negativas. “Despiden a sus empleados por tratar a los clientes como seres humanos y no mercancía”, decía un usuario en una reseña. “La verdad es que ha bajado mucho su nivel desde que cambiaron el personal”, aseguraba otro. La afectada respondía en redes así al apoyo de sus seguidores: “Estáis tan loquites os amo tanto!!!!!!!!!”. En apenas un mes, Rayo McQueer ha pasado de precarizada a vengadora. Ahora bien, ¿podría esta reacción llegar a tener consecuencias para Bombón Boss?

Gabinete de crisis (reputacional)

Cynthia Galán, directora de la agencia de marketing Gastrosapiens, especializada en hostelería, cree que la crisis reputacional abierta por Rayo McQueer exige medidas drásticas. “En casos así, hay que ser muy honestos. Gran parte de los problemas de reputación negativa de un negocio de restauración vienen de exempleados descontentos. Ante un tema de este calibre, la empresa debería analizar qué ha pasado y valorar si esa elección fue o no la correcta y ser transparente para limpiar su imagen, porque el daño es bastante grande”, analiza la experta. (Preguntados por la polémica de Rayo McQueer, desde Bombón Boss se comprometieron a dar su versión de los hechos en una entrevista telefónica; al cierre del artículo, esa llamada no se ha producido).

Galán, que tiene más de quince años de experiencia en el sector, defiende que una gestión negligente de un problema de imagen pública puede acabar gangrenando la viabilidad comercial de un negocio. “He visto cerrar muchas empresas por una crisis de reputación, casi siempre por no dejarse aconsejar cuando estalla”, admite. Las reseñas de usuarios –y sus inevitables y temibles puntuaciones en forma de estrellita– son el gran mendigo de Mulholland Drive que, a la vuelta de la esquina del inconsciente, protagoniza las pesadillas hosteleras. “Por la estadística que conocemos, el 94% de las personas consultan reseñas antes de tomar una decisión sobre a qué restaurante ir. La decisión final se toma entrando en la ficha de Google; antes Tripadvisor y El Tenedor tenían mucho peso, ahora Google los está eclipsando. Lo primero que ven es una puntuación, y lo mínimo imprescindible que debería tener un restaurante es un 4,2, siendo recomendable llegar al 4,5. Si hay menos, tenemos un problema”, manifiesta la responsable de Gastrosapiens.

Ante la avalancha de comentarios negativos, Galán propone “reuniones internas con el equipo y el cliente” para “escuchar al usuario” y aprender de su experiencia. Y en casos de campañas dirigidas de críticas destructivas –lo que se conoce como review bombing–, da la siguiente receta: “Primero, debemos responder a esas reseñas de forma individualizada, aportando argumentos. Y segundo, hay que hablar con Google. En nuestra experiencia, la primera y la segunda reseña es relativamente fácil que la retiren, pero si es algo repetitivo, a Google le saltan las alarmas y piensa que estás tratando de retirar todas las reseñas negativas. Por último, toca hacer una campaña más agresiva para conseguir reseñas positivas y que las malas se diluyan”.

Tras años de trabajo lidiando con el algoritmo del principal motor de búsqueda del mundo, Galán ha aprendido que los elogios no tienen el mismo peso que las invectivas. “Tú puedes recibir al día diez reseñas de cinco estrellas y no pasa nada, eso sí, como llegue una reseña de una estrella, tu puntuación va a bajar, por lo que los negocios necesitan generar constantemente un volumen de reseñas positivas y constantes”, revela. Por eso las campañas organizadas como la surgida a raíz del despido de Carmen Merina son efectivas. Así lo confirma también Marcos Minondo, cofundador de la compañía de marketing corporativo Imfluenciar. “Cualquier empresa se puede ir a la quiebra por una crisis reputacional, yo lo he visto”, asegura en conversación telefónica con elDiario.es. Y no sólo en el mundo de la restauración. “Muchas empresas de construcción han tenido que cambiarse de nombre o de sociedad para aspirar a promociones futuras debido a las críticas recibidas por promociones anteriores”, insiste.

Del sindicato a las redes

Visto lo visto, el caso Rayo McQueer insinúa una lectura alentadora para la clase trabajadora: tenemos a todos los malos bajo nuestra bota o, mejor todavía, bajo el pulgar que pulsa, inquisitivo, las estrellitas que acabarán por volar, uno a uno, nuestros grilletes. Y sin embargo, bueno: la realidad no es tan azucarada. Una empresa de restauración, pequeña, grande o mediana, dispone de otras empresas, en este caso de marketing, capaces de guiarla en el tejido y el destejido de los algoritmos de la economía digital. Y los trabajadores, ¿qué tienen? Ah: suena una música ensoñadora de arpas y una voz penetrante dice desde el fondo de nuestras conciencias: “antaño tenían sindicatos”. Pero (siempre hay un pero) esa tradición (analógica) de la lucha sindical parece haber sido reemplazada por la moda (digital) del influencerismo y el ciberculto a la personalidad. De la bomba Orsini del Liceo al estallido viral del like; del tic-tac al TikTok.

Lucía Aliagas, coordinadora nacional de Acció Jove de CCOO en Catalunya, explica este trasvase por un desprestigio de la lucha sindical en beneficio del discurso neoliberal, que prima la respuesta individual sobre la colectiva. “¿Quiero un aumento salarial? Hablo con mi jefe. ¿No estoy contento con mi jornada laboral porque hago más horas de las que me tocan? Intento negociarlo yo solo con recursos humanos. El ciberactivismo es sólo un síntoma de esta dinámica: como yo mismo soy el protagonista y no me planteo la organización colectiva, cuando tengo un problema o quiero defender una causa lo hago desde mi cuenta de Twitter, Instagram o TikTok con el objetivo de viralizar”, razona Aliagas.

Pese a todo, esta sindicalista es más integrada que apocalíptica y cree que las sinergias entre la calle y las redes sociales son no sólo posibles, sino necesarias. “El sindicalismo no se puede quedar anticuado ni desactualizado de los avances tecnológicos y digitales que estamos viviendo”, sentencia. Aliagas reconoce que ha seguido la denuncia de Rayo McQueer por las redes y le ha parecido de cierto valor pedagógico. “Para las empresas, la imagen de la marca es crucial, y en el caso de Rayo McQueer esta ha quedado extremadamente perjudicada debido a que se filtró el nombre poco después de su despido. Sinceramente, creo que la cafetería ahora sólo puede seguir el camino de mejorar las condiciones laborales de sus compañeras para no empeorar su imagen de marca, que al final es lo que más les interesa”, resume.

Menos optimista se muestra el catedrático de Comunicación por la Universidad de Sevilla Francisco Sierra. Consultado para este artículo de cara a desencriptar las tinieblas matrix del trending topic como cóctel molotov contemporáneo, este académico, especializado en la dimensión política de las nuevas tecnologías, recela de la marea de reseñas falsas como ofrenda fanática de solidaridad hacia Rayo McQueer. “Muchas de estas acciones se plantean individualmente como salida a situaciones opresivas, y da lugar a prácticas erráticas que generan desconfianza, y el gran problema de la infocracia y las fake news es justamente la confianza”, expone. Para el catedrático, el ciberactivismo como evolución contemporánea del agitprop “es compatible y puede ser útil en el concepto de violencia simbólica, y más aún en las iniciativas de sabotaje, boicot y formas soterradas de resistencia sindical”, ahora bien, “si se desliga acción en redes de organización social, el poder informativo de lo digital es nulo”.

Del país de los camareros al país de los influencers

Quizás lo peor que podemos hacer los agentes mediáticos encargados de analizar el impacto de una denuncia viral de este calibre, y sus polémicas y requiebros posteriores, es concederle demasiada importancia al ruido que nosotros mismos contribuimos a generar, a golpe de titular. “De servir cafés, ¡a estrella de las redes!” (emoji de una bomba nuclear sombrereando una cabeza). “De estrella de las redes, ¡a ser despedida por su empresa!” (emoji de grito de Munch). Por más que los periodistas soñemos con un antes y un después en las relaciones laborales tras el éxito de un TikTok, a veces detrás de una joven elocuente y videogénica no hay un nuevo Ravachol –ni tiene por qué haberlo–, sino simplemente eso: una joven elocuente y videogénica con ganas de generar contenido.

Desde el estallido del incidente McQueer, han hablado sus fans (los que le dicen “yas queen”), han hablado sus detractores (los que le dicen: “¿qué esperabas subiendo ese vídeo a TikTok?”?); y en este artículo han hablado, también, ingenieros del marketing, sindicalistas y profesores. Todo en orden. Pero faltaba por hablar ella. La protagonista fue contactada vía correo electrónico de cara a concertar una entrevista para este reportaje. No respondió la propia interesada, sino un hombre muy amable llamado Eric que se presentó como “talent manager de Carmen” y que pidió conocer “el tono del artículo y las preguntas” antes de trasladar la propuesta a su cliente. “Tenemos la agenda un poco apretada estos días”, añadió. Finalmente, no se acabó de apalabrar una entrevista.

Es natural: Carmen barra Rayo no tiene la obligación de ser un referente del movimiento antitrabajo. Y nadie puede reprocharle estar contenta (como seguramente estará) al cambiar el despacho de cafés por ese futuro brillante que tan fácil nos resulta a todos imaginar: de charla con Samantha Hudson en una tertulia de Playz sobre el lenguaje inclusivo, compartiendo anécdotas de los peores clientes que tuvo de camarera con Inés Hernand y Nerea Pérez de las Heras en Saldremos mejores, alguna alfombra roja, alguna promo con Prime Video, quizás un podcast en Podimo (o elDiario.es, por qué no). Una proyección meteórica que, eso sí, se siente más como un ascenso en la cadena alimentaria turbocapitalista que como una ruptura de cadenas. De un trabajo malo a otro menos malo (aunque esplendente); de ser explotada a ser autoexplotada.

En el libro Al menos tienes trabajo (Antipersona), Naiara Puertas autopsia algunos de los vicios más pegajosos de la sociedad contemporánea con la cultura laboral. Tras ver el vídeo en el que Rayo McQueer anunciaba su despido, la escritora publicó en Twitter: “La visibilización de la precariedad nos va a llevar por delante. Hay que darle una vuelta a cuándo ser contenido y cuándo no. Le ofrecerán trabajo en algún sitio y en breve (porque es viral y atrae gente) y entonces aparte de trabajar estará obligada a generar contenido constante. Y cuando deje de ser rentable, a la calle. En fin, que a lo mejor podía haber luchado el improcedente o nulo pero era más importante la rendición de cuentas a los fans del TikTok”.

En conversación con elDiario.es, Naiara Puertas ahonda en esta reflexión. “La pregunta del millón es, ¿para qué quieres que se te vea? ¿Verte, o contar, es un medio para algo superior o es un fin en sí mismo? El problema que veo [a las denuncias virales] es que, si bien empiezan usándose como complemento, la misma inercia de la red social la convierte en fin: la gente dice: ‘reina’ o que está ‘sirviendo coño‘ y la interpelada dice: ‘a ver por qué no voy a vivir yo de esto”.

Puertas pone como ejemplo una entrevista reciente de Merina en El País donde anuncia que ya tiene ofertas para hacer colaboraciones a cambio de 600 euros. Y sobre su nueva carrera como influencer en manos de talent managers, se pregunta: “¿Tendremos vídeos de denuncia de las condiciones laborales de la agencia? Pasaremos del país de camareros al país de influencers. En la era del empoderamiento se ha puesto en un altar el ‘aquí estoy yo’ y eso tiene bastantes lagunas. Que algo sea muy público no lo convierte automáticamente en una denuncia ni quiere decir que vaya a aportar nada a luchas colectivas, sólo que a ti se te va a ver mucho. Y hay muchísimos colectivos que se presentan como tales que no son más que agregados de individualidades, especialmente los que operan en redes bajo ciertos eslóganes y no sabemos muy bien a qué más se dedican en el mundo de ahí afuera. Compartir muchos contenidos no es actuar, más bien al contrario”, concluye.

Tenemos pocas certezas sobre las condiciones laborales de nuestros influencers en el futuro. Tampoco alcanzamos a imaginar en qué términos evolucionará el ciberactivismo, o si las nuevas generaciones redescubrirán las virtudes de las alianzas sindicales. Pero sí sabemos algunas cosas de nuestro aquí y ahora, porque ciertas mecánicas del sistema exigen que todo sea predecible.

Al día siguiente de la publicación de este reportaje, una dependienta cansada de Bombón Boss servirá un café moca chocolate a otra persona igual de cansada a cambio de 3,85 euros; los jefes de la dependienta conseguirán remontar la media de su franquicia en Google Business gracias a la agresiva campaña de una agencia experta en reputación online; y los fans de Carmen Merina que pusieron reseñas negativas en ese café dedicarán su ira a otro asunto igualmente justo e igualmente popular despachado a voces en la lonja de X, antes Twitter. Todo mientras los directivos de las franquicias cafeteras del mundo ingenian nuevos nombres irracionales para sus imitaciones de los Manolitos; mientras Elon Musk agita otra vez el algoritmo de su red social, convertida en una tragaperras de la crispación; mientras los arquitectos del marketing influencer buscan nuevos talentos a los que pasear por los podcast de España; y mientras los periodistas husmean en los residuos de los fenómenos antes mencionados, a ver si hay algo que dé para tema. El único rayo que ni cesa ni se agota es del clin-clin.

Democracia y Oclocracia

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La cultura red es el imperio de la instantaneidad. No se es si no se está. La captura del tiempo es la condición de la existencia, convertida en estancia o imagen efímera de la figuración. El problema es que, como advierte Remedios Zafra, la cultura digital impone una cultura del entretenimiento y la indiferencia, una suerte de hipnosis de la ignorancia inducida. Vamos, que nos quieren derivar, los del IBEX35, de la democracia a una suerte de oclocracia teledirigida.

Quizás por ello, Trump anda empeñado en avivar la guerra tecnológica con el cierre de WeChat y TikTok. La censura previa, como ven, existe. Los apologetas de la desintermediación en la era digital se quedaron ya sin razones para justificar el ordoliberalismo.

Y es que los que más pregonan el libre mercado –de Thatcher a Wilbur Ross, secretario de Comercio de EEUU– son los primeros en aplicar medidas de control y correctivas. Ya nos lo explicó Ed. Hermann y Chomsky en Los guardianes de la libertad: allí donde la lógica de dominio simbólico del capital no alcanza, llega la razón de la fuerza en forma de discurso de la seguridad nacional. ¿Recuerdan a Assange ? Pues eso.

Sin comentarios de los adláteres de la libertad de información en tiempos de represión y control de los canales de intercambio de contenidos mientras se refuerza la alianza de Estados Unidos con estados criminales como Israel, Colombia o Arabia Saudita.

Como advirtiera Foucault, a propósito del panóptico, vivimos, en la tardomodernidad, una fenomenología de formas ampliadas de dominación que exige del pensamiento crítico una lectura anticapitalista sobre las representaciones recibidas frente a la lógica del terror y la servidumbre.

Más aún cuando la proliferación de cámaras de videovigilancia en las escuelas –de Estados Unidos a China; de Francia a España, México o Brasil– da cuenta de una cultura securitaria que ha relegado, literalmente, toda cautela y protección de las libertades públicas fundamentales en democracia.

La política de la supervisión y control, el proceso de extensión de monitoreo tecnológico es, con la intensificación de la pandemia, el envés de la era de la hipervisibilidad y la iconofagia. El Centro Nacional de Estadística en la Educación de EEUU registra así más del 90 por ciento de los institutos con sistemas de videovigilancia y, en algunos casos, con micrófonos programados para detectar anomalías o comportamientos subjetivos alterados (estrés, ira, miedo) en una fase más, otra vuelta de tuerca, del algoritarismo propio del sistema de perfilado. Ríanse de Minority Report.

El Machine Learning Algorithm es la frontera de la inteligencia artificial llamada a proveer de suculentas plusvalías a las empresas de seguridad, hoy en auge en todo el planeta y liderada por Estados Unidos e Israel. Este sector de negocio representa en Estados Unidos en torno a los 3.000 millones de dólares.

Mientras tanto, dice el bueno de Zuckerberg que Facebook, él y sus amigos –léase– está dispuesto a pagar la tasa Google si la aprueba la OCDE. Este debe ser de la banda de Rajoy y nos ha tomado, literalmente, por pendejos. En una operación más de escabullirse ante los tímidos si no disimulados reclamos de Bruselas, no deja de resultar irrisorio, o propio de una función de sainete, este capítulo del capitalismo de plataformas.

¿Consentirá la vicepresidenta Vera Jurova seguir con esta situación prolongada de virtual monopolio y evasión de impuestos que tanto daña a la industria cultural europea? ¿O de verdad el Eurogrupo impondrá obligaciones en serio a los GAFAM?

Me temo que habrá de ser la sociedad civil la que reclame justicia y derechos en las calles mientras tales emporios se apropian de nuestros datos personales, concentran los desarrollos de robótica e inteligencia artificial e, incluso, conspiran con el Departamento de Estado no solo contra las democracia y gobiernos del cono sur, sino contra los propios funcionarios europeos, tal y como ilustrara el caso Echelon.

Que la entente Casa Blanca/Pentágono/GAFAM funciona a carta cabal lo ilustra el caso Huawei y la guerra contra TiKToK, una aplicación de casi 70.000 millones de euros con un posicionamiento estratégico en las nuevas generaciones y una proyección que sitúa a China, con el 5G, a la vanguardia tecnológica del capitalismo de plataformas. Un modelo de organización de la comunicación que, pese al discurso y promesa de autonomía, se basa en la centralización y monopolio del intercambio, pese a los apologetas de la sociedad digital.

Por ello, llama poderosamente la atención las reservas del secretario de Estado, Mike Pompeo, frente a compañías de origen chino, considerando la histórica posición oligopólica de los GAFAM en los mercados internacionales.

Pero no es el único caso de atentado a las libertades. Mientras en Francia la ley AVIA legaliza la censura extrajudicial de Internet, sentando las bases de un nuevo modelo del capitalismo informacional que, por principio, niega la alternativa de una regulación democrática con participación de la sociedad civil en favor del modelo panóptico de videoviglancia, la deriva del desarrollo de la cultura red sigue la estela del gobierno Trump y la Cloud Act (2018) imponiendo como norma una libertad de información administrada por el mercado y los emporios digitales y el Estado, con nulas garantías civiles para la ciudadanía.

Ahora, la alternativa a la siliconización estadounidense no pasa por la hegemonía emergente de Pekín. Irónicamente, en el paso de Amazon a Alibaba, cabe pensar dónde están los cuarenta ladrones del relato de las mil y una noches, más considerando que el ejecutivo que lidera esta compañía ha sido parte de la cúpula de Walt Disney. Cosas veredes, amigo Sancho, que ni Polibio entendería.