Infodemia

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No sabemos si el tecnofeudalismo es un régimen de información de la cultura visual o memética o el imperio de los necios, pero el caso es que tipos como Elon Musk nos está imponiendo un yugo invisible que no cesa, que impone una agenda de terror para lograr, como siempre, el principio de acumulación.

Es seguir el rastro del dinero y entender el trumpismo, en Washington o Madrid. Un latrocinio organizado a base de furia y odio modo Fox News para lo que es preciso mantener (entre)tenido al personal. En otras palabras, el ruido digital nos obnubila el cerebro, nos distrae de lo esencial.

La Generación Nesquik o ColaCao debiera, por lo mismo, renunciar a la instantaneidad como cerco o matriz opresiva, por contribuir al cultivo de una cultura de la desidia y la obediencia debida que amenaza la democracia. El procesamiento estresante de la información tiene, de hecho, efectos inmediatos en el comportamiento y actitudes antisociales y, por ende, en la dialéctica política que transforma la democracia en memocracia. Y a los actores políticos en trasuntos virales de la infodemia que alimenta el fascismo digital.

Las violencias vividas a diario en el Congreso de los Diputados e, incluso, en el entorno de Ferraz, tienen, como toda forma de disciplinamiento, un precedente simbólico, un cerco informativo que lo hace posible y blanquea o justifica la dialéctica voxiferante del insulto y la agresión verbal.

Ello es posible por las condiciones sociales de recepción de los discursos del odio. Así, el efecto burbuja da cuenta de un ecosistema cultural aislacionista, con pérdida de sentido y morada, y un ethos como refugio del mundanal ruido, amenazado por la disolución del vínculo y lo común.

El intrusismo digital es lo que tiene: la imposición de una economía de la distracción (que llaman, para equivocarnos, de la atención) que todo lo ocupa. Los datos son reveladores. Ya en 2016, cada usuario miraba el móvil 80 veces al día; hoy, más de 270 veces.

A ello cabe añadir el integrismo nacionalcatólico en nuestra patria, con operadores políticos como Abogados Cristianos o Hazte Oír que, a la sazón, actúan como sus equivalentes evangélicos o sectarios en el imperio decadente de Trump: hablamos del conservadurismo cultural y la deriva autoritaria de la oligarquía en las pantallas de los medios mercantilistas, la llamada oportunamente «caverna mediática».

Como resultado, la cueva digital es hoy una suerte de enclaustramiento vidrioso, el cierre social de un espacio supuestamente libre o neutro que nos retrotrae al feudalismo y la servidumbre de los señores del aire o, más bien, sería preciso calificar a los Musk de turno como «mercaderes de la información».

De la competencia por tomar la palabra y decir a la cultura de la atenta escucha, del monólogo narcisista al diálogo cooperativo, de la unidireccionalidad a la cultura Wikipedia, hay una brecha por salvar que afecta sobremanera a la izquierda y a la que históricamente hemos prestado poco o nulo interés.

Si esto último se verifica y no se pone remedio se impondrá, al socaire del mal gobierno de los memos –borbónicamente hablando–, la hoja de ruta del capital financiero internacional que, como ya sabemos en los años treinta del pasado siglo, empieza por imponer su lógica contable y termina por contar cadáveres: su medio de acumulación es la muerte, o la guerra.

Así que tomemos nota y empecemos por apropiarnos de estas lógicas de intercambio. Si bien es cierto que la era del collage, la era de la copia, en la cultura de la repetición y el remake característica del revival, resulta una forma antiestética y postvisual del orden que reina en la cultura digital, convengamos en reconocer que la adaptación creativa de las culturas subalternas siempre es posible.

Y como bien reza el sentido común, “hasta que el pueblo los plagia / los memes, memos son / y cuando los plagia el pueblo / ya nadie sabe el autor”. Pues la era del montaje no la define la lógica de la emulación a lo Sálvame, sino el principio de producción de lo común, siempre y cuando se pase de la risastencia a la resistencia: de la cultura del chascarrillo nacional a la carcajada y el humor proyectivo.

Lo contrario es el imperio del entretenimiento, lo que Daniel Triviño denomina la «memetización de la política». La fantasía de la nada. Un espacio de circulación en la que todo vale y que facilita el orden de la sinrazón, la pura barbarie como violencia simbólica internalizada por youtubers y aficionados a la superchería publicitaria de una suerte de narcisismo primitivo.

Ya ven, estamos de nuevo en la antipolítica o la politización del arte del disimulo. La historia como farsa. Toca, pues, pensar este tiempo neobarroco y ensayar un renacimiento en defensa de la política de lo común y de la vida.

Trump y la guerra cultural mediatizada

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Del análisis histórico de la guerra de la información, es posible colegir que la era twitter es el tiempo de organización intelectual corporativa del odio político de la extrema derecha como plataforma de validación del proceso de acumulación por desposesión del capital financiero. Nada que ver, como se suele aceptar coloquialmente, con la polarización.

La RAE define polarizar como la acción de restringir en una dirección vibraciones de una onda transversal, como la luz u otras radiaciones electromagnéticas, y en un sentido más acorde con lo social, concentrar la atención o el ánimo en algo, atraer, captar, concentrar, absorber, orientar en dos direcciones contrapuestas, suministrar una tensión fija a alguna parte de un aparato electrónico, en un sentido metafórico, socioculturalmente hablando, y como resultado disminuir la corriente que produce, por aumentar la resistencia del circuito a consecuencia del depósito de hidrógeno sobre uno de los electrodos.

Tal definición nos permite cuestionar la concepción unívoca que sobre el trumpismo se ha establecido en el debate público, sin respuesta, por cierto, en la práctica, de los propios operadores políticos, aunque es posible jugar y contravenir tal definición, establecida indiscutiblemente, para hacer una enmienda a la totalidad al sentido común que se nos impone desde los propios medios.

Primero, cuando hablamos de polarización suele hacerse para referirse al problema del populismo, a la tensión discursiva, política, en dos direcciones contrapuestas. Pero no sucede así, en realidad, como efectivamente ocurre en nuestro tiempo, porque el trumpismo en la comunicación política contemporánea es hoy una corriente hegemónica, el llamado populismo de derecha, que anula toda otra forma de representación, particularmente en los medios (de Estados Unidos a Europa) y sobre todo en las redes (colaboradoras necesarias, las big tech de Silicon Valley, del ascenso de la extrema derecha) no tiene polo, salvo discursivamente, que oponer. Véase el caso de Brasil, el golpe de Estado en Bolivia, o el Brexit, y podrá concluirse, empíricamente, lo aquí afirmado.,

Desde este punto de vista, debería llamar la atención la significativa reducción de la pluralidad política en España, un sistema parlamentario que el bipartidismo o la política de bloques trata desde el 15M de anular, limitando la transversalidad social necesaria de acuerdo al orden instituido en el régimen del 78 que ya hace tiempo ha colapsado. En este marco, y pensando desde el Sur y desde abajo, la polarización es la estrategia, exitosa, de Reagan a Trump, o en España Ayuso, de concentrar la atención en algo superficial o irrelevante, envolviendo el clima de opinión en temas secundarios de forma bipolar. Léase la visita de Milei, cuando en la Comunidad de Madrid o en Andalucía sufrimos un grave deterioro de los servicios públicos o cuando en la agenda pública debieran abordarse cuestiones de urgencia social en el debate político normalmente silenciado o abordados marginalmente en los medios.

Para ser más claros en nuestro razonamiento, el proceso de acumulación por desposesión requiere la polarización de la política como espectáculo. Como ilustra J.B. Thopmson en su ensayo sobre el caso Monica Lewinski, la polarización tiene por objeto dejar oculta la tramoya de los intereses reales, la arquitectura de la lógica de expropiación de lo común. O como dijera Clinton en campaña: es la economía, estúpidos. En otras palabras, lo que no forma parte de la agenda mediática son los intereses de los Florentino de turno, la agenda oculta del capital financiero, los intereses creados de los lobbies de la oligarquía económica y financiera que determinan el curso político en Bruselas. Este trumpismo, que es la degradación y crisis de legitimidad de la democracia, se traduce en España en una suerte de crisis de representación, similar a la que Joaquín Costa cuestionara en su vindicación del regeneracionismo y la reforma contra el caciquismo y la corrupción en la vida pública en España. Es decir, hay un hilo rojo de la historia que conecta el siglo XIX con la lógica destituyente en la que opera hoy la extrema derecha y la derecha extrema en España: de la primera y segunda república, al gobierno de Zapatero, de Aznar y el 11M a actualmente el ciclo Pablo Casado y Feijoo. Una y la misma estrategia de acoso y derribo del gobierno electo legítimamente cuyo empeño por llevar a efecto una agenda social y políticas socialdemócratas no son aceptadas por las clases dominantes de este país lo que termina por socavar las instituciones de representación. Por ello, es evidente que hay un problema de fondo, de concepción y cultura política de las clases dominantes en España, de la oligarquía económica y sus terminales partidarias y mediáticas. Un ejemplo para ilustrar nuestras tesis es la recurrente apelación, tanto del PP como de Vox en el discurso público, a la supuesta colonización de las instituciones.

Por definición, colonizar es formar o establecer colonia en un país, ocupar, invadir, conquistar, someter, dominar, oprimir un territorio ajeno. Es decir, en términos de Análisis Crítico del Discurso, significa definir una frontera o un afuera. Están los que forman parte de ese espacio propio o apropiado y los que llegan a ocupar, desde fuera, y supuestamente vienen a someter un espacio propio ajeno a los actores recién llegados. Esto es, en el fondo de su concepción, el Estado les pertenece, por derecho de cuna, se infiere. Anclados como están en el clivaje de familia, tradición y propiedad, difunden una concepción patrimonialista del gobierno y del dominio público, por la gracia de Dios, según Trump y su predecesor en España, de acuerdo el cual la izquierda no está legitimada para gobernar, es intrusa, ajena, como de otro país o espacio. Su acceso al poder es ilegal, invasivo, contraria al derecho de gentes y por lo mismo hay que denunciarlo a diario en tribuna, comisiones del congreso y medios periodísticos siguiendo el precepto de difunde, por mentira que sea, o falaz, el argumento, que algo queda.

Se llama así polarización y colonización a cosas que no corresponden con lo real y concreto, mientras se invisibiliza en los medios que hay escritores que deben ir a la Feria del Libro de Madrid con escolta al tiempo que gobiernos autonómicos de la derecha ultramontana censuran obras de teatro y la contratación de artistas no alineados con estas premisas autoritarias. Operando un proceso de inversión semiótica, habitual en el discurso reaccionario desde Edmund Burke, los victimarios se presentan como víctimas de un gobierno censor, cuando en verdad el gobierno trata de ejercer sus competencias gobernando y la oposición del bloque ultramontano (PP/VOX) trata de deslegitimar, en una lógica destituyente, la existencia misma del gobierno. En otras palabras, se trata de acabar simbólicamente con toda forma de representación que trate de acometer una política de lucha contra la desigualdad en favor de la justicia social. La persistencia en la negación de la realidad sea por medio del cuestionamiento del sistema electoral en campaña, durante el 23J, la publicación diaria de bulos y noticias falsas o el hostigamiento a cargos de gobierno en las redes y la prensa nacional, o físicamente como en Valencia, hoy además se complementa con el activismo de supuestos periodistas, en algunos casos ni siquiera acreditados profesionalmente, que ejercen una función de ariete y agitadores de la ultraderecha en mítines, por las calles e incluso en la Sala de Prensa del Congreso durante la comparecencia de portavoces y líderes políticos del bloque de progreso como parte de una consciente estrategia de desgaste del gobierno y las instituciones representativas del Estado más propia del escuadrismo.

Mientras tanto, los poderes económicos promueven la restauración conservadora como salida a la crisis de acumulación del capitalismo en forma de rearme bipartidista, manteniendo la tradición del siglo XIX, favoreciendo que se consolide en el espacio público un discurso mediático ultramontano, heredero de la restauración conservadora de Reagan y la doctrina del shock, basado en:

  • La inversión semiótica.
  • La retórica contrarrevolucionaria y antireformista.
  • El populismo ultraconservador
  • La violencia simbólica
  • El fetichismo mercantil
  • La apelación a la mayoría silenciosa
  • La vindicación del patrón normativo de familia, tradición y propiedad.
  • La apelación a las emociones y la sinrazón antiilustrada.
  • El discurso fático.
  • La propaganda del miedo.
  • La estetización
  • El nacionalismo
  • El hipersimbolismo
  • La deshumanización del adversario como enemigo
  • La narrativa conspirativa
  • El oxímoron y la narrativa dislocada.
  • Y el discurso cínico.

En este escenario mediático, la cuestión es cómo avanzar una política de la comunicación capaz de articular en el campo informativo la cultura partisana de pedagogía de la esperanza que haga visible lo concreto y defina una agenda común de trabajo ante fenómenos de emergencia autoritaria y neofascista, que acompaña la vulneración de derechos y libertades fundamentales por la ausencia ostensible del Estado o la falta de intervención de los poderes públicos, salvo en un sentido negativo mediante la restricción de libertades reaccionando ante noticias alarmantes que alertan a la opinión pública como recientemente la campaña de Alvise en redes contra migrantes por el asesinato de Mocejón. Esta dialéctica sabemos que ya no logra contener el avance del trumpismo como fenómeno político de masas, entre otras razones porque la estructura reticular del capitalismo de plataformas lo favorece y planifica intensivamente.

En la era digital de los medios insecto, la difusión intensiva difumina las potencialidades de la autonomía y la capacidad racional de información y conocimiento. Se impone una cultura enjambre tóxica, fuerzas codeterminantes que no resultan idóneas para la convivencia. Antes bien, abunda una política de disgregación en la dispersión discursiva, con amplia repercusión pública, y un fondo censor autoritario de rearme moral de la oligarquía económica que se traduce en una cultura de la cancelación o, en general, de la represión siempre necesaria para legitimar la aporofobia. Es sabido, con Bauman, que el neoliberalismo requiere la criminalización de la pobreza y la protesta, por lo que es característico del discurso disciplinario de la derecha extrema la retórica de la disyunción, la brecha, el odio y la semántica y pragmática de la sanción, simbólica y efectiva. De acuerdo a una voluntad performativa del lenguaje, cuando proyectan la retórica xenófoba e inciden en el discurso de la okupación de cargos públicos, no solo se opera una suerte de malversación nominalista, o una inversión del sentido del mundo al revés de quienes mantuvieran secuestrado el máximo órgano del poder judicial, sino que por este medio se valida la disonancia cognitiva entre realidad y representación, desplazando la colusión de intereses entre jueces y partidos de la Santa Alianza con la que se garantiza la salvaguardia de los intereses de la oligarquía económica y se criminaliza toda voluntad de resistencia al proceso de acumulación por desposesión.

Por ello mismo, hoy más que nunca, frente a esta deriva dominante en nuestro sistema informativo, es tiempo de definir políticas mediáticas transformadoras que despejen el horizonte y campo discursivo: para cambiar la vida y cambiar la historia. Y hacerlo desde el campo o dominio público, abriendo el campo de interlocución y tomando medidas garantistas. En juego está la democracia.